16 oct 2018

Un año después/

Un año después/ Aloma Rodríguez es escritora y miembro de la redacción española de Letras Libres.
El Mundo, Martes, 16/Oct/2018..,
Acaba de cumplirse un año del estallido del movimiento #MeToo, que rompió el silencio sobre el acoso y los abusos sexuales a mujeres. Más de cuarenta mujeres acusaron al productor hollywoodiense Harvey Weinstein de abuso, acoso y violaciones en un reportaje firmado por Ronan Farrow donde se reunían los testimonios de las víctimas. El productor se enfrenta ahora a una posible condena a cadena perpetua después de que la fiscalía de Nueva York le acusara formalmente. La reacción a las acusaciones fue un llamamiento en Twitter a compartir experiencias de acoso a través del hashtag #MeToo. La respuesta fue global y la denuncia se viralizó. Por fin se rompía una ley de silencio tácita que funcionaba en los asuntos de violencia sexual. Como explicaba la escritora Margaret Atwood, “el momento #MeToo es un síntoma de un sistema legal roto. Con demasiada frecuencia, las instituciones, incluidas las estructuras
corporativas, les negaron juicios justos a las mujeres y a otros denunciantes de abuso sexual, por lo que utilizaron una nueva herramienta: internet.” La ensayista Masha Gessen fue la primera en alertar de una sobrerreacción que vendría impulsada, precisamente, por la mala conciencia y por el deseo de reparar la falta de interés de años hacia los casos de abusos. En Estados Unidos se creó una lista colaborativa que circuló por la red y que reunía nombres de hombres que presuntamente “se comportaban mal” con las mujeres. Se hizo pública bajo el nombre de Shitty media men. La ensayista Katie Roiphe estaba escribiendo sobre esa lista y sobre la hiperreacción en las redes que llevaba a tratar como culpables a hombres solo por el hecho de ser acusados. El texto se llamó La otra red de susurros y en él había testimonios de mujeres que discrepaban con la deriva del feminismo de Twitter: solo aceptaron participar en el reportaje cuando la ensayista les prometió el anonimato. Roiphe y esas mujeres anónimas con las que habla comparten con el feminismo de Twitter “algunos de sus objetivos más amplios: hacer posible que las mujeres trabajen sin ser importunadas ni acosadas incluso fuera de la burbuja de Hollywood y los medios, rompiendo las estructuras que han protegido históricamente a los hombres poderosos”. La publicación del artículo se retrasó por presiones en las redes sociales y fue duramente criticado antes de ser leído.
Desde Francia llegó otra reacción bien distinta: el manifiesto firmado por más de 100 mujeres, entre ellas Catherine Millet o Catherine Deneuve -firmante del manifiesto de las 343 salopes que redactó Simone de Beauvoir en defensa de la despenalización del aborto-, entre otras. Las francesas, con más o menos acierto, estaban defendiendo la capacidad de consentimiento de las mujeres, frente a algunas interpretaciones que pretendían enmarcar toda relación entre un hombre y una mujer dentro de las relaciones de poder, con toda su ambigüedad, para determinar que el consentimiento nunca es posible en esta sociedad heteropatriarcal. El manifiesto se usó para que sectores autodesignados como el único feminismo posible crearan una línea que separaba a las malas feministas (Deneuve y las firmantes, pero también Roiphe y otras) de las buenas feministas. Como escribió la narradora española Elvira Navarro, el feminismo no nos había librado de la tutela de los hombres para que ahora tengamos que soportar la de otras mujeres. También Margaret Atwood fue tachada de mala feminista después de firmar una carta en defensa de la presunción de inocencia de un profesor de la Universidad de British Columbia que había sido acusado por algunas alumnas. Atwood se defendió en un texto donde decía que, efectivamente, el #MeToo había desvelado las grietas del sistema, “ha sido muy efectivo y ha sido visto como una llamada de atención masiva. Pero, ¿qué sigue? El sistema legal puede arreglarse, o nuestra sociedad puede deshacerse de él.”
