No entiendo/Agustín Basave
Para Orla, mi esposa.
Escribo estas líneas a horcajadas entre dos importantes y venturosos acontecimientos en mi vida. Tengo razones personalísimas, pues, para estar de buen ánimo. Pero los momentos que atraviesa México me hacen absolutamente imposible inyectar una dosis de optimismo a mi análisis. Son dos variables, una endógena y otra exógena, las que elevan mi preocupación: la escalada de la violencia a niveles de terrorismo en Michoacán y el desbordamiento de la crisis económica de Estados Unidos. Ambas ponen a nuestro país en circunstancias asaz calamitosas. Por desgracia, me queda claro que el peor de los escenarios ya no se ve tan lejano como antes.
Pero hay varias cosas que no entiendo. A mi juicio, tanto el desafío del crimen organizado aquí como la debacle del sistema financiero allá se originan en buena medida en el fracaso de la receta globalmente prescrita del repliegue del Estado. Me anticipo a las objeciones neoliberales: no critico la desaparición del Estado bulímico sino el advenimiento del Estado anoréxico. Fue la maldita obsesión de volar sin escalas de la estatolatría a la soberanía del mercado la que nos llevó al desastre. En el primer caso no fue tanto una estrategia específica cuanto el estancamiento y la erosión que sufrieron las instituciones de la seguridad pública y la seguridad nacional como subproducto de una mentalidad, dogmática a cual más, que a priori e indiscriminadamente desdeña lo público y privilegia lo privado. En el segundo caso sí se trató de un modelo que incluye una serie de medidas desreguladoras, todas ellas fruto de la mercadolatría.
No entiendo la sorpresa. Se ha repetido hasta la saciedad que la primera responsabilidad del Estado es garantizar la seguridad de los ciudadanos, y la sentencia de Weber sobre el monopolio de la violencia legítima ha sufrido la ignominia de volverse un cliché. Y sin embargo, los gobernantes mexicanos de los últimos años no han puesto “su” dinero donde está su boca, para usar una expresión anglosajona. Y no es únicamente un asunto de falta de presupuesto, sino también y quizá principalmente de abandono. No ha habido profesionalización ni fortalecimiento estructural ni visión de largo plazo en ese ámbito porque no ha sido prioritario, y no se le ha priorizado porque el Estado mismo, al que el aparato de la seguridad es intrínseco, es la última de las prioridades. Después de todo, el eslogan del fundamentalismo individualista es cada quien se rasque con sus propias uñas. Aunque ya ni las uñas de una minoría den para rascarse bien.
No entiendo la obstinación de los adalides de la globalización desbocada que se niegan a embridarla. No aprendieron del susto que les dio a sus ancestros la respuesta revolucionaria al capitalismo salvaje, ni han comprendido que la voracidad es muy mala consejera, ni se percatan que la subregulación es tan dañina como la sobrerregulación. No deja de asombrarme su fe de carbonero en la capacidad autocorrectora el mercado. Una y otra vez las inefables fuerzas de la oferta y la demanda han provocado estropicios y una y otra vez las han exonerado de toda culpa, paradójicamente con el mismo argumento que los marxistas puros usaron para deslindar a su doctrina del fracaso del socialismo real: que no aplicaron bien la teoría y desvirtuaron el arquetipo. Pero resulta que esas contrahechuras que se ven lo mismo en el capitalismo de hoy que en el comunismo de ayer son el resultado de sumergir las maquetas teóricas en el ácido de la realidad. Así funcionan los modelitos en la praxis. Salvo que, claro está, se hagan ajustes que desafíen la ortodoxia en aras del sentido común.
No entiendo por qué hasta ahora los líderes del establishment empiezan a darse cuenta de que, contra lo que creían, el encogimiento del Estado les perjudica también a ellos. Era obvio que sus recursos privados no alcanzarían indefinidamente para protegerlos del crimen organizado mexicano o del desastre económico norteamericano. Ojalá que ese descubrimiento, al menos eso, nos permita revertir la tendencia y reivindicar la cosa pública. Ya se escuchan muchas voces en Estados Unidos que reconocen que fueron el crédito desenfrenado y los instrumentos financieros sin supervisión los que causaron la explosión. Hago votos por que en México empecemos a aceptar que ese desmantelamiento del incipiente andamiaje estatal que consciente e inconscientemente se llevó a cabo en este país nos está pasando la factura también en lo que a seguridad se refiere. La privatización de las policías y en general del sistema de procuración de justicia, no la que trasladó funciones de vigilancia a empresas de protección sino la que dejó que grupos de delincuentes se adueñaran de las instituciones, también nació del desdén por una organización que debe trascender a cualquier individuo para servir a la comunidad. La corrupción ya estaba ahí, sin duda, pero ahora está acompañada del caos.
