El
cuarto de los niños/Gustavo Martín Garzo es escritor.
Publicado en El
País | 13 de septiembre de 2014
Corre
el año de 1348 y una terrible epidemia de peste asuela la ciudad de Florencia.
Los muertos son tan numerosos que apenas da tiempo a enterrarlos. Se abren
fosas comunes, se aprovechan los ataúdes para meter varios cuerpos a la vez,
las ceremonias religiosas se multiplican inútilmente y el horror invade las
calles y la vida cotidiana de la gente. Florencia pierde la mitad de su
población y la sospecha de que la epidemia es un castigo de Dios por la
iniquidad de los hombres, vuelve aún más lúgubre la atmósfera de desolación que
rodea a los que sobreviven.
Pasan
los meses y, paradójicamente, los efectos de la peste resultan vivificadores
para el conjunto de la ciudad. La Iglesia pierde parte de su prestigio y la
disminución de la población y la ruina de las familias importantes crea nuevas
oportunidades a la clase baja. La demanda de todo tipo de servicios contribuye
al crecimiento de banqueros, mercaderes y artesanos hábiles, por lo que en poco
tiempo la ciudad se transforma en un hervidero de vida. Esta es la Florencia en
que vive Boccaccio cuando escribe El Decamerón. Han pasado dos años desde el
final de la peste y todo anuncia el surgimiento de una nueva concepción de la
vida, que rechaza la primacía de lo religioso. El tema central de El Decamerón
será lo humano. No lo humano idealizado, reflejo de un orden superior, sino el
ser humano real, con sus virtudes y defectos. Y, por encima de todo, el hombre
animado por el deseo.
Pero
vayamos al comienzo del libro. Tras la descripción de la peste, Boccaccio nos
cuenta cómo un grupo de jóvenes damas coincide en una iglesia. Son siete, y
deciden dirigirse a alguna de sus posesiones campestres a fin de huir del
horror que las rodea. Tres apuestos varones se ofrecen a acompañarlas, y juntos
abandonan la ciudad maldita para refugiarse en una villa de las afueras. Se
preguntan entonces qué harán con su tiempo, y deciden contarse historias.
Llegan a un acuerdo, cada día uno de ellos será el rey o la reina de los otros
y les encargará el tema sobre el que deben versar sus relatos.
El
cuento de nunca acabar, así llamó Carmen Martín Gaite al cuento de la vida.
Pero si lo que importa es esa rueda de los cuentos, ¿por qué Boccaccio elige el
marco tenebroso de una peste para ponerla en marcha? Algo así sucede en Las mil
y una noches, donde Sherezade cuenta sus historias en la alcoba del ogro. “La
muerte es la mayor aventura”, exclama Peter Pan en la novela de J. M. Barrie.
Orfeo desciende al submundo para recuperar a su amada Eurídice, y a cambio tiene
que renunciar a mirarla y a hablar con ella. Conocemos el relato de Orfeo, pero
¿cómo habría sido el de Eurídice? ¿Como hablarían los muertos de lo que
encuentran si pudieran regresar al mundo? ¿Cómo hablarían de todo aquello que
ya nunca podrá ser suyo: los lechos de sus amantes, la compañía de los
animales, el amor de los niños? ¿Qué importancia tendrían para ellos los
pequeños o grandes dramas de la vida si a cambio pudieran participar en ellos?
“Jamás renunciaría a la locura de este mundo, —escribe Faulkner— a pesar de su
infinita tristeza”. Es lo que hacen todos los grandes narradores: mirar el
mundo con los ojos de los muertos.
