En la antigua Roma, lugar y época del nacimiento y posterior expansión del cristianismo, se celebraban las Saturnalias, fiestas en honor a Saturno (la versión romana de Cronos) y dios de la agricultura. Aunque al principio sólo se festejaba durante tres días, acabó siendo una semana de eventos que abarcaban del 17 al 24 de diciembre. Era también denominada "fiesta de los esclavos" porque durante los días que duraban las celebraciones, los papeles de amos y esclavos se invertían.
Con el solsticio acababa la siembra de invierno y era cuando se celebraba el renacimiento de la luz; aprovechando que se disponía de un período de cierto relax en las labores del campo, se iniciaban las Saturnalias con un sacrificio en el templo de Saturno y un banquete público. Durante esa semana se intercambiaban regalos e incluso se posponían guerras.
Con el solsticio acababa la siembra de invierno y era cuando se celebraba el renacimiento de la luz; aprovechando que se disponía de un período de cierto relax en las labores del campo, se iniciaban las Saturnalias con un sacrificio en el templo de Saturno y un banquete público. Durante esa semana se intercambiaban regalos e incluso se posponían guerras.
A lo largo de las Saturnalias el pueblo pedía el retorno de la luz en el momento más oscuro del invierno. Esta celebración -que siglos más tarde se mezclaría con la del nacimiento de El Cristo- empezaba el 25 de diciembre y terminaba el 2 de febrero.
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Felices compras y prósperas rebajas/Manuel Delgado, profesor de antropología religiosa en la Universitat de Barcelona
EL PAÍS, 22/12/07;
Este es un típico artículo navideño. En un doble sentido: es un texto periodístico que habla de la Navidad y es un producto propio de estas fiestas, como lo son el turrón, las luces en las calles o las malas películas familiares. Como una obligación ritual más, se trata de afrontar de forma supuestamente experta cuestiones del tipo: “¿ha perdido la Navidad su sentido original?”, o “¿se está corrompiendo el verdadero espíritu navideño?”. A estos asuntos de orden general se le pueden añadir matices locales o de actualidad. Entre los primeros, ¿qué justifica una celebración oficial católica en un país oficialmente no confesional?, paradoja parecida a otras del tipo: ¿cómo un Estado aconfesional puede encarnarse en un Jefe descaradamente confesional?, o ¿cómo una Constitución laica puede otorgar un trato preferente a la Iglesia Católica? Entre los segundos, ¿cómo, con una catástrofe ecológica en ciernes, puede darse un derroche como el que practicamos estas fechas?, o, ¿cómo puede una festividad nominalmente cristiana albergar la creciente pluralidad religiosa de nuestras sociedades?
Hace décadas que, en días como hoy, alguien con presunta autoridad se hace preguntas parecidas en voz alta. Como paradigma, recuérdese aquel artículo publicado en 1952 por Lévi-Strauss a propósito del auto de fe a que acababa de ser sometido Papá Noel por las parroquias de Dijon, que concluyó con la quema del personaje en la explanada de la catedral ante centenares de niños (hay versión española: El suplicio de Papá Noel, Taller de Mario Muchnik, 2002).
Por tanto, siguiendo la costumbre, volvámonos a plantear la vieja cuestión: ¿cuál es ese verdadero sentido de las fiestas navideñas, esa calidad prístina que se considera extinguida o adulterada por culpa del consumismo desbocado, la democracia multicultural o la imposición de modelos culturales tenidos por impuros?
Para procurar una respuesta a tal asunto es indispensable liberarse de dos malentendidos. El primero es el que supone que un hábito cultural como éste ha de ser tratado como un vestigio y que, por tanto, sus claves hay que buscarlas en sus orígenes históricos, en nuestro caso en las saturnalias romanas, en los ciclos festivos hibernales de las sociedades agrarias o incluso en arcaicos cultos solsticiales. Pero no siempre conocer la génesis de un fenómeno ayuda a percibir su naturaleza última, de igual modo que saberse la historia del automóvil no implica comprender para qué sirve y cómo funciona un coche. El segundo tópico a desarticular es el que da por descontado que lo que explica un determinado rito es el acontecimiento excepcional que dramatiza, en el caso de nuestra Navidad el nacimiento de una divinidad trágica hace cientos de años. Es al contrario. Es la práctica la que explica la creencia en que aparentemente se sostiene. Primero surge y se satisface la exigencia de sacralizar ciertas conductas, haciéndolas obligatorias y, luego, se inventa un mito que justifica y racionaliza tal imperativo. Los antropólogos llevan toda la vida explicando creencias, pero raras veces han defendido que las creencias expliquen alguna cosa.
