La
vida sin cuerpo/ Jordi Soler
El
País |27 de septiembre de 2014¿
En
su viaje poético entre la carne y el espíritu, Jaime Gil de Biedma llegó a una
interesante ecuación a la hora de jerarquizar los elementos del amor: “Que sus
misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que
se leen”. La idea no es original pero es bellísima, y tiene que ver con esa
otra idea de raigambre presocrática que dice que el cuerpo también piensa, que
el pensamiento tiene una dimensión física y que dividirnos en cuerpo y alma es
una arbitrariedad pues somos, en realidad, una unidad que siente y piensa y
que, abusando de los versos del poeta, el cuerpo es el libro en que se leen, no
solo los misterios del amor, sino cualquier capítulo de la historia personal de
cada uno.
La
idea no es original, como digo, hasta el gran Bob Dylan la dice, a su manera,
en una de sus canciones: “Si no crees que este dulce paraíso tiene un precio,
recuérdame que te enseñe mis cicatrices”. Pensando en esto, y en aquel momento
de la leyenda de Edipo Rey, que está en la misma frecuencia de la canción de
Dylan, en que los personajes confirman su identidad observando las cicatrices
de su cuerpo (Edipo quiere decir, en griego, “que tiene los tobillos
perforados”), asistí antes de la pausa del verano a la Copa Barcelona, un
torneo infantil de baloncesto en el que jugaba un equipo mexicano, de Oaxaca,
contra uno francés, de Toulouse. Era un partido internacional, que jugaban
niños de doce y trece años, en un polideportivo junto al mar, que tenía la
particularidad de que la mayoría de los mexicanos jugaban sin zapatos,
descalzos, frente a los niños franceses que iban equipados con unas Nike,
diseñadas por especialistas en la dinámica del pie humano, específicamente para
jugar al baloncesto. Contra todo pronóstico los niños del equipo mexicano
ganaron el partido. ¿Cuál es el valor de ese calzado ultra sofisticado,
diseñado específicamente para jugar al baloncesto, si te gana el partido un
equipo de niños descalzos? Entre el pie descalzo de un equipo y el Nike del
otro, hay un recorrido en el que deberíamos reflexionar: de tanto perfeccionar
el zapato nos hemos olvidado del pie.
Los
niños mexicanos pertenecen a una comunidad paupérrima de Oaxaca, son un equipo
que gana todos los torneos internacionales, incluso en Estados Unidos que es la
cuna del baloncesto, y van descalzos porque así aprendieron a jugar, los
zapatos son un estorbo para ellos, son una prótesis que les resta velocidad,
elasticidad y agarre en el momento de disputarse la pelota.
Esto
no es, desde luego, una invitación a que nos quitemos los zapatos y nos echemos
a andar descalzos por el mundo, más bien se trata de ver, en esos pies
descalzos, lo que hemos perdido de vista al entregarnos al aditamento que nos
facilita la vida, porque además resulta que, según han comprobado los
especialistas en la materia, el confort que provee el calzado deportivo, no
necesariamente colabora con los músculos y las articulaciones que están,
naturalmente, hechos a la medida, a los movimientos y a los apoyos del pie
descalzo.
Para
poder llevar esta reflexión hasta el punto que desde esta línea veo todavía a
lo lejos, estoy pasando por alto la gran enseñanza, muy estimulante para estos
tiempos de crisis, que nos han regalado estos niños de Oaxaca, y es tan grande
que no me queda más remedio que anotarla, antes de regresar a la reflexión
oblicua, que es el verdadero objetivo de estos párrafos: estos niños
paupérrimos, que estaban condenados a vivir en una de las zonas más pobres de
Latinoamérica (con unos índices de pobreza que un europeo no puede, siquiera,
imaginar) sin más armas que su esfuerzo y su deseo de salir adelante, han
conseguido revertir el destino de generaciones y generaciones de niños,
convirtiéndose en campeones internacionales de baloncesto. La decisión y la
fortaleza de carácter de estos niños están representadas en sus pies descalzos;
a pesar de que juegan todo el tiempo en canchas profesionales, no renuncian a
su forma de ser, a su identidad, a su esencia y esto es, seguramente, uno de
los fundamentos de su éxito.