Chesterton
escribió que las dos cárceles que amenazan la libertad de los hombres son la
cárcel del puritanismo y la cárcel del pesimismo, y El Decamerón logra escapar
de las dos y, como el cuarto de los niños, “guarda goces que el puritano no
puede prohibir ni el pesimista negar”. El mundo del relato sustituye al paraíso
y nos lo recuerda. Hay al final de Otelo un momento extraordinario. Desdémona,
consciente de que no logrará convencer a Otelo de su inocencia, le pide que al
menos la regale esa noche. “Por favor, le dice, mátame mañana”. Ese tiempo
robado a la muerte es el tiempo del relato. Tendrás una nueva historia, le dice
Sherezade al sultán, si me concedes un día más. Ese tiempo se confunde con el
que nuestras bellas damas y sus dispuestos caballeros tratan de ganar con sus
historias. Estamos en el mundo de Sherezade, donde contar es pedir a la vida un
día más. Contar para seguir en el mundo contemplando su locura y su belleza.
El
libro de Boccaccio fue prohibido por la Iglesia, pero conoció un inmediato e
inmenso éxito popular. Uno de sus cuentos más encantadores narra la historia
del encuentro de dos amantes muy jóvenes. Se han enamorado y ella, que no sabe
cómo librarse de la vigilancia de sus padres, finge pasar mucho calor en su
alcoba durante las noches y logra que le dejen dormir en la terraza, donde el
aire es más fresco y donde podrá disfrutar del canto del ruiseñor. Será allí
donde se reúna con su enamorado. Mas una noche, tras el repetido goce, la
parejita se queda dormida y el padre de ella les descubre al amanecer en el
lecho. Ambos están desnudos y ella tiene en su mano el sexo de su amigo. El
hombre corre a buscar a su esposa y le dice que se levante de prisa y que vaya
a ver cómo su hija ha cogido y tiene en su mano el ruiseñor que tanto le
gustaba. Los dos deciden hacer la vista gorda y limitarse a casarles. El sexo
en esta historia es visto como un deseo natural que no cabe aplazar, y a cuya
gozosa ley hay que rendirse. Devuelve a la naturaleza a los jóvenes amantes,
les pone en contacto con las otras criaturas del mundo, transforma la terraza
en que duermen en ese “cuarto de los niños” al que se refiere Chesterton.
El
Decamerón está compuesto por 100 relatos. Sus argumentos no son por lo general
invención de Boccaccio; de hecho, se basan en fuentes italianas más antiguas o,
en ocasiones, en fuentes francesas o latinas. En realidad, casi todos los
relatos giran sobre el deseo sexual y sobre cómo arreglárselas para
satisfacerle. No hay en ello atisbo de culpa, pues hombres y mujeres no hacen
sino servir a la naturaleza, que es quien pone en ellos los deseos que deben
satisfacer, por lo que el mal nunca está en el sexo en sí sino en quienes lo
pervierten con sus prejuicios, su hipocresía o sus intereses. Todo esto queda
claro en la historia más bella del libro: la historia de la desdichada
Lisabetta. Sus hermanos matan a su joven amante, pero este le revela en un sueño
donde está su cuerpo y ella, tras desenterrarlo, toma su cabeza y la esconde en
un tiesto de albahaca que cuida en su cuarto. La albahaca florece llena de
hermosura gracias a las lágrimas de la infeliz amante, lo que hace sospechar a
los hermanos que, al descubrir su secreto, harán desaparecer la cabeza para
evitar que pueda descubrirse su crimen, lo que termina causando la muerte a la
pobre muchacha.
No
hay separación entre el hombre y el mundo natural, nos dice este bello cuento.
El cuerpo amado vuelve a la tierra de donde regresa transformado en una
albahaca. Estamos en el reino de las metamorfosis, cantado por Ovidio, donde
los cuerpos se transforman en árboles, ríos o constelaciones, siguiendo la
leyes eternas de las correspondencias. Y no importa lo triste que sea el final
del cuento, lo que quedará en nuestra memoria es la imagen de esa albahaca
floreciendo en el balcón de la muchacha. Nada puede agotar el mundo del deseo y
el de la belleza. Una albahaca nos dice que el amor es fuerte como la muerte; y
el canto de un ruiseñor, que no se puede causar daño o perjuicio a las cosas
hermosas del mundo. Cosas así podemos leer en este libro admirable.
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