Los
‘negros literarios’ también lloran/ Gregorio Morán
La
Vanguardia |27 de septiembre de 2014
Los
negros literarios deben llorar lágrimas negras. Para quien no esté
familiarizado con la jerga conviene explicarle que se denomina negro a quien
escribe un texto que va a firmar otro que no es él. Probablemente la expresión,
considerada como “políticamente incorrecta” será pronto retirada de la
circulación, y mientras los negros no literarios seguirán muriendo como
esclavos de las mafias blancas tratando de entrar en Europa, los hijos de esos
blancos mafiosos discutirán en sus universidades cómo quitar ese baldón terminológico
de negro aplicado a quienes redactan los discursos de sus padres.
Hay
quien asegura que los negros literarios nacieron con los Dumas, padre e hijo, y
en España con Blasco Ibáñez. Una frivolidad. Los escribientes de discursos,
proclamas y libros, firmados por auténticos prohombres de la patria que no
sabían escribir, son tan viejos como el poder. Dictadores, monarcas, políticos
en ejercicio necesitan un plumilla. Eduardo Aunós, el antaño famosísimo
político de Lleida, influyente ministro de dos dictaduras, firmó libros
múltiples. ¿De verdad el supervalorado Agustí Calvet Gaziel, que se amparó en
su protección durante los años menos felices de su vida, no ejerció de negro de
Aunós? En España quizá nunca se llegó tan lejos como en el caso de Gregorio
Martínez Sierra, autor teatral cotizadísimo que debe toda su obra al negro que
tenía en casa, su señora, María Lejárraga.
Los
negros literarios tienen que llorar y mucho. Ver que otro está diciendo o
firmando tus ideas de una manera torpe cuando no torticera, mientras que has de
sorberte las lágrimas de tu dignidad para no denunciarle por impostor. Varios
de los grandes guiones que interpretó Gary Cooper, un tipo humanamente
despreciable en su mediocridad y su ignorancia, los hicieron quienes serían luego
denunciados por él ante el Comité de McCarthy. ¿Alguien se puede imaginar al
vaquero impasible de Solo ante el peligro convertido, fuera del plató, en un
cobarde capaz de denunciar a sus amigos? Así es el arte de la imagen. La gente
se cree todo lo que le hacen creer, y además paga por ello.
Es
raro que los negros literarios escriban memorias, ni siquiera que se jacten de
sus hazañas. Se les paga bien y el contrato no consiente ningún desliz. He
conocido algunos y los hay muy buenos, capaces de convertir una acémila en un
pozo de sensatez y sabiduría. La gente que escribía en los diarios durante los
años del cólera tenía una clientela munificente que cubría con buenos doblones
su absoluta incapacidad para construir algo similar a una frase con sujeto, verbo
y predicado. De los dos grandes de la época, Carlos Luis Álvarez Cándido y
Raulito del Pozo, hoy gran columnista, “Don Raúl, periodista de raza”, ya no
queda más que él. ¡Qué memorias impagables, si fueran de verdad y no camelo!
El
rasgo más significativo de un negro literario es la discreción, en general no
sólo por razones de contrato firmado sino por cierto pudor ante la desmesura de
la estafa. Cuando Irene Falcón, figura felizmente irrepetible, contó que ella y
su entonces marido Eliseo Bayo -otra gran pluma negrera, pero en este caso dudo
que haya llorado nunca- escribieron “por encargo” la enciclopedia sobre La Vida
Sexual, o algo así, que había firmado el opusdeísta doctor López Ibor, en
cualquier país de lectores y de vida sexual normal habría sido un escándalo.
Aquí no pasó de un chascarrillo entre profesionales de la pluma.