A partir de ahí, si se quiere llegar a desvelar el verdadero espíritu de la Navidad lo que tenemos que contemplar es qué cosas hace hacer y luego ver para qué sirven esas cosas, puesto que la obligación que nos imponen no puede responder sólo a la fidelidad mecánica a costumbres absurdas. Entonces, allí donde parecían reiterarse meras tradiciones vacías de contenido, sólo vivificadas artificialmente por la ambición de las grandes empresas comerciales, nos descubrimos involucrados en una red de compromisos sociales, sentimentales, económicos, familiares y de todo tipo -para algunos fastidiosos; entrañables para otros- que vienen a reproducir entre nosotros esquemas de comportamiento que, más allá de contingencias históricas y culturales, constituyen verdaderos universales de toda vida colectiva.
Lo que tenemos es una masa de conductas prescritas en que se articulan de manera ordenada ingredientes tomados de aquí y de allá, de ahora y de entonces. Con tal amalgama como atrezzo y decorado vemos desarrollarse actividades que garantizan distintas labores. Unas son de orden social y consisten en unir o separar segmentos sociales diferenciados. Por un lado, se juega a abolir las distancias de estatus, edad, género o clase, restituyendo una especie de ecúmene universal que imita los orígenes indiferenciados supuestos a toda sociedad. Pensemos en tantas fiestas tradicionales que invitan y hasta fuerzan a salir de casa para beber, bailar y cantar con desconocidos, fiestas de las que la Nochevieja no sería sino una versión ya planetaria. Pero también las navidades son una excusa para que diferentes formas de comunidad restringida -la familia, los vecinos, los amigos, la em-presa- proclamen y refuercen su unidad a través del intercambio de regalos o la reunión en banquetes. Cada una de esas unidades se encierra en sí misma e impone su derecho de admisión a quien no pertenezca al nosotros autocelebrado.
En ese marco festivo encontramos otro tipo de mecanismos, ahora de orden intelectual. Se trata de dispositivos cuyo trabajo es abrir canales a través de los cuales otros mundos se manifiestan en el nuestro. Los operadores de tales contactos son los niños. Seres ambiguos por definición, a medio camino entre la nada de la que proceden y nuestra plenitud vital de adultos, los pequeños devienen mediadores que nos unen con el más allá, al tiempo que de algún modo nos protegen de él. Ellos son la puerta viviente que permite que lo que está y debe estar separado se junte: la noche y el día, el pasado y el presente, lo fantástico y lo cotidiano, lo lejano y lo próximo, la muerte y la vida. Es por y para ellos que se cuelan en nuestros hogares -por la ventana, por la chimenea- seres procedentes de universos paralelos: los Reyes Magos, la Befana, el Tió, Santa Claus, Father Christmas, Papá Noel, el Olentzero, San Nicolás… Son niños quienes, el día del sorteo de Navidad, distribuyen la Gracia y convierten a algunos de nosotros, en efecto, en agraciados. Son ellos también con quienes hablan los muertos, porque ellos mismos están o estuvieron muertos. Ése es el sentido del Día de los Santos Inocentes o del papel que juegan en la cercana Noche de Halloween, por no hablar del lugar que merecen en nuestro imaginario colectivo, desde los cuentos tradicionales a películas de éxito reciente.
