Lo
que pudo haber sido y no fue/Sergio Ramírez
El
País | 28 de septiembre de 2014
El
segundo período del presidente Obama se acerca ya a su ocaso, y ha llegado la
hora de preguntarse si su figura no quedará en la historia envuelta más bien en
un halo trágico. El sentimiento de tragedia también es no pocas veces fruto de
la frustración de quienes, desde la platea, albergaban la esperanza de ver al
héroe alumbrado por los fulgores de la gloria y tienen que despedirse de él en
silencio, o con aplausos desganados. La nostalgia de lo que pudo haber sido y
no fue.
En
El mayordomo, una película tan lacrimógena, Forest Whitaker interpreta al
sirviente negro que ha estado junto a varios presidentes a través de las
décadas, poniendo la mesa en silencio y cepillando trajes. Una de las escenas
lo muestra auxiliando a Lyndon Johnson, a quien vemos a través de la puerta
entreabierta del retrete mientras puja con los pantalones abajo, víctima de
estreñimiento crónico. Y en otra, el mayordomo, ya anciano, ve con los ojos
llenos de lágrimas por la televisión la ceremonia en que Obama es juramentado.
Es su propia reivindicación.
He
ahí el gran contraste, de donde nace la fábula posible: el primer presidente
negro de la nación más poderosa del mundo. Antes, en el reparto de papeles, a los
negros les tocaba servir de mayordomos del poder, o llorar la muerte de sus
benefactores, de Abraham Lincoln, el ícono de la liberación de los esclavos, a
Franklin Delano Roosevelt, como en esa imagen clásica del fotógrafo Ed Clark,
el soldado negro que toca bañado en lágrimas la tonada Goin’home en su
acordeón, al paso del féretro del presidente.
El
laureado director de documentales Michael Moore, ha dicho hace poco que Obama
“tan solo será recordado por ser el primer presidente negro de Estados Unidos”.
Moore, cada vez más un demagogo, a lo mejor está en lo cierto. Pero quizás más
que debido a su propia culpa, el fracaso del presidente esté siendo determinado
por los anticuerpos que el poderoso establecimiento conservador generó ante su
llegada a la Casa Blanca, precisamente por ser negro.
Obama
hizo una entrada triunfal bajo los reflectores y pareció que sería capaz de dar
un vuelco a la historia, no sólo porque muchos prejuicios quedaban atrás, y
parecían imponerse por fin los fueros de una sociedad democrática e
igualitaria, compuesta de manera tan diversa como la de Estados Unidos; sino
también por su propuesta de tintes libertarios y liberadores, que iba desde las
políticas de migración a la justicia social, y al cierre definitivo de la
prisión de Guantánamo en busca de restituir el respeto a los derechos humanos.
Pronto
la retórica brillante del presidente, y sus frases para recordar, fueron
distanciándose sin remedio de la realidad, en medio de una feroz y enconada
batalla doméstica donde la misión primordial del partido republicano, en manos
de la facción fundamentalista del Tea Party, fue entorpecer todo lo que Obama
hiciera y propusiera. Desde las tramoyas de esta conspiración concertada, llegó
siempre un inconfundible aunque disimulado olor a racismo.
Quizás
su buena voluntad lo llevó a entrar con pie falso en el escenario, porque, al
principio de su primer mandato, cuando tuvo la oportunidad de tomar iniciativas
por su cuenta y llevar adelante los puntos esenciales de su programa de
cambios, insistió con terquedad en que no actuaría si no era por consenso, y
con el apoyo republicano. Perdió tiempo, llegó al final del primer período,
recibió el beneficio de la duda de parte de los electores, pero después de ser
electo de nuevo siguió empantanado.
Y
empantanado quedó también en la escena internacional, la más compleja que el
mundo ha vivido en la historia reciente, del tradicional conflicto de Estados
Unidos con Irán al siempre renovado enfrentamiento entre Israel y Palestina,
las primaveras árabes que terminaron otra vez en dictaduras, o en anarquía,
como en Libia, la guerra de múltiples fuerzas en disputa en Siria, la trampa
mortal que siempre ha sido Afganistán, el avance ruso hacia sus viejas
fronteras imperiales en Ucrania, de por medio el cinismo sin miramientos de
Putin, que no deja de poner nunca su cara impasible de jugador de póquer.
Y
ahora, el Califato islámico repartido entre Irak y Siria, que se presenta como
la peor de las pesadillas, llena de confusiones y atrocidades como todas las
pesadillas que quitan el sueño. Esta guerra de los drones contra los yihadistas
seguramente tuvo que haberla peleado cualquier presidente de Estados Unidos;
pero no será una cruzada capaz de hacer reverdecer sus laureles.
Nada
extraño que un presidente de Estados Unidos le herede a otro una guerra; pero
Obama andará ese camino final a tropiezos, con los focos de los reflectores
apagados, siempre bajo el acecho intransigente y feroz de los fundamentalistas
domésticos que nunca quisieron haberlo visto en la Casa Blanca.
Ahora
en las fotos aparece como un hombre viejo, encanecido bajo el agobio de las
frustraciones, tan lejos ya de la música de fiesta que acompañó su entrada a la
gloria de aquel reino de Camelot, mientras música y reino se desvanecen en el
aire cargado de infortunios.
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