"La libertad requiere de la religión como la religión requiere libertad"(...) "Si tengo la fortuna de ser presidente, no serviré a ninguna religión, a ningún grupo, a ninguna causa, a ningún interés. Ningún candidato debería ser el portavoz de su fe". Mitt Romney.
La fe, la razón y el espacio público/Timothy Garton Ash, historiador británico y profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Publicado en EL PAÍS, 30/12/2007;
En este tiempo de buena voluntad, he estado intentando encontrar un adjetivo amable que corresponda a la definición “perteneciente o relativo a la revelación del ángel Moroni”. ¿Moronish? ¿Moronical? [en inglés, moron quiere decir “imbécil”]. Según se cuenta, el ángel Moroni se apareció alrededor de 1820 a un joven buscador de tesoros norteamericano que se llamaba Joseph Smith, y, al parecer, le guió hacia unas placas de oro -”bellamente grabadas, no tan gruesas como el estaño corriente”, dijo Joseph- enterradas en una colina próxima a su casa, en la parte occidental del Estado de Nueva York. Estaban escritas, según se cuenta, en una lengua que no se conocía, llamada egipcio reformado; los textos, descifrados con ayuda de unas piedras de nombre Urim y Thummim, se convirtieron en el Libro del Mormón, que los mormones consideran la revelación divina, junto con la Biblia. “Mormón”, explicó Smith en una carta a un periódico, derivaba del egipcio reformado mon, que significaba bueno; “por tanto, añadiendo more, tenemos la palabra mormón, que significa, literalmente, más bueno”.
En este libro sagrado, Norteamérica se describía como “una tierra que es más elegida que ninguna otra tierra” (II Nephi 1:5), y se aseguraba a los estadounidenses del siglo XIX, en una especie de profecía retrospectiva, que “será una tierra de libertad” (II Nephi 1:7). Es más, si los indios americanos se convertían a la fe verdadera, tendrían la posibilidad de volver a ser “un pueblo blanco y encantador” (II Nephi 30:6). (La versión oficial del Libro del Mormón que figura en Internet lo ha corregido y dice “un pueblo puro y encantador”). Los fieles de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días pueden aspirar a convertirse ellos mismos, mediante mucho esfuerzo y muchas buenas obras, en dioses. En su defecto, pueden aspirar a convertirse en lo más parecido a un dios: presidente de Estados Unidos.
Porque el único motivo de que traigamos a colación esta tradición de Moroni es, por supuesto, que uno de los principales candidatos republicanos a la presidencia de Estados Unidos, Mitt Romney, profesa ser devoto mormón, y su religión se ha convertido en uno de los temas de las elecciones. Según un perfil publicado en The New York Times, el padre de Mitt, George Romney, nació en México “en una colonia de mormones que habían huido de una ofensiva policial contra la poligamia… Como misionero mormón, tuvo la tarea de hacer proselitismo en Londres, subido sobre un cajón en Hyde Park, y allí desarrolló unas dotes de vendedor que caracterizaron toda su carrera”.
Mitt también hizo labor misionera en Francia (habla francés, como John Kerry, aunque no es probable que le oigamos practicarlo mucho durante la campaña). El mormonismo de Mitt es un problema para muchos cristianos evangélicos de la derecha religiosa. Ellos deberían constituir su electorado natural, pero quizá prefieran al baptista sureño Mike Huckabee, que se limita a interpretar el libro del Génesis de manera literal.
Para eludir esta amenaza, Romney pronunció hace unas semanas un discurso que situaba la línea divisoria en otro lugar, no entre los mormones y los auténticos cristianos sino entre todos los que tienen fe y todos los impíos. Sólo los primeros, implicó, pueden ser verdaderos estadounidenses: “Debemos reconocer al Creador como hicieron los fundadores, con ceremonias y de palabra”. “Podéis estar seguros de una cosa”, trató de tranquilizar a los votantes, “cualquiera que crea en la libertad religiosa, cualquier persona que se haya arrodillado para rezar al Dios todopoderoso, tiene en mí un amigo y un aliado… No insistimos en un solo tipo de religión, sino que agradecemos la sinfonía de creencias de nuestra nación”.
