Japón,
el gran misterio/ Guy Sorman
ABC
| 24 de agosto de 2015..
En
Tokio, las tiendas de lujo están abarrotadas, la circulación es intensa, y la
multitud igual de abigarrada. Según códigos interiorizados desde hace siglos,
nadie empuja: si acaso, se rozan un poquito, pidiendo luego mil perdones. No se
tira ningún desperdicio, todo está impecable, la gente y los lugares; no hay
ningún signo de pobreza. La única infracción a la urbanidad, igualmente
codificada, son los salaryman, esos ejecutivos de las grandes empresas que
beben en los bares de Roppongi después del trabajo, y salen ligeramente
achispados. A las nueve de la noche la ciudad duerme; por la mañana, a las
ocho, todos están en sus puestos. Y lo mismo ocurre en todo Japón, la nación
más homogénea del mundo, la más cortés. Incluso el anticonformismo está
codificado, al final de la adolescencia, con uniformes y comportamientos
extravagantes que terminan, para los hombres, con su primer trabajo, y con el
matrimonio precoz para las mujeres. Nada hace suponer que Japón esté en crisis,
con una economía estancada desde hace 20 años.
Con
un crecimiento nulo, si nos atenemos a la medida clásica de la producción
interior, ¿a qué milagro se debe que los japoneses sigan siendo, de hecho, tan
prósperos, que estén tan satisfechos de su suerte, según dicen ellos mismos, y
todos con empleo si lo desean? Desde hace veinte años, la tasa de paro no ha
superado nunca el 3,5% y muchos tienen un empleo para toda la vida en las
grandes empresas. ¿Podría deberse esta paradoja al endeudamiento, uno de los
más elevados del mundo, equivalente al doble de la producción anual? ¿Una buena
vida, pero a crédito? La explicación no se sostiene, porque los japoneses deben
esta deuda a sí mismos, ya que colocan sus ahorros en préstamos públicos. Japón
prácticamente no se endeuda en el mercado mundial y casi no está amenazado por
la quiebra. Pero ante este crecimiento nulo, los japoneses se sienten algo
avergonzados frente al mundo; una «pérdida de prestigio» mal vista en las
civilizaciones de Asia, hasta el punto de haber elegido al primer ministro
Shinzo Abe, porque prometió volver al crecimiento fuerte de la década de 1980.
Durante estos dos primeros años, su Gobierno ha obligado al Banco Central a
fabricar moneda en exceso: esta droga, bien conocida por los economistas,
produce siempre efectos provisionales. La «Abenomía» ha generado un crecimiento
del 2% durante dos años, antes de caer a casi un 0% este año. ¿Cuántos bolsos
Vuitton puede comprar una japonesa o cuántos clubs de golf para su marido? Una
vez pasada la euforia, cada uno ha vuelto a sus costumbres anteriores, una
comodidad frugal y el ahorro para la vejez.
En
este no crecimiento japonés observamos dos constantes: el pleno empleo
inmutable y la excelencia industrial. El mundo le tomó la medida hace cuatro
años, cuando un tsunami paró la producción de energía nuclear y las
exportaciones; de Estados Unidos a China, pasando por Europa, las fábricas se
detuvieron, privadas de los repuestos de gran sofisticación que solo las
empresas japonesas podían suministrarles. Empresas cuyo nombre desconocemos, a
menudo de dimensiones modestas, propiedades familiares desde hace varias
generaciones y sin rivales en su campo. Un ejemplo trivial: un 99% de las
bicicletas del mundo están equipadas con un cambio de velocidades Shimano.
Se
comprende, pues, para empezar, por qué Japón, que estadísticamente está tan
mal, está en realidad bastante bien. Sin duda, no miramos donde debemos: en
lugar de lamentar el crecimiento cero, global, observemos los ingresos por
habitante. Como la población japonesa disminuye aproximadamente un 1% al año,
el crecimiento cero, llevado a nivel personal, mejora en realidad la riqueza de
todos un 1%. Estos últimos veinte años, a menudo calificados como «perdidos»,
los ingresos por habitante han progresado en Japón al mismo ritmo que en EE.UU.
y en Europa. Al disminuir la población, el aumento de la productividad y la
innovación, y no la mano de obra, son los que tiran de este crecimiento, al
contrario que en EE.UU., donde el aumento de la población es el principal
factor de desarrollo. Los japoneses no sienten la crisis, se acomodan a ella.
Sin
embargo existe un riesgo real de que, al final, esta pérdida relativa de poder
global haga el juego a vecinos como China y Corea del Sur. Se suponía que la
Abenomía iba a responder a esta ansiedad justificada, pero en vano. Para que la
Abenomía produzca resultados duraderos convendría que los japoneses se
decidieran por soluciones ajenas a sus costumbres, como aceptar importaciones
agrícolas, con gran perjuicio para los cultivadores de arroz locales; aceptar
la competencia entre empresas, a la americana, en lugar de los arreglos
ancestrales entre compadres; y, sobre todo, aumentar el número de trabajadores,
aceptando a un gran número de mujeres casadas en las empresas y abriéndose a la
inmigración.
Japón
está cerrado a los trabajadores extranjeros, a excepción de los filipinos en
los empleos de servicio y de algunos chinos, si están altamente cualificados.
Hay muchos trabajadores clandestinos iraníes, turcos y paquistaníes, tolerados
como estibadores en los puertos de Osaka y Nagaski. A todos los demás se les
localiza y expulsa de inmediato. Y cuando los japoneses ven la complejidad
social y política que la inmigración introduce en Europa y EE.UU, concluyen que
más vale quedarse entre ellos, a riesgo de empeorar, pero juntos. ¿Sería Japón
un modelo de economía postmoderna en lo referente a disfrutar de una
prosperidad suficiente para ser felices? Algunos intelectuales japoneses
quieren creerlo así. Consideremos más bien que el término de modelo no es
apropiado, y que la experiencia japonesa no debe medirse con nuestras
estadísticas oxidadas: los economistas de lo cuantitativo subestiman en exceso
la cultura de los pueblos.
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