Por otro lado, el movimiento devolvió al centro de la conversación global el feminismo y sus legítimos reclamos que habían quedado algo marginados. Estábamos en el momento feminista. En España se plasmó en el seguimiento de la huelga del 8 de marzo y en la manifestación posterior. Los libros sobre feminismo llenaban las mesas de novedades: se reeditó Teoría king kong, de Virginie Despentes, por ejemplo, se recuperaron ensayos de Camille Paglia, Silvia Federici, Nuria Varela o Nancy Fraser, y también aparecieron nuevas voces, como Jessa Crispin, Chimamanda Ngozi Adichie. Fue el momento de libros como Mujeres y poder, de Mary Beard, un libro que reúne dos conferencias, La voz pública de las mujeres y Mujeres en el ejercicio del poder. La primera es un recorrido sobre la participación de las mujeres en el discurso público en la sociedad clásica occidental, y en la segunda analiza cómo se juzga a las mujeres que ejercen el poder. Son dos textos importantes para explicar algunas actitudes que, como ella misma dice, responden perfectamente a la etiqueta de misóginos, pero conviene ir más allá para tratar de descubrir de dónde vienen. Solo así podremos acabar con ellas. En La voz pública de las mujeres Beard explica que en la Antigüedad las mujeres no podían participar del relato salvo en dos excepciones: cuando tomaban la palabra en cuanto que víctimas y cuando se erigían como portavoces de sus compañeras y defendían “asuntos de mujeres”. Mary Beard ha dicho en alguna entrevista que el #MeToo, en realidad, no se distingue tanto de lo que sucedía en el mundo clásico: algunas mujeres toman la palabra y los medios y las redes sociales -quienes marcan la conversación global- les ceden un espacio para que cuenten sus historias como víctimas. Su papel en el relato sigue siendo el de víctimas. Otra de las cosas que señala Beard es que se trata de que las mujeres participen en el relato, no de que se les deje que hablen de sus cosas entre ellas. Y eso está directamente relacionado con los techos de cristal y el acceso de las mujeres al poder.
A veces algunas de las reivindicaciones se ven ensombrecidas por gestos, que quizá funcionen como llamadas de atención. Si ponemos al mismo nivel microagresiones -como que un camarero coloque delante la bebida sin alcohol a la mujer- y la brecha salarial o la falta de mujeres en los puestos de poder, si eliminamos la gradación -equiparamos una violación con una mala cita, por ejemplo-, en realidad, estamos rebajando la crítica y hacemos que se equiparen todas las reivindicaciones por abajo. Las quejas de actrices de Hollywood ocupan mucho más espacio que las de las mujeres marroquíes que denunciaron haber sufrido abusos sexuales, además de unas condiciones de alojamiento insalubres, durante la recogida de la fresa en Huelva este verano, por ejemplo.
Casi coincidiendo con el aniversario del #MeToo un nuevo caso de presunta agresión ha centrado la atención de los medios estadounidenses: el candidato, ya confirmado, al Supremo Brett Kavanaugh fue acusado de abuso sexual por Christine Blasey Ford cuando ambos eran adolescentes. Donde unos ven el intento de los demócratas de debilitar a Trump usando armas ajenas a la política, otros ven que las estructuras de poder siguen ignorando los abusos sexuales a las mujeres. En cualquier caso, sirve para ejemplificar la polarización: una causa que debería ser global, la defensa de la igualdad y la condena de la violencia, se ha convertido en un escenario más en el que desplegar la polarización y el enfrentamiento negando los matices. Un año después sabemos que el #MeToo fue importante, sabemos que ha despertado conciencias y ha hecho que las reivindicaciones de igualdad de oportunidades para la mitad de la población se escuchen. También ha despertado “la ira de las mujeres”, como escribe Rebecca Traister, y en algunos sectores del feminismo excluyente en las redes un deseo de venganza encubierto como justicia reparadora que puede torpedear una causa más amplia.

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