Es decir, en realidad, no importa qué creencia irracional tenga una persona, mientras tenga alguna. Lo único que, por lo visto, resulta completamente intolerable e impide pertenecer plenamente a la comunidad nacional es afirmar que la razón científica sugiere, con un grado de probabilidad que es casi certeza, que no existe Dios todopoderoso. La fórmula de Romney es TMA: todos menos los ateos.
Esto hará que no pierda muchos votos republicanos, pero como receta para un país libre es inaceptable. Como mínimo, los políticos religiosos en los países libres deben dar con un lenguaje que coloque al mismo nivel público a todos los que creen en una religión y todos los que no creen en ninguna. También en Gran Bretaña nos encontramos con estos intentos de sugerir que la “fe” es intrínsecamente superior a la falta de fe religiosa. Justo antes de Navidad, el ex ministro del Interior Charles Clarke me mandó por correo electrónico el texto de una conferencia que había pronunciado al respecto. La idea con la que empezaba Clarke era que “ante todo, la fe es, en general, una fuerza positiva”.
Ni como afirmación sobre la historia ni como valoración contemporánea se sostiene esta frase. Dado que, durante la mayor parte de la historia, casi todos los hombres y mujeres han tenido algún tipo de fe, e incluso en el mundo contemporáneo, la mayoría sigue teniéndola, casi todo lo que unos seres humanos han hecho a otros seres humanos, o al mundo natural, se ha justificado por una creencia u otra: muchas cosas buenas y muchas cosas malas. Tan ahistórico es negar que algunas personas han hecho cosas que a los liberales laicos nos parecen buenas por supuestos motivos religiosos como que otras han hecho cosas terribles por esos mismos supuestos motivos religiosos.
Mi posición al respecto es empírica: por sus frutos los conoceréis. Tal vez llegue un día en el que todos se convenzan de las verdades científicas del darwinismo, aunque la propia ciencia está sacando a la luz indicios de que existe cierto tipo de instinto religioso “integrado”, por así decir. Hay que seguir librando la batalla de las ideas sobre lo que es verdad; pero, mientras tanto, es menos importante lo que creen los políticos en el rincón religioso de su mente que lo que hacen.
Si presentan siempre propuestas políticas adecuadas, no importa que sean mormones, católicos (como el recién convertido Tony Blair) o musulmanes; debemos apoyarles. Si proponen malas políticas, aunque sean ateos científicos, debemos oponernos a ellos.
El problema que sigo teniendo con el hecho de que Romney sea mormón no es que el mormonismo sea una religión (que es un problema para el ateo), ni que el mormonismo no sea claramente cristiano (un problema para los cristianos), sino que es una extravagante colección de paparruchas. Y yo me pregunto: aunque sea un conservador natural, aunque el mormonismo sea, como dice él, “la fe de mis padres”, incluido el padre más reciente, al que adoraba, ¿cómo puede un hombre bien preparado, que aspira a dirigir el país más poderoso y moderno del mundo, creerse todo eso en serio? Como dicen en el norte de Inglaterra: qué rara es la gente.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Publicado en EL PAÍS, 30/12/2007;
En este tiempo de buena voluntad, he estado intentando encontrar un adjetivo amable que corresponda a la definición “perteneciente o relativo a la revelación del ángel Moroni”. ¿Moronish? ¿Moronical? [en inglés, moron quiere decir “imbécil”]. Según se cuenta, el ángel Moroni se apareció alrededor de 1820 a un joven buscador de tesoros norteamericano que se llamaba Joseph Smith, y, al parecer, le guió hacia unas placas de oro -”bellamente grabadas, no tan gruesas como el estaño corriente”, dijo Joseph- enterradas en una colina próxima a su casa, en la parte occidental del Estado de Nueva York. Estaban escritas, según se cuenta, en una lengua que no se conocía, llamada egipcio reformado; los textos, descifrados con ayuda de unas piedras de nombre Urim y Thummim, se convirtieron en el Libro del Mormón, que los mormones consideran la revelación divina, junto con la Biblia. “Mormón”, explicó Smith en una carta a un periódico, derivaba del egipcio reformado mon, que significaba bueno; “por tanto, añadiendo more, tenemos la palabra mormón, que significa, literalmente, más bueno”.
