Tragedia
griega y tres Europas/Gabriel Tortella es economista e historiador.
El
Mundo | 10 de julio de 2015
Hace
mucho tiempo que se habla de Europa como una unidad. Heródoto nos la pintó como
una hermosa doncella cabalgando elegantemente a lomos de un toro que volaba
sobre el mar. Pero a esa bella mujer los avatares de la Historia la han
dividido, invadido, destrozado, violentado, sometido a guerras infinitas,
reunificado y vuelto a dividir, hasta que hoy, repuesta y escarmentada tras la
peor guerra de todas, se nos aparece casi totalmente unida, desde el Ártico
hasta Lampedusa, desde Lisboa hasta Riga, en esta organización de nombre poco
imaginativo pero elocuente: la Unión Europea.
Sin
embargo, tras esta fachada de unidad, las viejas naciones, aunque han
renunciado a algunas prerrogativas de la soberanía en beneficio de la Unión,
siguen siendo los principales sujetos operativos. Pero, además, entre las
naciones y la Unión existen tres grandes regiones con historias y sustratos
culturales muy diferentes, que constituyen tres subcontinentes cuya realidad
aún cuenta. Son, por supuesto, el Sur, el Norte y el Este, o, más
descriptivamente, el área mediterránea o latina, el área noratlántica o
germánica, y el Oriente eslavo. Estas zonas o áreas presentan rasgos
lingüísticos y religiosos: con excepciones, por supuesto, el sur es católico;
el norte, protestante; y el este, ortodoxo. Una línea imaginaria que uniera
Finisterre con el Montblanc y éste con la desembocadura del Danubio separaría
la Europa mediterránea de la nórdica, y otra línea que fuera de Stettin a
Trieste sería la frontera de la Europa oriental. Con importantes excepciones,
los tres bloques son homogéneos y están determinados por una mezcla de factores
geográficos e históricos cuya importancia y persistencia producen asombro al
historiador.
En
todo caso, nadie niega hoy que quien lleva la batuta del concierto europeo es
la Europa del norte, la región más rica, más poblada, más estable
políticamente. Cierto que esto no es nuevo: Inglaterra, Francia y Alemania han
sido las tres grandes potencias europeas desde mediados del siglo XIX. Pero si
nos remontamos más atrás, las cosas cambian. Hasta la derrota de la Armada
Invencible en 1588, Inglaterra fue una potencia de segunda en el concierto
europeo, y Alemania no existía. Y si nos remontamos mucho más atrás, unos 20
siglos, tanto la Europa del norte como la oriental eran, simplemente, tierras
de bárbaros y todo el poder, la riqueza y la civilización residían en la orilla
norte del Mediterráneo, primero en Grecia y luego en su ex colonia, Roma, y su
imperio. Durante la Edad Media tuvo lugar una gradual proceso de equilibrio
entre la Europa del norte y la del sur, y fue en la Edad Moderna cuando se
cambiaron las tornas: el proceso fue lento, unos 13 siglos, pero la Europa del
norte, que en el siglo IV era bárbara y atrasada, en el XVII era ya la región
más civilizada, rica y poderosa del mundo.
Las
causas de esta convergencia serían demasiado largas de analizar aquí. El caso
es que esta gradual homogeneización entre la Europa del norte y la del sur se
interrumpió cuando los países septentrionales, que nunca habían pertenecido al
Imperio Romano, rompieron con la organización que sucedió a éste, la Iglesia de
Roma, y adoptaron los credos protestantes. Este cisma contribuyó a ahondar la
barrera cultural entre el norte y el sur, barrera que subsiste hoy, pese a la
creciente laicidad. Según la conocida tesis de Max Weber, el triunfo del
protestantismo en la Europa del norte habría contribuido poderosamente a su
éxito económico. Que el sustrato religioso explique las diferencias de
comportamiento económico entre el norte y el sur es una posibilidad que no se
puede descartar. Sin duda, la rígida e individualista moral protestante es más
favorable a las seguridades jurídica y transaccional que tanto facilitan el
funcionamiento de los mercados. Pero también la latitud geográfica tiene un
peso sorprendente sobre los patrones de comportamiento: las tasas de
alfabetización acostumbran a ser más bajas, en un mismo país, en el sur que en
el norte, y el mismo tipo de diferencia se da entre países meridionales y
septentrionales.