Ninguna de esas funciones es exclusiva de nuestra Navidad. Las hallamos en la Hanuká judía, el Kwanzaa afroamericano, el Yule neopagano o el Eat Ramadán musulmán. Hasta en culturas remotas encontraríamos analogías y paralelos: el potlacht de los kwakiutl de la costa del Pacífico de Canadá -ejemplo de dilapidación ritual y ostentatoria de bienes- a las kachinas, muñecas que usaban los niños pueblo, en el actual Nuevo Méjico, para comunicarse con los espíritus de los ancestros. En cuanto a la dimensión comercial de la Navidad, el mercado no hace otra cosa que proveer de objetos el intercambio de dones que los humanos realizan entre sí o con entidades sobrenaturales. El capitalismo excita y parasita exigencias sociales que no ha inventado y que un día, sin duda, le sobrevivirán.
He ahí el verdadero Espíritu de las Navidades, el de las pasadas, el de las presentes y seguro que el de las futuras, aunque haya sido o vaya a ser bajo otros nombres o con otras formas. Porque las sociedades humanas viven de inercias y repeticiones que le sirven para continuar siendo justamente eso, sociedades, formas que los humanos conciben y organizan con el fin de vivir juntos, puesto que se necesitan. Para ello, el ser humano inventa una y otra vez costumbres nuevas, que son siempre las mismas. Todas tienen, en cualquier caso, idéntica misión: hacer que no se olvide que nadie -le guste o no- acaba nunca en sí mismo, sino que continúa en quienes, visibles o invisibles, le rodean.
Hace décadas que, en días como hoy, alguien con presunta autoridad se hace preguntas parecidas en voz alta. Como paradigma, recuérdese aquel artículo publicado en 1952 por Lévi-Strauss a propósito del auto de fe a que acababa de ser sometido Papá Noel por las parroquias de Dijon, que concluyó con la quema del personaje en la explanada de la catedral ante centenares de niños (hay versión española: El suplicio de Papá Noel, Taller de Mario Muchnik, 2002).
Por tanto, siguiendo la costumbre, volvámonos a plantear la vieja cuestión: ¿cuál es ese verdadero sentido de las fiestas navideñas, esa calidad prístina que se considera extinguida o adulterada por culpa del consumismo desbocado, la democracia multicultural o la imposición de modelos culturales tenidos por impuros?
Para procurar una respuesta a tal asunto es indispensable liberarse de dos malentendidos. El primero es el que supone que un hábito cultural como éste ha de ser tratado como un vestigio y que, por tanto, sus claves hay que buscarlas en sus orígenes históricos, en nuestro caso en las saturnalias romanas, en los ciclos festivos hibernales de las sociedades agrarias o incluso en arcaicos cultos solsticiales. Pero no siempre conocer la génesis de un fenómeno ayuda a percibir su naturaleza última, de igual modo que saberse la historia del automóvil no implica comprender para qué sirve y cómo funciona un coche. El segundo tópico a desarticular es el que da por descontado que lo que explica un determinado rito es el acontecimiento excepcional que dramatiza, en el caso de nuestra Navidad el nacimiento de una divinidad trágica hace cientos de años. Es al contrario. Es la práctica la que explica la creencia en que aparentemente se sostiene. Primero surge y se satisface la exigencia de sacralizar ciertas conductas, haciéndolas obligatorias y, luego, se inventa un mito que justifica y racionaliza tal imperativo. Los antropólogos llevan toda la vida explicando creencias, pero raras veces han defendido que las creencias expliquen alguna cosa.
A partir de ahí, si se quiere llegar a desvelar el verdadero espíritu de la Navidad lo que tenemos que contemplar es qué cosas hace hacer y luego ver para qué sirven esas cosas, puesto que la obligación que nos imponen no puede responder sólo a la fidelidad mecánica a costumbres absurdas. Entonces, allí donde parecían reiterarse meras tradiciones vacías de contenido, sólo vivificadas artificialmente por la ambición de las grandes empresas comerciales, nos descubrimos involucrados en una red de compromisos sociales, sentimentales, económicos, familiares y de todo tipo -para algunos fastidiosos; entrañables para otros- que vienen a reproducir entre nosotros esquemas de comportamiento que, más allá de contingencias históricas y culturales, constituyen verdaderos universales de toda vida colectiva.