En este libro sagrado, Norteamérica se describía como “una tierra que es más elegida que ninguna otra tierra” (II Nephi 1:5), y se aseguraba a los estadounidenses del siglo XIX, en una especie de profecía retrospectiva, que “será una tierra de libertad” (II Nephi 1:7). Es más, si los indios americanos se convertían a la fe verdadera, tendrían la posibilidad de volver a ser “un pueblo blanco y encantador” (II Nephi 30:6). (La versión oficial del Libro del Mormón que figura en Internet lo ha corregido y dice “un pueblo puro y encantador”). Los fieles de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días pueden aspirar a convertirse ellos mismos, mediante mucho esfuerzo y muchas buenas obras, en dioses. En su defecto, pueden aspirar a convertirse en lo más parecido a un dios: presidente de Estados Unidos.
Porque el único motivo de que traigamos a colación esta tradición de Moroni es, por supuesto, que uno de los principales candidatos republicanos a la presidencia de Estados Unidos, Mitt Romney, profesa ser devoto mormón, y su religión se ha convertido en uno de los temas de las elecciones. Según un perfil publicado en The New York Times, el padre de Mitt, George Romney, nació en México “en una colonia de mormones que habían huido de una ofensiva policial contra la poligamia… Como misionero mormón, tuvo la tarea de hacer proselitismo en Londres, subido sobre un cajón en Hyde Park, y allí desarrolló unas dotes de vendedor que caracterizaron toda su carrera”.
Mitt también hizo labor misionera en Francia (habla francés, como John Kerry, aunque no es probable que le oigamos practicarlo mucho durante la campaña). El mormonismo de Mitt es un problema para muchos cristianos evangélicos de la derecha religiosa. Ellos deberían constituir su electorado natural, pero quizá prefieran al baptista sureño Mike Huckabee, que se limita a interpretar el libro del Génesis de manera literal.
Para eludir esta amenaza, Romney pronunció hace unas semanas un discurso que situaba la línea divisoria en otro lugar, no entre los mormones y los auténticos cristianos sino entre todos los que tienen fe y todos los impíos. Sólo los primeros, implicó, pueden ser verdaderos estadounidenses: “Debemos reconocer al Creador como hicieron los fundadores, con ceremonias y de palabra”. “Podéis estar seguros de una cosa”, trató de tranquilizar a los votantes, “cualquiera que crea en la libertad religiosa, cualquier persona que se haya arrodillado para rezar al Dios todopoderoso, tiene en mí un amigo y un aliado… No insistimos en un solo tipo de religión, sino que agradecemos la sinfonía de creencias de nuestra nación”.
Es decir, en realidad, no importa qué creencia irracional tenga una persona, mientras tenga alguna. Lo único que, por lo visto, resulta completamente intolerable e impide pertenecer plenamente a la comunidad nacional es afirmar que la razón científica sugiere, con un grado de probabilidad que es casi certeza, que no existe Dios todopoderoso. La fórmula de Romney es TMA: todos menos los ateos.
Esto hará que no pierda muchos votos republicanos, pero como receta para un país libre es inaceptable. Como mínimo, los políticos religiosos en los países libres deben dar con un lenguaje que coloque al mismo nivel público a todos los que creen en una religión y todos los que no creen en ninguna. También en Gran Bretaña nos encontramos con estos intentos de sugerir que la “fe” es intrínsecamente superior a la falta de fe religiosa. Justo antes de Navidad, el ex ministro del Interior Charles Clarke me mandó por correo electrónico el texto de una conferencia que había pronunciado al respecto. La idea con la que empezaba Clarke era que “ante todo, la fe es, en general, una fuerza positiva”.