Ahora
regreso a la reflexión oblicua, a la cicatrices de Dylan y el rey Edipo, ¿cuál
es el valor de ese calzado ultra sofisticado, diseñado específicamente para
jugar al baloncesto, si te gana el partido un equipo de niños descalzos?,
preguntaba más arriba, pensando en la serie de aditamentos que nos impone el
mundo contemporáneo y que usamos quizá solo porque están ahí, no porque los
necesitemos.
Cuando
se escribe a mano se dejan en la hoja de papel un montón de elementos muy
valiosos como, por ejemplo, la calidad del trazo, las dudas que ha tenido quién
escribe, los pasos atrás, las correcciones, la forma en que va avanzando por la
página el flujo de palabras y el dibujo final de la hoja completamente escrita;
todos estos elementos nos hablan de la persona que escribe, son un relato paralelo
de lo que el escritor nos va contando, y todo esto se pierde cuando se escribe
directamente en el ordenador, que de inmediato establece un orden aparente en
la pantalla, un texto cuya limpieza visual no siempre se corresponde con la
calidad de lo que está escrito, y en cambio, cuando se escribe a mano, se tiene
el efecto contrario: el desorden visual de la escritura en la hoja de papel,
nos obliga a redoblar la atención sobre lo que se está diciendo.
Pero
en el siglo XXI se escribe así, a través de un vehículo que nos uniforma, nos
quita los rasgos distintivos, e inconfundibles, de la escritura de cada quién;
nuestro teclado equivale a las Adidas que los niños de Oaxaca no se han querido
poner, y si pensamos que la enorme mayoría de las comunicaciones interpersonales
se hacen hoy desde un teclado (mail, SMS, whatsapp, hangouts, twitter y un
largo etcétera), podremos hacernos una idea de todo lo que del otro nos
perdemos, todo un flanco de la expresión escrita, ha sido amputado de la
sociedad en favor de la expansión de las nuevas tecnologías.
Esta
nueva vía de comunicación no ofrece matices, es demasiado transparente:
transmite ideas desnudas sin los velos que ofrece el cuerpo que las dice y, por
esto, empobrece las conversaciones; quien se comunica por chat, o por SMS,
prescinde de eso que, cuando uno habla con otra persona dice también el cuerpo
o, en su caso, dice la carta escrita a mano, que lleva en su caligrafía el
rastro, el fantasma, la impronta de quien la ha escrito.
Los
ordenadores y los teléfonos que sirven para facilitar la comunicación entre las
personas, también nos simplifican esa comunicación, le restan complejidad y
misterio, liman las rugosidades y lo que queda es un intercambio liso de
palabras; se trata, desde luego, de un intercambio preciso y eficaz, pero sin
temperatura, demasiado expuesto, sin rastro, sin cicatriz, sin cuerpo. “Lo
bello no es ni la envoltura ni el objeto encubierto, sino el objeto en su
velo”, escribió Walter Benjamin.
¿Prescindimos
de ordenadores y teléfonos y nos quitamos los zapatos? Por supuesto que no, el
teléfono inteligente y las tabletas son un milagro del cual sería insensato
prescindir, pero deberíamos evitar que estos aparatos borren la evolución
objetual que los precede, que el teclado no sepulte al lápiz ni el zapato al
pie descalzo, hay que dejar un rastro que no se borre con un apagón
tecnológico, hay que despojarse de los aditamentos y coleccionar cicatrices,
hay que matizar el nuevo platonismo, la vida sin cuerpo que nos impone la
tecnología, y convertirnos en ese libro que proponen, al principio de estas
líneas, los versos del poeta: el cuerpo en donde el otro pueda leer nuestros
misterios.
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