La revolución del cambio climático/Jeffrey D. Sachs, catedrático de Economía y director del Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia.
Tomado de EL PAÍS, 28/02/2007);
El mundo se encuentra en medio de una gran transformación política y el cambio climático ha pasado a ocupar el centro de la actualidad nacional e internacional. Los políticos que insisten en negar la necesidad de actuar, como el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, el primer ministro australiano, John Howard, y el primer ministro canadiense, Stephen Harper, no tienen ya dónde esconderse. Los datos científicos están claros, los cambios provocados por el hombre en el clima están empezando a sentirse y en el electorado hay una exigencia creciente de que se lleve a cabo algún tipo de acción. Hoy tiene bastantes oportunidades de producirse algo que hace sólo pocos meses parecía poco probable: que de aquí a 2010 se llegue a un sólido acuerdo mundial, capaz de fijar el rumbo de actuación para varios decenios.
Los dirigentes políticos de los países que producen carbón, petróleo y gas -como Estados Unidos, Australia y Canadá- han pretendido convencernos de que el cambio climático no es más que una mera hipótesis. Durante varios años, el Gobierno de Bush intentó ocultar los datos al público: eliminó de los documentos oficiales las referencias al clima creado por el hombre e incluso trató de borrar declaraciones de importantes científicos del Gobierno. Hasta hace poco, ExxonMobil y otras compañías pagaban a profesionales de grupos de presión para que intentaran distorsionar el debate público.
Sin embargo, la verdad ha triunfado sobre las maniobras políticas. El propio clima está encargándose de transmitir un mensaje lleno de fuerza y, a menudo, devastador. El huracán Katrina mostró a los estadounidenses que el calentamiento global seguramente va a aumentar la intensidad de las tormentas. Igual que la gran sequía sufrida por Australia este último año ha dejado en ridículo la actitud despreciativa de Howard hacia el cambio climático.
Los científicos se han tomado con mucha seriedad el objetivo de educar al público. Podemos agradecérselo a Naciones Unidas. La ONU auspicia el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (PICC), un organismo internacional en el que figuran cientos de especialistas en climatología que, cada pocos años, informan a la opinión pública sobre la ciencia del cambio climático.
Este año, el PICC publica su cuarta serie de informes, empezando por el que dieron a conocer a principios de febrero. La conclusión era inequívoca: en la comunidad científica existe el consenso de que la actividad humana, sobre todo la utilización de combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas) -además de la deforestación y otros usos de la tierra (como la extensión de los arrozales)- genera enormes emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera, con la consecuencia de un cambio climático que está acelerándose y que representa graves riesgos para el planeta.
La mayor amenaza es la derivada de la producción y el consumo de energía para electricidad, transporte, calefacción y refrigeración de edificios. Pero los científicos e ingenieros de todo el mundo, y empresas líderes en tecnología como General Electric, también están mandando un mensaje muy claro: podemos resolver el problema con costes moderados si aplicamos nuestra máxima capacidad de reflexionar y actuar a la búsqueda de soluciones reales.
Si recurrimos a fuentes de energía alternativas, ahorramos consumo energético y capturamos y almacenamos de forma segura el dióxido de carbono producido por los combustibles fósiles, la sociedad podrá limitar sus emisiones de dióxido de carbono a unos niveles prudentes con un coste, se calcula, inferior al 1% de la renta mundial. El paso a un sistema de energía sostenible no será rápido y necesitará nuevos tipos de centrales eléctricas, nuevos tipos de automóviles y “edificios verdes”, capaces de ahorrar consumo energético.
El proceso tardará muchos años, pero debemos empezar ya y actuar a escala mundial, mediante la implantación de impuestos sobre el carbono y licencias de emisión para crear incentivos de mercado que animen a las empresas y los individuos a hacer los cambios necesarios. Los incentivos tendrán un coste moderado y unos beneficios inmensos, y pueden diseñarse de tal forma que los pobres queden protegidos y los que carguen con el peso del cambio climático sean los que pueden permitírselo.
Es posible establecer un calendario razonable. Hacia finales de 2007, todos los gobiernos del mundo deberían entablar negociaciones sobre un sistema para abordar el cambio climático que entre en vigor cuando expire el Protocolo de Kioto, a partir de 2012. A lo largo de 2008 deberían fijarse unos principios básicos y en 2009 la comunidad mundial -incluidos los dos mayores productores de dióxido de carbono, Estados Unidos y China- debería estar dispuesta a firmar un acuerdo serio que tendría que estar firmado en 2010 y ratificado a tiempo de sustituir a Kioto.
El Protocolo de Kioto fue el primer intento de crear un sistema de ese tipo, pero sólo afectaba a los países ricos y sus objetivos eran muy modestos. Ni siquiera lo firmó el país más rico y máximo contribuyente al cambio climático mundial, Estados Unidos. Tampoco lo hizo Australia. Canadá firmó pero no ha hecho nada. Otros grandes consumidores de energía, China e India, que deberían formar parte de cualquier solución sustancial, no han hecho frente tampoco a sus responsabilidades en virtud del acuerdo de Kioto.
Todo eso tendrá que cambiar. Todos los países tendrán que asumir su parte de responsabilidad respecto al mundo y las futuras generaciones.
Existe ya una manera de que tanto los individuos como las empresas puedan hacer oír su voz. El Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia, que dirijo, ha acogido una Mesa Redonda Mundial formada por grandes empresas, grupos ecologistas y otras organizaciones internacionales para llegar a un acuerdo que esté presente en las futuras negociaciones. El resultado de la Mesa Redonda fue una importante Declaración de Principios y otra declaración general firmada por gran parte de las mayores empresas del planeta, con sedes en Estados Unidos, Europa, Canadá, China e India. También la han firmado muchos de los principales científicos del mundo.