Por
eso tienen valor la aparición de unas modestas memorias del poeta Javier
Salvago (Paradas, Sevilla, 1945) recién editadas por Renacimiento y tituladas
El Purgatorio; al parecer segunda parte de otras anteriores. No es un libro que
recomiende a lectores voraces; está escrito con desgana y aunque el autor sea
poeta, y laureado, reconozco que le desconocía y gracias a él me he enterado
que existe un premio de poesía titulado Rey Juan Carlos, cuyo segunda
convocatoria, en 1984, ganó este caballero. ¡Premio de poesía Rey Juan Carlos
me parece una invención valleinclanesca que por autocensura no voy a
desmenuzar! Incluso digo más. Yo, un premio de poesía de tal calibre, no lo leería
ni por prescripción facultativa. Y tenía entonces un jurado de excepción en el
ambiente de comedero que tienen todos los premios literarios, no digamos ya los
poéticos con derecho a medio millón de pesetas de la época: Rafael Conte, que
en gloria esté y allí siga; Luis Antonio de Villena, sobre el que sería tan
fácil ensañarse que no lo voy a hacer, y Luis García Montero, de profesión sus
labores. (La naturaleza del autor de estas memorias, Javier Salvago, se retrata
en el disgusto por haber sido desdeñado: al primer premiado del Poesía Rey Juan
Carlos, un tal Ripoll, le invitaron al sarao anual que celebraban sus
Majestades para dar de abrevar por una tarde al mundo de las Letras español.
Con él no lo hicieron. No le invitaron. Pobre. Qué decepción no ver el Palacio
Real por dentro y en día de gala y candelabros, rodeado de la flor y nata de la
intelectualidad, como en el chotis).
Pero
estas humildes memorias de Javier Salvago tienen no obstante páginas
conmovedoras en sus descripciones de personajes de los ahora denominados
mediáticos. Desde Isabel Pantoja, Encarna Sánchez, Iñaki Gabilondo… “Las
estrellas de la comunicación, dice, los más famosos, los que más ganan, no
suelen ser gente de una gran formación, pero sí de un gran carisma”. Ya sé que
lo de la “gran formación” daría motivo para el escarnio. Carmen Sevilla,
carismática donde las haya, felicitó a un niño al que premiaron con una
bicicleta, aunque aseguró que era tetrapléjico: “¡Qué profesión más bonita!”.
Javier
Salvago fue probablemente el más eficaz y brillante de los negros que tuvo
Jesús Quintero, El Loco de la Colina, después de Raúl del Pozo, Félix Machuca,
Juan Teba y Juan Cobos Wilkins. Es decir, que aquel fantasma que decía ante una
audiencia encandilada: “Te ofrezco un sueño. No me preguntes si es peligroso.
Cruza la frontera y no me preguntes si es prudente. No me preguntes si es
correcto. Ven y no me preguntes donde conduce ni para qué sirve. No me
preguntes si es moral o inmoral… No lo sé. Sólo sé que es hermoso”. Frases que
dejaban a la audiencia encandilada, no eran de El Loco de la Colina, como
creían todos los sensibles ante aquel pedazo de lírico, sino de Javier Salvago,
que a diferencia del teatro, donde hay un autor y unos actores, aquí recitaba
un fantasma “con carisma”.
Admirador
tardío de Gil de Biedma, con problemas de alcoholismo, ludopatía y otras
inclinaciones que no quedan muy claras, ni falta que hace, en sus memorias,
Javier Salvago representa esa porción de escritores, de poetas, para quienes la
victoria del PSOE en 1982 llenó de entusiasmo, hasta el punto de escribir
cartas a Alfonso Guerra, vicepresidente a la sazón, solicitando ayuda. Así, al
estilo de lo que se hacía con el duque de Lerma o de Olivares, lo que
transforma sus análisis, no exentos de verosimilitud, en una cuestionable
frustración por no adscribirse al ejército de paniaguados del Gobierno.
“González acabó con nuestros sueños de juventud… Felipe nos hizo viejos,
interesados y mezquinos”. Quizá sí, pero reconozcamos que algunos tenían una
cierta predisposición a dejar de ser viejos, interesados y mezquinos si les
daban un carguito que mantuviera “nuestros sueños de juventud”.
El
poeta Salvago no tuvo suerte y se quedó en negro literario de El Loco de la
Colina, un tipo con tanta jeta como carisma, un Leo que hacía honor a su
horóscopo mientras declamaba lo que el bardo Javier Salvago le había escrito
con notable eficacia expresiva: “Te aseguro que cuando hablo de soledad, de
depresión, de incomprensión, de angustia, de dolor o de miedo, no hablo de
oídas. Por suerte o por desgracia, sé lo que estoy diciendo, porque todo eso y
más le he padecido yo en carne propia…”. ¡Ay, el carisma, cuántas tonterías
grandilocuentes se han perpetrado en tu nombre!
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