Ni como afirmación sobre la historia ni como valoración contemporánea se sostiene esta frase. Dado que, durante la mayor parte de la historia, casi todos los hombres y mujeres han tenido algún tipo de fe, e incluso en el mundo contemporáneo, la mayoría sigue teniéndola, casi todo lo que unos seres humanos han hecho a otros seres humanos, o al mundo natural, se ha justificado por una creencia u otra: muchas cosas buenas y muchas cosas malas. Tan ahistórico es negar que algunas personas han hecho cosas que a los liberales laicos nos parecen buenas por supuestos motivos religiosos como que otras han hecho cosas terribles por esos mismos supuestos motivos religiosos.
Mi posición al respecto es empírica: por sus frutos los conoceréis. Tal vez llegue un día en el que todos se convenzan de las verdades científicas del darwinismo, aunque la propia ciencia está sacando a la luz indicios de que existe cierto tipo de instinto religioso “integrado”, por así decir. Hay que seguir librando la batalla de las ideas sobre lo que es verdad; pero, mientras tanto, es menos importante lo que creen los políticos en el rincón religioso de su mente que lo que hacen.
Si presentan siempre propuestas políticas adecuadas, no importa que sean mormones, católicos (como el recién convertido Tony Blair) o musulmanes; debemos apoyarles. Si proponen malas políticas, aunque sean ateos científicos, debemos oponernos a ellos.
El problema que sigo teniendo con el hecho de que Romney sea mormón no es que el mormonismo sea una religión (que es un problema para el ateo), ni que el mormonismo no sea claramente cristiano (un problema para los cristianos), sino que es una extravagante colección de paparruchas. Y yo me pregunto: aunque sea un conservador natural, aunque el mormonismo sea, como dice él, “la fe de mis padres”, incluido el padre más reciente, al que adoraba, ¿cómo puede un hombre bien preparado, que aspira a dirigir el país más poderoso y moderno del mundo, creerse todo eso en serio? Como dicen en el norte de Inglaterra: qué rara es la gente.
Religión, fundamentalismo y secularización/JULIÁN CASANOVA
Oublicado en El País, 21/12/2007;
La historia de por qué las religiones se mantienen tan vivas a comienzos del siglo XXI y son cada vez más relevantes, no resulta fácil de contar. En realidad, las predicciones de muchos intelectuales, especialmente europeos, indicaban lo contrario. La secularización, inherente a las sociedades modernas, conduciría a un gradual e inevitable declive de las religiones. Se suponía que el proceso iniciado en el siglo XVIII con la Ilustración, y continuado con la revolución liberal y los movimientos socialistas, impondría la ciencia y la razón frente a la opresión religiosa. Cuanto más moderna y democrática fuera una sociedad, menos peso tendría la religión. Hubo incluso quienes profetizaron el fin de la religión, la muerte de Dios.
Destacados sociólogos de la religión, como José Casanova o Máximo Introvigne, creen que esa teoría de la secularización es el resultado del "eurocentrismo" vigente en parte del pensamiento occidental, la generalización de una situación que en la práctica sólo se produce en pocos países europeos, Francia y Alemania, fundamentalmente. No sería el caso, por supuesto, de Estados Unidos, una sociedad muy religiosa pese a ser moderna, racional y democrática. El "aspecto religioso" de Estados Unidos es algo que ya le llamó la atención a Alexis de Tocqueville, tal y como dejó escrito en sus reflexiones sobre la democracia en América. Quienes han tratado posteriormente de explicar esa aparente paradoja recuerdan que la vitalidad de la religión en Estados Unidos deriva de las condiciones creadas por la Primera Enmienda de su Constitución, que prohibía el establecimiento de cualquier religión en el Estado, mientras que garantizaba el libre ejercicio de la religión en la sociedad.