No entiendo por qué tuvimos que esperar a un abominable atentado como el de Morelia y a la amenazante avalancha de Wall Street para abrir los ojos. No entiendo, en suma, a los templarios de la mano invisible, cuyo rechazo a la intervención del Estado me hace pensar que en el fondo tienen alma de anarquistas. En fin, así es la vida. Estoy cumpliendo medio siglo de existencia y nomás no entiendo.
abasave@prodigy.net.mx
Escribo estas líneas a horcajadas entre dos importantes y venturosos acontecimientos en mi vida. Tengo razones personalísimas, pues, para estar de buen ánimo. Pero los momentos que atraviesa México me hacen absolutamente imposible inyectar una dosis de optimismo a mi análisis. Son dos variables, una endógena y otra exógena, las que elevan mi preocupación: la escalada de la violencia a niveles de terrorismo en Michoacán y el desbordamiento de la crisis económica de Estados Unidos. Ambas ponen a nuestro país en circunstancias asaz calamitosas. Por desgracia, me queda claro que el peor de los escenarios ya no se ve tan lejano como antes.
Pero hay varias cosas que no entiendo. A mi juicio, tanto el desafío del crimen organizado aquí como la debacle del sistema financiero allá se originan en buena medida en el fracaso de la receta globalmente prescrita del repliegue del Estado. Me anticipo a las objeciones neoliberales: no critico la desaparición del Estado bulímico sino el advenimiento del Estado anoréxico. Fue la maldita obsesión de volar sin escalas de la estatolatría a la soberanía del mercado la que nos llevó al desastre. En el primer caso no fue tanto una estrategia específica cuanto el estancamiento y la erosión que sufrieron las instituciones de la seguridad pública y la seguridad nacional como subproducto de una mentalidad, dogmática a cual más, que a priori e indiscriminadamente desdeña lo público y privilegia lo privado. En el segundo caso sí se trató de un modelo que incluye una serie de medidas desreguladoras, todas ellas fruto de la mercadolatría.
No entiendo la sorpresa. Se ha repetido hasta la saciedad que la primera responsabilidad del Estado es garantizar la seguridad de los ciudadanos, y la sentencia de Weber sobre el monopolio de la violencia legítima ha sufrido la ignominia de volverse un cliché. Y sin embargo, los gobernantes mexicanos de los últimos años no han puesto “su” dinero donde está su boca, para usar una expresión anglosajona. Y no es únicamente un asunto de falta de presupuesto, sino también y quizá principalmente de abandono. No ha habido profesionalización ni fortalecimiento estructural ni visión de largo plazo en ese ámbito porque no ha sido prioritario, y no se le ha priorizado porque el Estado mismo, al que el aparato de la seguridad es intrínseco, es la última de las prioridades. Después de todo, el eslogan del fundamentalismo individualista es cada quien se rasque con sus propias uñas. Aunque ya ni las uñas de una minoría den para rascarse bien.
No entiendo la obstinación de los adalides de la globalización desbocada que se niegan a embridarla. No aprendieron del susto que les dio a sus ancestros la respuesta revolucionaria al capitalismo salvaje, ni han comprendido que la voracidad es muy mala consejera, ni se percatan que la subregulación es tan dañina como la sobrerregulación. No deja de asombrarme su fe de carbonero en la capacidad autocorrectora el mercado. Una y otra vez las inefables fuerzas de la oferta y la demanda han provocado estropicios y una y otra vez las han exonerado de toda culpa, paradójicamente con el mismo argumento que los marxistas puros usaron para deslindar a su doctrina del fracaso del socialismo real: que no aplicaron bien la teoría y desvirtuaron el arquetipo. Pero resulta que esas contrahechuras que se ven lo mismo en el capitalismo de hoy que en el comunismo de ayer son el resultado de sumergir las maquetas teóricas en el ácido de la realidad. Así funcionan los modelitos en la praxis. Salvo que, claro está, se hagan ajustes que desafíen la ortodoxia en aras del sentido común.
No entiendo por qué hasta ahora los líderes del establishment empiezan a darse cuenta de que, contra lo que creían, el encogimiento del Estado les perjudica también a ellos. Era obvio que sus recursos privados no alcanzarían indefinidamente para protegerlos del crimen organizado mexicano o del desastre económico norteamericano. Ojalá que ese descubrimiento, al menos eso, nos permita revertir la tendencia y reivindicar la cosa pública. Ya se escuchan muchas voces en Estados Unidos que reconocen que fueron el crédito desenfrenado y los instrumentos financieros sin supervisión los que causaron la explosión. Hago votos por que en México empecemos a aceptar que ese desmantelamiento del incipiente andamiaje estatal que consciente e inconscientemente se llevó a cabo en este país nos está pasando la factura también en lo que a seguridad se refiere. La privatización de las policías y en general del sistema de procuración de justicia, no la que trasladó funciones de vigilancia a empresas de protección sino la que dejó que grupos de delincuentes se adueñaran de las instituciones, también nació del desdén por una organización que debe trascender a cualquier individuo para servir a la comunidad. La corrupción ya estaba ahí, sin duda, pero ahora está acompañada del caos.
No entiendo por qué tuvimos que esperar a un abominable atentado como el de Morelia y a la amenazante avalancha de Wall Street para abrir los ojos. No entiendo, en suma, a los templarios de la mano invisible, cuyo rechazo a la intervención del Estado me hace pensar que en el fondo tienen alma de anarquistas. En fin, así es la vida. Estoy cumpliendo medio siglo de existencia y nomás no entiendo.
abasave@prodigy.net.mx
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