Resulta
interesante, en virtud de todo lo anterior, que la gran crisis del siglo XXI
haya reproducido esta antiquísima divisoria europea, que se supone que la Unión
debiera contribuir a borrar. A las antiguas provincias del Imperio Romano se
las designó peyorativamente como PIGS (Portugal, Italy, Greece, Spain) por su
vulnerabilidad a la crisis, y su irresponsabilidad fiscal. La Unión, bajo la
influencia de la rígida institutriz protestante alemana, acudió en socorro de
los meridionales en dificultades (y de otros no tan meridionales, como Irlanda
e Islandia) a cambio de que pusieran su casa en orden e hicieran reformas que
los fortalecieran frente a otras posibles eventualidades, poniéndoles en
disposición de dejar de entramparse e incluso de devolver las deudas contraídas
y gran parte de las ayudas de la Unión. Como era de esperar, todo ésto dividió
políticamente a los países: los sacrificios y las dificultades (la tan
denostada austeridad) dieron lugar al desencanto cuando no a la saña, y ello
trajo consigo la aparición o el crecimiento de partidos populistas, es decir,
que propugnan soluciones simples, y a menudo imposibles, para problemas
complejos que requieren cautela y serenidad. Estos partidos no aparecieron sólo
en los países del sur: el antieuropeísmo (UKIP) ganó fuerza en Inglaterra, y el
Frente Nacional, en Francia; pero en los tres países claves del sur, España,
Italia y Grecia, surgieron, de la noche a la mañana y explotando la
desesperación causada por la crisis, Podemos, Movimiento Cinco Estrellas y
Syriza. En Grecia surgió además un partido nazi, Amanecer Dorado, y uno de
extrema derecha, nacionalista xenófobo, actualmente aliado con Syriza (Anel).
La
posición de Grecia sintetiza lo peor de los PIGS, en contraste con la seriedad
de los del norte, que en esto se ven acompañados por los del este, venidos del
frío comunista y deseosos de homologarse con los occidentales. El país heleno
fue admitido el año 2000 en la Eurozona falsificando sus cuentas públicas; en
vista del éxito, la falsificación continuó hasta que en 2009 se hizo público
que el déficit presupuestario nominal del 3,7% del PIB era en realidad del
12,7; poco después se supo que, de verdad verdadera, era del 13,6%. Con una
deuda pública entonces del 120% del PIB (hoy cerca del 190%), Grecia no
encontraba quién le prestara y la UE tuvo que concederle dos rescates a cambio
de medidas de austeridad que provocaron un gran rechazo popular. En 2014 los
sacrificios empezaron a dar sus frutos: la economía griega volvió a crecer y el
presupuesto dio un pequeño superávit tras décadas de déficit.
PERO
la esperanza se vino abajo cuando en enero los electores votaron por Syriza,
que había prometido abandonar la austeridad y negociar con la UE y el FMI para
que siguieran subvencionando al país aunque no hiciera reformas. El crédito de
Grecia se desplomó y los ciudadanos volvieron a su vieja costumbre de exportar
capital de un país en bancarrota. El Gobierno de Tsipras utiliza como arma
negociadora el miedo de Europa a dar la campanada con la salida de Grecia de la
Eurozona y a que este país, el flanco oriental de la NATO, se entregue en manos
de Rusia; en mi diccionario esto se llama chantaje. Y las declaraciones del ya
ex ministro Varoufakis en este periódico el 4 de julio pueden calificarse
suavemente de inexactitudes, como cuando dijo que la UE había cerrado los
bancos griegos, simplemente porque no les había pagado el chantaje reclamado.
Los bancos griegos están en situación de muertos vivientes porque su Gobierno
los ha saqueado, y porque sus clientes no se fían y han retirado sus fondos.
Por
desgracia, la última jugada del Gobierno heleno, el referéndum del domingo, le
ha dado resultado y el no ganó por goleada. Tras las elecciones de enero, el
electorado griego ha dado un segundo salto mortal. Dicen que ha sido algo muy
democrático, propio del país que inventó la democracia. Olvidan añadir que la
democracia ateniense condenó a muerte a Sócrates. Para colofón, Tsipras ha
sacrificado a Varoufakis como Agamenón sacrificó a su hija Ifigenia: para
aplacar a los dioses, en este caso, el Olimpo de Bruselas (y por haber mentido
en EL MUNDO).
Bromas
aparte, si Europa cede al nuevo truco de Tsipras, la brecha europea entre el
sur y el norte se hará más profunda. Pertenecer a la Eurozona requiere
disciplina: si se hicieran excepciones, se estaría dando un pésimo ejemplo y
proclamando que la picaresca y el chantaje funcionan. Volveríamos a la desunión
europea. Y los máximos perdedores seríamos nosotros, los europeos del sur.
¿Harán los griegos hoy con Europa lo que sus antepasados hicieron con Troya?
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