16 oct 2018

El arresto de Pinochet

El arresto de Pinochet/ Ernesto Ekaizer es premio Ortega y Gasset de Periodismo año 2000 por su cobertura del caso Pinochet en EL PAÍS y autor del libro Yo, Augusto.

El ^País, Martes, 16/Oct/2018
La noche del 16 de octubre de 1998, hace hoy 20 años, el general Augusto Pinochet era detenido en Londres por un escuadrón de New Scotland Yard a solicitud del juez Baltasar Garzón. El español Víctor Pey Casado, el hombre que primero imaginó el arresto e informó a Madrid sobre la posibilidad de acometerlo, acaba de morir este pasado 5 de octubre en Santiago de Chile a los 103 años, mira por dónde, el mismo día, 30 años después, del plebiscito convocado en 1988 por el entonces dictador para perpetuarse en el poder, y que el pueblo chileno aprovechó para acabar con su régimen.
Los ojos de Pey —un madrileño huido de Cataluña en febrero de 1939 que logró embarcarse en Burdeos rumbo a Chile en el vapor Winnipeg, fletado por el cónsul chileno en París, Pablo Neruda— se posaron la mañana del 23 de septiembre de 1998 en unas líneas de la columna de breves del diario El Mercurio. Pinochet, decía la noticia, había viajado por problemas de salud a Europa. Uno de sus destinos —el dato relevante— podría ser Londres.

“Si Pinochet estaba en Europa, quizá se le podría tomar declaración judicial”, pensó Pey, quien ya había intentado un año antes, en 1997, una movida similar, sin éxito, con el expresidente Patricio Aylwin. Pey, de 83 años, amigo personal de Salvador Allende, el presidente chileno derrocado el 11 de septiembre de 1973, y expropietario del diario Clarín, estaba en plena forma. Envió las cinco líneas de la noticia a Joan Garcés, el abogado que representaba a la acusación popular en la causa de los desaparecidos de Chile abierta en la Audiencia Nacional.
Esos veintitrés días, entre el 23 de septiembre y el 16 de octubre de 1998, desencadenaron un arresto que conmovería los cimientos del sistema incipiente de justicia universal, en un epicentro espectacular: el comité judicial de la Cámara de los Lores, que era entonces, antes de su creación formal en 2005, Tribunal Supremo de facto de Reino Unido.

El ministro de Relaciones Exteriores de Chile nombrado meses después del arresto, Juan Gabriel Valdés, me ha escrito ayer, 15 de octubre de 2018, una carta muy reveladora: “Recordar estos hechos trae para mí sentimientos tan felices como amargos. Siento el momento del arresto en Londres como algo glorioso, como recibir una tonelada de oxígeno cuando se está ahogado (…). Así lo celebré y reí acompañado de una colega que reía y luego lloraba de emoción, porque su hermano era un desaparecido. Fueron días de abrazos en las calles, de sonrisas ante la furia vociferante de quienes en Chile nos consideraban sus enemigos”.

Explica Valdés: “Comenzó a imponerse en mí la razón de Estado, el juicio político, esa voz que subyacía bajo la alegría de una justicia inmediata: me temo que habrá que traerlo a Chile a toda costa; su posible juicio en España amenaza con devolver al Ejército a la primera línea de la política; y relega nuestra transición al lugar de comparsa culposa de acontecimientos que no controla. Condena por último a la justicia chilena a la ignominia de no haber logrado nunca procesarlo. ¿Qué hacer?”. Recuerda las palabras de Felipe González en aquellos días: “¡Incinérate, pero tráelo!”.

Reproduzco tramos de su carta: “Nunca viviré otro hecho en el que los sentimientos y la racionalidad se contrapongan de ese modo. Si le llevaban a España se iniciaría un juicio, pero tarde o temprano lo devolverían a Chile, y masas cívico-militares intentarían resucitarle como factotum político del país. O que si moría en Londres o en Madrid su féretro sería acarreado como el de un héroe. Traerlo de regreso por demencia senil era otra mala opción, pero era más tolerable. Nunca dejaré de lamentar que el Gobierno español de la época, 1999, se negara a considerar una extradición, como propuse, a solicitud de la justicia chilena. Esa habría sido una opción preferible”.

Valdés añade: “También creíamos que de manejarse bien la situación, Pinochet, el personaje, podía permanecer en suelo raso, disminuido, como consecuencia de su arresto. Dependía de nuestra capacidad institucional. Y muy especialmente del Poder Judicial”. Y sigue: “La detención destruyó toda la parafernalia institucional que Pinochet había diseñado para sí: su senatoría designada, su ascendiente incontestado sobre los generales, su valor como referente de la derecha chilena. El regreso permitió a la justicia chilena procesarlo por la Operación Cóndor y otros crímenes, y a hombres del valor del juez Juan Guzmán probar que el Poder Judicial chileno podía recuperar su dignidad.

Hace pocas semanas, la Corte Suprema confirmó la sentencia que declara la confiscación de los bienes del fallecido dictador, los que robó al Estado. Pero el origen de esa decisión judicial y de otras se remonta a octubre de 1998. A la historia de cómo un juez logró detener a un dictador y luego, cómo todos los participantes en esa historia, a veces en contradicción entre nosotros, o incluso con nosotros mismos, contribuimos a que el rostro de la justicia y la democracia se abrieran paso”.

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