Pero la situación de Estados Unidos no resulta hoy tan excepcional y hay datos que prueban que la religión es, en muchas sociedades, más predominante que hace unas décadas, que crece en casi todos los países el número de personas que se definen "religiosas" y que los medios de comunicación dedican mucha más información que antes a los líderes y movimientos religiosos. Y el crecimiento afecta tanto a las religiones organizadas desde hace siglos como a las nuevas, que desde la ortodoxia suelen llamarse sectas.
Aunque desde Europa occidental resulte extraño, para entender algunas de las cosas que están pasando en el mundo, en la política internacional y en algunos de sus principales conflictos, hay que prestar la debida atención a esas manifestaciones religiosas y a algunos de los movimientos conservadores estrechamente conectados con ellas. Porque la primera constatación es que, contrariamente a lo que muchos creían, la mayoría de las religiones se han hecho en los últimos años más conservadoras y fundamentalistas, lo cual es cierto del islam, al que suele identificarse como el paradigma del fundamentalismo, pero también lo es del judaísmo, del hinduismo y del cristianismo, tanto protestante como católico.
El fundamentalismo, que une siempre la religión con la política, se manifiesta por su antimodernismo militante y, sobre todo, por su condena de cualquier forma de pluralismo, sea intelectual, social o religioso. En el caso del islam se percibe como un proceso de purificación dirigido a eliminar supuestas contaminaciones y a establecer un futuro inmediato que acabe con la historia y el presente profanos e impuros. Pero en Estados Unidos, la combinación de fundamentalismo y nacionalismo, tan presente en el actual mandato de George W. Bush, se ha propuesto eliminar del mundo no sólo al terrorismo sino también al mal. Tal tentación fundamentalista está muy presente en algunos de los políticos que aspiran a la candidatura republicana, como el mormón Mitt Romney o el predicador baptista Mike Huckabee.
Todos esos movimientos conservadores y fundamentalistas están sacando un enorme provecho de las oportunidades ofrecidas por la globalización y las nuevas tecnologías. Traspasan fronteras, controlan algunas de las redes de comunicación más avanzadas y compiten entre ellos por imponer su visión de cómo organizar el orden mundial, en tiempos de grandes movimientos migratorios y de reafirmación de identidades culturales. Así se explica el notable crecimiento experimentado por religiones que apenas tienen un siglo, como los mormones o los testigos de Jehová, la creación de cientos de nuevas iglesias y la consolidación de movimientos integristas dentro del catolicismo, el pentecostalismo y el islam.
Las prácticas religiosas tradicionales dejan paso a nuevas formas de misticismo. Las ideas y movimientos que criticaron a la religión desde el progreso y la razón han perdido fuerza, mientras que las religiones, reconvertidas y refundadas, se mantienen. Los sociólogos discuten la relación entre ese crecimiento de las religiones y el descrédito de las utopías políticas. Pero teorías e interpretaciones al margen, lo que resulta preocupante es ese impulso fundamentalista en la religión y en la política, que traspasa fronteras, ataca el pluralismo y persigue a los disidentes. Quienes crean que sólo está en el mundo islámico o en la América de Bush, que miren un poco dentro de sus casas.
La historia de por qué las religiones se mantienen tan vivas a comienzos del siglo XXI y son cada vez más relevantes, no resulta fácil de contar. En realidad, las predicciones de muchos intelectuales, especialmente europeos, indicaban lo contrario. La secularización, inherente a las sociedades modernas, conduciría a un gradual e inevitable declive de las religiones. Se suponía que el proceso iniciado en el siglo XVIII con la Ilustración, y continuado con la revolución liberal y los movimientos socialistas, impondría la ciencia y la razón frente a la opresión religiosa. Cuanto más moderna y democrática fuera una sociedad, menos peso tendría la religión. Hubo incluso quienes profetizaron el fin de la religión, la muerte de Dios.
