Columna Razones/Jorge Fernández Menéndez
Publicado en Excelsior (www.exonline.com.mx), 22 de septiembre de 2008;
Un mes: la evaluación es insuficiente
Se ha cumplido un mes de la reunión del Consejo Nacional de Seguridad Pública convocado el pasado 21 de agosto, con sus más de 70 compromisos, asumidos en medio de la crisis que generó el secuestro y el asesinato del joven Fernando Martí y desde entonces hemos tenido una espiral de violencia que no ha decaído: además de los constantes ajustes de cuentas de grupos del narcotráfico, conocimos del terrible secuestro de Silvia Vargas, que continúa, a un año de esos hechos, desaparecida; de la matanza de 13 personas en Creel, Chihuahua, en una fiesta de 15 años; hemos visto cómo fueron ejecutadas 24 personas en La Marquesa en el Estado de México, sin que tengamos, hasta ahora, aunque sea una explicación de lo sucedido; y el 15 de septiembre en la noche, tuvimos los atentados en Morelia que han dejado, hasta ahora, ocho muertos y un centenar de heridos.
Ha habido, también, acciones policiales importantes: el desmantelamiento de una célula del grupo La Familia que se dedicaba al narcomenudeo y al secuestro; la caída de varias bandas de secuestradores; el desmantelamiento de la estructura de operación y protección de Los Zetas en algunos municipios de Tabasco; el decomiso de más de 26 millones de dólares en Sinaloa al cártel de Ismael El Mayo Zambada; el decomiso de fuertes cantidades de cocaína en diversos operativos; el operativo conjunto que permitió la desarticulación de una de las redes internacionales de Los Zetas que comenzaba en Colombia, pasaba por Panamá y Guatemala, ingresaba a México para enviar la droga a Estados Unidos y de allí (o de sus estaciones previas) enviaba cocaína a Italia a la mafia calabresa, la más pequeña de las tres que operan en ese país (las otras son la napolitana y la siciliana) pero también la más violenta.
La última acción es particularmente importante por varias razones: primero, porque en el operativo del día 15 de septiembre se detuvo en Estados Unidos e Italia a más de 170 integrantes de esa organización, se decomisaron varias toneladas de cocaína y millones de dólares. Pero la cifra es mucho mayor cuando se analiza el conjunto del operativo que duró 15 meses y dejó más de 500 detenidos, con operaciones y trabajo de inteligencia particularmente importante en Colombia, México y Guatemala. Pero, como publicó Excélsior, uno de los datos que determinaron el éxito de la operación fueron las llamadas de Los Zetas a Italia para hablar con sus socios calabreses y reclamar el pago de cargamentos que habían sido enviados con anterioridad. Podrá parecer algo menor o el resultado de la simple labor de escucha telefónica, pero lo notable del hecho es que Los Zetas estén reclamando dinero adeudado por uno de sus socios por teléfono, no por un enviado o algún otro tipo de comunicación. Porque, además, ¿cuál era la urgencia de la organización mexicana para reclamar telefónicamente, la vía más insegura que puede haber para ese tipo de comunicaciones, a los calabreses? La única explicación es que la red había recibido golpes ya muy duros (¿recuerda usted el comando de Los Zetas detenido en Guatemala y el comando colombiano detenido en la Ciudad de México meses atrás?) y sus operadores más experimentados no estaban disponibles (según las autoridades estadunidenses, el operador de la red desde Atlanta era un joven de apenas 20 años) y que, por otra parte, como consecuencia de ello, lisa y llanamente, necesitaban dinero. Y muy probablemente los calabreses no pagaron porque dejaron de tener confianza en sus socios de este lado del Atlántico.
Esa es una historia de éxito, de una investigación de la que se pueden desprender muchas enseñanzas. Pero incluso así, no alcanza para ocultar el mayor problema estructural que tenemos a la hora de combatir la inseguridad, sea del narcotráfico o de otros tipos de delincuencia organizada o común: el diseño institucional no sirve, no funciona, no está adaptado a nuestra realidad y nuestros principales actores políticos están dispuestos a muchas cosas menos a modificarlo, a reformarlo realmente a fondo. Un ejemplo lo tuvimos en la última reunión del Consejo de Seguridad. Se aprobaron varias iniciativas, quizás la más importante la de una estrategia conjunta contra el secuestro, se designó a Monte Alejandro Rubido García (un hombre con experiencia y capacidad en ese terreno) como secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública pero no se avanzó en lo más importante: en el visto bueno a la ley de seguridad pública, cuyas bases ya fueron aprobadas en el ámbito constitucional, y no se lo hizo porque se consideró que con ella pierden atribuciones los ministerios públicos, al permitirle investigar a las policías, y sobre todo porque los que no quieren perder atribuciones son los gobiernos estatales, aunque no utilicen esas mismas atribuciones que quieren conservar.
Todo ello gira en torno a un capítulo que si no se supera hará inútiles o parciales todos los otros avances que pudieran darse: la obligatoriedad de los acuerdos, la necesidad de hacerlos vinculantes con los gobiernos estatales. No sirve de nada que se aprueben medidas o se consensúen acciones si, después, tanto el gobierno federal como los estatales y los municipales, y en otro ámbito los poderes Legislativo y Judicial no tienen obligación alguna de cumplir lo que firman. El Sistema Nacional de Seguridad Pública existe desde 1995, ha tenido buenas y malas épocas, y cuando nació sus determinaciones eran vinculantes, obligatorias para todos. Consecuencia del debilitamiento de la institución presidencial, desde 1997, se modificó la ley para que esos acuerdos fueran optativos, y el hecho es que no tenemos después de más de una década, un sistema se seguridad como tal porque cada estado, cada municipio, cada corporación policial hace lo que quiere. Si no se comienza por ello, lo demás siempre será insuficiente o parcial.