El cambio climático mundial exige decisiones de alcance mundial, e iniciativas como la citada Declaración muestran que podemos encontrar áreas de consenso para emprender acciones enérgicas. Ha llegado el momento de que los políticos que hasta ahora seguían negándose se unan a ese esfuerzo.
Los dirigentes políticos de los países que producen carbón, petróleo y gas -como Estados Unidos, Australia y Canadá- han pretendido convencernos de que el cambio climático no es más que una mera hipótesis. Durante varios años, el Gobierno de Bush intentó ocultar los datos al público: eliminó de los documentos oficiales las referencias al clima creado por el hombre e incluso trató de borrar declaraciones de importantes científicos del Gobierno. Hasta hace poco, ExxonMobil y otras compañías pagaban a profesionales de grupos de presión para que intentaran distorsionar el debate público.
Sin embargo, la verdad ha triunfado sobre las maniobras políticas. El propio clima está encargándose de transmitir un mensaje lleno de fuerza y, a menudo, devastador. El huracán Katrina mostró a los estadounidenses que el calentamiento global seguramente va a aumentar la intensidad de las tormentas. Igual que la gran sequía sufrida por Australia este último año ha dejado en ridículo la actitud despreciativa de Howard hacia el cambio climático.
Los científicos se han tomado con mucha seriedad el objetivo de educar al público. Podemos agradecérselo a Naciones Unidas. La ONU auspicia el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (PICC), un organismo internacional en el que figuran cientos de especialistas en climatología que, cada pocos años, informan a la opinión pública sobre la ciencia del cambio climático.
Este año, el PICC publica su cuarta serie de informes, empezando por el que dieron a conocer a principios de febrero. La conclusión era inequívoca: en la comunidad científica existe el consenso de que la actividad humana, sobre todo la utilización de combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas) -además de la deforestación y otros usos de la tierra (como la extensión de los arrozales)- genera enormes emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera, con la consecuencia de un cambio climático que está acelerándose y que representa graves riesgos para el planeta.
La mayor amenaza es la derivada de la producción y el consumo de energía para electricidad, transporte, calefacción y refrigeración de edificios. Pero los científicos e ingenieros de todo el mundo, y empresas líderes en tecnología como General Electric, también están mandando un mensaje muy claro: podemos resolver el problema con costes moderados si aplicamos nuestra máxima capacidad de reflexionar y actuar a la búsqueda de soluciones reales.
Si recurrimos a fuentes de energía alternativas, ahorramos consumo energético y capturamos y almacenamos de forma segura el dióxido de carbono producido por los combustibles fósiles, la sociedad podrá limitar sus emisiones de dióxido de carbono a unos niveles prudentes con un coste, se calcula, inferior al 1% de la renta mundial. El paso a un sistema de energía sostenible no será rápido y necesitará nuevos tipos de centrales eléctricas, nuevos tipos de automóviles y “edificios verdes”, capaces de ahorrar consumo energético.
El proceso tardará muchos años, pero debemos empezar ya y actuar a escala mundial, mediante la implantación de impuestos sobre el carbono y licencias de emisión para crear incentivos de mercado que animen a las empresas y los individuos a hacer los cambios necesarios. Los incentivos tendrán un coste moderado y unos beneficios inmensos, y pueden diseñarse de tal forma que los pobres queden protegidos y los que carguen con el peso del cambio climático sean los que pueden permitírselo.
Es posible establecer un calendario razonable. Hacia finales de 2007, todos los gobiernos del mundo deberían entablar negociaciones sobre un sistema para abordar el cambio climático que entre en vigor cuando expire el Protocolo de Kioto, a partir de 2012. A lo largo de 2008 deberían fijarse unos principios básicos y en 2009 la comunidad mundial -incluidos los dos mayores productores de dióxido de carbono, Estados Unidos y China- debería estar dispuesta a firmar un acuerdo serio que tendría que estar firmado en 2010 y ratificado a tiempo de sustituir a Kioto.
El Protocolo de Kioto fue el primer intento de crear un sistema de ese tipo, pero sólo afectaba a los países ricos y sus objetivos eran muy modestos. Ni siquiera lo firmó el país más rico y máximo contribuyente al cambio climático mundial, Estados Unidos. Tampoco lo hizo Australia. Canadá firmó pero no ha hecho nada. Otros grandes consumidores de energía, China e India, que deberían formar parte de cualquier solución sustancial, no han hecho frente tampoco a sus responsabilidades en virtud del acuerdo de Kioto.
Todo eso tendrá que cambiar. Todos los países tendrán que asumir su parte de responsabilidad respecto al mundo y las futuras generaciones.
Existe ya una manera de que tanto los individuos como las empresas puedan hacer oír su voz. El Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia, que dirijo, ha acogido una Mesa Redonda Mundial formada por grandes empresas, grupos ecologistas y otras organizaciones internacionales para llegar a un acuerdo que esté presente en las futuras negociaciones. El resultado de la Mesa Redonda fue una importante Declaración de Principios y otra declaración general firmada por gran parte de las mayores empresas del planeta, con sedes en Estados Unidos, Europa, Canadá, China e India. También la han firmado muchos de los principales científicos del mundo.
El cambio climático mundial exige decisiones de alcance mundial, e iniciativas como la citada Declaración muestran que podemos encontrar áreas de consenso para emprender acciones enérgicas. Ha llegado el momento de que los políticos que hasta ahora seguían negándose se unan a ese esfuerzo.
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