Destacados sociólogos de la religión, como José Casanova o Máximo Introvigne, creen que esa teoría de la secularización es el resultado del "eurocentrismo" vigente en parte del pensamiento occidental, la generalización de una situación que en la práctica sólo se produce en pocos países europeos, Francia y Alemania, fundamentalmente. No sería el caso, por supuesto, de Estados Unidos, una sociedad muy religiosa pese a ser moderna, racional y democrática. El "aspecto religioso" de Estados Unidos es algo que ya le llamó la atención a Alexis de Tocqueville, tal y como dejó escrito en sus reflexiones sobre la democracia en América. Quienes han tratado posteriormente de explicar esa aparente paradoja recuerdan que la vitalidad de la religión en Estados Unidos deriva de las condiciones creadas por la Primera Enmienda de su Constitución, que prohibía el establecimiento de cualquier religión en el Estado, mientras que garantizaba el libre ejercicio de la religión en la sociedad.
Pero la situación de Estados Unidos no resulta hoy tan excepcional y hay datos que prueban que la religión es, en muchas sociedades, más predominante que hace unas décadas, que crece en casi todos los países el número de personas que se definen "religiosas" y que los medios de comunicación dedican mucha más información que antes a los líderes y movimientos religiosos. Y el crecimiento afecta tanto a las religiones organizadas desde hace siglos como a las nuevas, que desde la ortodoxia suelen llamarse sectas.
Aunque desde Europa occidental resulte extraño, para entender algunas de las cosas que están pasando en el mundo, en la política internacional y en algunos de sus principales conflictos, hay que prestar la debida atención a esas manifestaciones religiosas y a algunos de los movimientos conservadores estrechamente conectados con ellas. Porque la primera constatación es que, contrariamente a lo que muchos creían, la mayoría de las religiones se han hecho en los últimos años más conservadoras y fundamentalistas, lo cual es cierto del islam, al que suele identificarse como el paradigma del fundamentalismo, pero también lo es del judaísmo, del hinduismo y del cristianismo, tanto protestante como católico.
El fundamentalismo, que une siempre la religión con la política, se manifiesta por su antimodernismo militante y, sobre todo, por su condena de cualquier forma de pluralismo, sea intelectual, social o religioso. En el caso del islam se percibe como un proceso de purificación dirigido a eliminar supuestas contaminaciones y a establecer un futuro inmediato que acabe con la historia y el presente profanos e impuros. Pero en Estados Unidos, la combinación de fundamentalismo y nacionalismo, tan presente en el actual mandato de George W. Bush, se ha propuesto eliminar del mundo no sólo al terrorismo sino también al mal. Tal tentación fundamentalista está muy presente en algunos de los políticos que aspiran a la candidatura republicana, como el mormón Mitt Romney o el predicador baptista Mike Huckabee.
Todos esos movimientos conservadores y fundamentalistas están sacando un enorme provecho de las oportunidades ofrecidas por la globalización y las nuevas tecnologías. Traspasan fronteras, controlan algunas de las redes de comunicación más avanzadas y compiten entre ellos por imponer su visión de cómo organizar el orden mundial, en tiempos de grandes movimientos migratorios y de reafirmación de identidades culturales. Así se explica el notable crecimiento experimentado por religiones que apenas tienen un siglo, como los mormones o los testigos de Jehová, la creación de cientos de nuevas iglesias y la consolidación de movimientos integristas dentro del catolicismo, el pentecostalismo y el islam.
Las prácticas religiosas tradicionales dejan paso a nuevas formas de misticismo. Las ideas y movimientos que criticaron a la religión desde el progreso y la razón han perdido fuerza, mientras que las religiones, reconvertidas y refundadas, se mantienen. Los sociólogos discuten la relación entre ese crecimiento de las religiones y el descrédito de las utopías políticas. Pero teorías e interpretaciones al margen, lo que resulta preocupante es ese impulso fundamentalista en la religión y en la política, que traspasa fronteras, ataca el pluralismo y persigue a los disidentes. Quienes crean que sólo está en el mundo islámico o en la América de Bush, que miren un poco dentro de sus casas.
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