Lo que tenemos es una masa de conductas prescritas en que se articulan de manera ordenada ingredientes tomados de aquí y de allá, de ahora y de entonces. Con tal amalgama como atrezzo y decorado vemos desarrollarse actividades que garantizan distintas labores. Unas son de orden social y consisten en unir o separar segmentos sociales diferenciados. Por un lado, se juega a abolir las distancias de estatus, edad, género o clase, restituyendo una especie de ecúmene universal que imita los orígenes indiferenciados supuestos a toda sociedad. Pensemos en tantas fiestas tradicionales que invitan y hasta fuerzan a salir de casa para beber, bailar y cantar con desconocidos, fiestas de las que la Nochevieja no sería sino una versión ya planetaria. Pero también las navidades son una excusa para que diferentes formas de comunidad restringida -la familia, los vecinos, los amigos, la em-presa- proclamen y refuercen su unidad a través del intercambio de regalos o la reunión en banquetes. Cada una de esas unidades se encierra en sí misma e impone su derecho de admisión a quien no pertenezca al nosotros autocelebrado.
En ese marco festivo encontramos otro tipo de mecanismos, ahora de orden intelectual. Se trata de dispositivos cuyo trabajo es abrir canales a través de los cuales otros mundos se manifiestan en el nuestro. Los operadores de tales contactos son los niños. Seres ambiguos por definición, a medio camino entre la nada de la que proceden y nuestra plenitud vital de adultos, los pequeños devienen mediadores que nos unen con el más allá, al tiempo que de algún modo nos protegen de él. Ellos son la puerta viviente que permite que lo que está y debe estar separado se junte: la noche y el día, el pasado y el presente, lo fantástico y lo cotidiano, lo lejano y lo próximo, la muerte y la vida. Es por y para ellos que se cuelan en nuestros hogares -por la ventana, por la chimenea- seres procedentes de universos paralelos: los Reyes Magos, la Befana, el Tió, Santa Claus, Father Christmas, Papá Noel, el Olentzero, San Nicolás… Son niños quienes, el día del sorteo de Navidad, distribuyen la Gracia y convierten a algunos de nosotros, en efecto, en agraciados. Son ellos también con quienes hablan los muertos, porque ellos mismos están o estuvieron muertos. Ése es el sentido del Día de los Santos Inocentes o del papel que juegan en la cercana Noche de Halloween, por no hablar del lugar que merecen en nuestro imaginario colectivo, desde los cuentos tradicionales a películas de éxito reciente.
Ninguna de esas funciones es exclusiva de nuestra Navidad. Las hallamos en la Hanuká judía, el Kwanzaa afroamericano, el Yule neopagano o el Eat Ramadán musulmán. Hasta en culturas remotas encontraríamos analogías y paralelos: el potlacht de los kwakiutl de la costa del Pacífico de Canadá -ejemplo de dilapidación ritual y ostentatoria de bienes- a las kachinas, muñecas que usaban los niños pueblo, en el actual Nuevo Méjico, para comunicarse con los espíritus de los ancestros. En cuanto a la dimensión comercial de la Navidad, el mercado no hace otra cosa que proveer de objetos el intercambio de dones que los humanos realizan entre sí o con entidades sobrenaturales. El capitalismo excita y parasita exigencias sociales que no ha inventado y que un día, sin duda, le sobrevivirán.
He ahí el verdadero Espíritu de las Navidades, el de las pasadas, el de las presentes y seguro que el de las futuras, aunque haya sido o vaya a ser bajo otros nombres o con otras formas. Porque las sociedades humanas viven de inercias y repeticiones que le sirven para continuar siendo justamente eso, sociedades, formas que los humanos conciben y organizan con el fin de vivir juntos, puesto que se necesitan. Para ello, el ser humano inventa una y otra vez costumbres nuevas, que son siempre las mismas. Todas tienen, en cualquier caso, idéntica misión: hacer que no se olvide que nadie -le guste o no- acaba nunca en sí mismo, sino que continúa en quienes, visibles o invisibles, le rodean.
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