Se ha cumplido un mes de la reunión del Consejo Nacional de Seguridad Pública convocado el pasado 21 de agosto, con sus más de 70 compromisos, asumidos en medio de la crisis que generó el secuestro y el asesinato del joven Fernando Martí y desde entonces hemos tenido una espiral de violencia que no ha decaído: además de los constantes ajustes de cuentas de grupos del narcotráfico, conocimos del terrible secuestro de Silvia Vargas, que continúa, a un año de esos hechos, desaparecida; de la matanza de 13 personas en Creel, Chihuahua, en una fiesta de 15 años; hemos visto cómo fueron ejecutadas 24 personas en La Marquesa en el Estado de México, sin que tengamos, hasta ahora, aunque sea una explicación de lo sucedido; y el 15 de septiembre en la noche, tuvimos los atentados en Morelia que han dejado, hasta ahora, ocho muertos y un centenar de heridos.
Ha habido, también, acciones policiales importantes: el desmantelamiento de una célula del grupo La Familia que se dedicaba al narcomenudeo y al secuestro; la caída de varias bandas de secuestradores; el desmantelamiento de la estructura de operación y protección de Los Zetas en algunos municipios de Tabasco; el decomiso de más de 26 millones de dólares en Sinaloa al cártel de Ismael El Mayo Zambada; el decomiso de fuertes cantidades de cocaína en diversos operativos; el operativo conjunto que permitió la desarticulación de una de las redes internacionales de Los Zetas que comenzaba en Colombia, pasaba por Panamá y Guatemala, ingresaba a México para enviar la droga a Estados Unidos y de allí (o de sus estaciones previas) enviaba cocaína a Italia a la mafia calabresa, la más pequeña de las tres que operan en ese país (las otras son la napolitana y la siciliana) pero también la más violenta.
La última acción es particularmente importante por varias razones: primero, porque en el operativo del día 15 de septiembre se detuvo en Estados Unidos e Italia a más de 170 integrantes de esa organización, se decomisaron varias toneladas de cocaína y millones de dólares. Pero la cifra es mucho mayor cuando se analiza el conjunto del operativo que duró 15 meses y dejó más de 500 detenidos, con operaciones y trabajo de inteligencia particularmente importante en Colombia, México y Guatemala. Pero, como publicó Excélsior, uno de los datos que determinaron el éxito de la operación fueron las llamadas de Los Zetas a Italia para hablar con sus socios calabreses y reclamar el pago de cargamentos que habían sido enviados con anterioridad. Podrá parecer algo menor o el resultado de la simple labor de escucha telefónica, pero lo notable del hecho es que Los Zetas estén reclamando dinero adeudado por uno de sus socios por teléfono, no por un enviado o algún otro tipo de comunicación. Porque, además, ¿cuál era la urgencia de la organización mexicana para reclamar telefónicamente, la vía más insegura que puede haber para ese tipo de comunicaciones, a los calabreses? La única explicación es que la red había recibido golpes ya muy duros (¿recuerda usted el comando de Los Zetas detenido en Guatemala y el comando colombiano detenido en la Ciudad de México meses atrás?) y sus operadores más experimentados no estaban disponibles (según las autoridades estadunidenses, el operador de la red desde Atlanta era un joven de apenas 20 años) y que, por otra parte, como consecuencia de ello, lisa y llanamente, necesitaban dinero. Y muy probablemente los calabreses no pagaron porque dejaron de tener confianza en sus socios de este lado del Atlántico.
Esa es una historia de éxito, de una investigación de la que se pueden desprender muchas enseñanzas. Pero incluso así, no alcanza para ocultar el mayor problema estructural que tenemos a la hora de combatir la inseguridad, sea del narcotráfico o de otros tipos de delincuencia organizada o común: el diseño institucional no sirve, no funciona, no está adaptado a nuestra realidad y nuestros principales actores políticos están dispuestos a muchas cosas menos a modificarlo, a reformarlo realmente a fondo. Un ejemplo lo tuvimos en la última reunión del Consejo de Seguridad. Se aprobaron varias iniciativas, quizás la más importante la de una estrategia conjunta contra el secuestro, se designó a Monte Alejandro Rubido García (un hombre con experiencia y capacidad en ese terreno) como secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública pero no se avanzó en lo más importante: en el visto bueno a la ley de seguridad pública, cuyas bases ya fueron aprobadas en el ámbito constitucional, y no se lo hizo porque se consideró que con ella pierden atribuciones los ministerios públicos, al permitirle investigar a las policías, y sobre todo porque los que no quieren perder atribuciones son los gobiernos estatales, aunque no utilicen esas mismas atribuciones que quieren conservar.
Todo ello gira en torno a un capítulo que si no se supera hará inútiles o parciales todos los otros avances que pudieran darse: la obligatoriedad de los acuerdos, la necesidad de hacerlos vinculantes con los gobiernos estatales. No sirve de nada que se aprueben medidas o se consensúen acciones si, después, tanto el gobierno federal como los estatales y los municipales, y en otro ámbito los poderes Legislativo y Judicial no tienen obligación alguna de cumplir lo que firman. El Sistema Nacional de Seguridad Pública existe desde 1995, ha tenido buenas y malas épocas, y cuando nació sus determinaciones eran vinculantes, obligatorias para todos. Consecuencia del debilitamiento de la institución presidencial, desde 1997, se modificó la ley para que esos acuerdos fueran optativos, y el hecho es que no tenemos después de más de una década, un sistema se seguridad como tal porque cada estado, cada municipio, cada corporación policial hace lo que quiere. Si no se comienza por ello, lo demás siempre será insuficiente o parcial.
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