La
religión climática/Guy Sorman
ABC
| 28 de septiembre de 2014.
El
mundo sufre una devastación: Oriente Próximo se desangra por el terrorismo y
África Occidental por el ébola, la guerra civil perdura en Congo, los chinos
están aplastando a los tibetanos y a los uigures, y un tercio de la Humanidad
malvive por debajo del umbral de pobreza. De forma apresurada, esta semana que
termina, doscientos jefes de Estado y de Gobierno, escoltados por ministros,
asesores y cortesanos, no han parado de reunirse en Nueva York, bajo la cúpula
de Naciones Unidas, lo más cercano a un Gobierno mundial y, si creemos a la
Carta, al reino de la sabiduría. Pero en esta asamblea no se dedicó un solo
momento al tema de Siria, Tíbet o Congo. Toda la sesión estuvo dedicada a la
lucha contra… el cambio climático, que preocupa enormemente, no nos cabe
ninguna duda, a los sirios decapitados, a los congoleños ametrallados, a los
tibetanos encarcelados y a todos los hambrientos de la Tierra.
El
cambio climático solo atormenta a los hombres de Estado. Durante toda esta
semana, Manhattan se vio perturbado por las manifestaciones contrarias al
cambio climático. Algunos grupúsculos que no hace mucho habrían sido
trotskistas o anarquistas ocuparon Wall Street para insultar a los capitalistas
que, como es bien sabido, calientan la atmósfera. En los barrios más elegantes,
junto a Central Park, se vio a un ministro de Asuntos Exteriores francés cogido
del brazo de Leonardo DiCaprio, andando juntos para «salvar el clima». Salvar
el clima: esta expresión carente de significado adornaba las camisetas y las
banderolas. El secretario general de la ONU ofreció su respaldo a los
insurrectos de Wall Street y se felicitó públicamente por que la «sociedad
civil» apoye a las élites políticas.
Entendámonos:
no se trata aquí de entrar en la disputa sobre la realidad del calentamiento
climático (los políticos prudentes prefieren ahora hablar de cambio más que de
calentamiento), sino de reflexionar sobre esta extraña unanimidad ideológica. Y
es que tenemos, por una parte, un debate sobre el clima; y por otra parte, una
ideología climática, y las dos cosas solo coinciden parcialmente.
Los
climatólogos avezados consideran que la Tierra se calienta, lentamente, pero no
se ponen de acuerdo sobre el inicio de este calentamiento. ¿Será desde que se
mide, en la década de 1970, o desde el comienzo de la revolución industrial? No
se sabe, porque hasta hace no mucho las mediciones y los instrumentos de medida
no eran tan precisos como lo son ahora. Si bien se ha aceptado la tendencia al
calentamiento, no existe ninguna unanimidad ni en cuanto a la velocidad, ni a
las consecuencias ni a las causas. En el día a día, nada es medible, porque un
caluroso día de verano no quiere decir nada y un tsunami devastador pone de
manifiesto, sobre todo, que los pueblos pobres viven en zonas que hasta hace
poco se consideraban inhabitables. Si nos concentramos en las causas, en
general se señala como culpable al dióxido de carbono, principalmente porque se
pueden medir sus emisiones. Otros factores, como el metano (no vamos a poner en
duda a las vacas y a los arrozales) o las manchas sobre el sol, no forman parte
del debate público. El dióxido de carbono es culpable porque es medible, y
además porque su producción está relacionada con la historia de la industria,
del capitalismo y del progreso material. El dióxido de carbono es el elemento
perfecto que ha permitido la transición de la ciencia climática a la ideología
climática. Esta ideología resulta muy atractiva porque no aparece como una
ideología, sino como una ciencia. Sirva como recordatorio que Karl Marx, en su
época, consideraba que «su» socialismo era científico. Los climatistas de hoy
son como los marxistas de ayer: se apoyan en una pseudociencia y odian el
capitalismo que calienta. Al igual que los marxistas, no aceptan ningún debate,
porque dudar no sería una postura científica. Al Gore, el gurú del movimiento,
tilda de negacionistas a los que dudan; según los climatistas, un escéptico es
casi un nazi.
¿A
qué se debe el éxito de la ideología climática? ¿A la urgencia de la amenaza?
En realidad, ningún gobierno ha adoptado ninguna medida concreta. El climatismo
se impone más bien porque es una creencia de recambio. Los que creían en Dios
creen ahora en el poder redentor de la selva amazónica y de los molinos de
viento. Los que creían en la Gran Noche bolchevique, y a la que tuvieron que
renunciar tras la caída del Muro de Berlín, han recobrado la esperanza de
derrotar al capitalismo por otros medios. Contra este deseo de creer, no se escucha
ninguna crítica. Es la razón por la cual los políticos se han unido a la ola
verde en vez de resistirse a ella; es más cómodo y no compromete a nada. Mejor
aún, para el hombre de Estado contemporáneo, desamparado frente a la economía
globalizada y el individualismo de los ciudadanos, el climatismo es una causa
novedosa y buena. Los estados, en la lucha contra el cambio climático,
encuentran una razón de ser, y, por añadidura, en el bando de los ángeles.
¿Exageramos? Apenas. Si los dirigentes políticos quisiesen verdaderamente
controlar, no ya el clima, lo que no tiene ningún sentido, pero sí al menos la
producción de dióxido de carbono –aunque solo fuese por precaución–, existen
soluciones técnicas relativamente sencillas, como el recurso sistemático a la
energía nuclear y la imposición de un gravamen mundial sobre el carbono. Pero a
los climatistas no les interesan las soluciones concretas, lo que les importa
es cuestionar el orden existente, desfilar y estar del lado del Bien.
Por
lo tanto, el climatismo tiene un buen futuro; en cuanto al clima real, no lo
sabemos. Todos estaremos muertos antes de que, de aquí a un siglo, un
termómetro emita su veredicto y divida a los creyentes y a los escépticos.
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