El
mal/Javier Reverte, periodista y escritor.
Publicado en ABC
|12 de septiembre de 2014
Jean-Paul
Sartre era una mente luminosa, dotada de una excepcional capacidad analítica,
que sin embargo se equivocó muy a menudo. Y en especial, en los aspectos
morales de su filosofía política. En cierta ocasión admitió, quejumbroso, su
incapacidad para dotar a su pensamiento de una dimensión ética. Y extendió ese
fracaso a la generalidad de los pensadores surgidos de las ruinas de la II
Guerra Mundial. Se equivocaba otra vez, o quizás mentía, porque a su lado, pero
en su disidencia, crecía una figura de indudable talante moral, Albert Camus,
tachado de esteticista por los pensadores progresistas franceses de su tiempo.
Ahora
nos hemos acostumbrado a caminar desnudos de ética y son pocos aquellos de
nuestros pensadores que buscan en estos tiempos dotar de un sentido moral a la
historia, como si dieran por buena la visión de Macbeth: «La vida es una
historia narrada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa».
Parece que ya no creemos en la redención y que hemos renunciado a la
construcción de un mundo mejor, algo que ha sido una constante en el esfuerzo
de los hombres a lo largo de los siglos, o por lo menos de unos cuantos: los
pensadores. Y el hombre, si renuncia a la redención, es un animal herido.
Digo
esto, no sólo porque me asuste ver el crecimiento de la corrupción, contemplar
cómo la avaricia de los poderes financieros se ha desbocado sin que nadie sepa
cómo ponerle el freno, sentir el desánimo palpitante de una sociedad que no ve
salida a la crisis económica y moral…, no es eso sólo. Me asusta más darme
cuenta de la resignación con que aceptamos convivir con ello y la naturalidad y
el conformismo con que se abren paso nuestros sentimientos de derrota.
El
mal y el delito se han hecho costumbre y convertido en hábitos; los malvados ya
no se esconden, los estafadores sonríen a las cámaras de los fotógrafos, el que
no se enriquece por los medios que sea es que es tonto –lo dijo tal cual un
socialista en tiempos de Felipe González, el entonces ministro de economía
Carlos Solchaga– y el caso Pujol no lo juzgamos como una catástrofe de la
democracia, sino que lo contemplamos a veces como la habilidad de un golfo lo
suficientemente listo como para construirse una biografía de patriota ejemplar.
Resulta curioso que esa catástrofe ética e institucional le produzca al actual
«president» de la Generalitat, en sus propias palabras, solamente «pena,
tristeza, lamento y decepción». ¿Nada más que eso, señor Mas? ¿No le irrita, no
le dan ganas de escupir al muy honorable, no siente deseos de abofetear hasta que
le duelan las manos al hombre que enfangó el prestigio de Cataluña y el de
todas las instituciones democráticas? Pujol no era sólo un político de
relumbrón, sino el abanderado de la dignidad de su pueblo y de la defensa del
imperio de las leyes. Ahora hemos visto que esa bandera era tan sólo un capote
para protegerse del toro de la justicia.
Por
otra parte, he visto imágenes muy penosas estas semanas en los periódicos, a
las que podría poner como ejemplo de la indiferencia con que nuestra sociedad
contempla el derrumbe de la moral pública. Citaré una sola, no obstante: la de
Carlos Fabra, el antiguo presidente del PP de Castellón, saliendo chulesco de
la Ciudad de la Justicia, mientras un agente de Guardia Civil, en la puerta de
los juzgados, le estrecha la mano con gesto sonriente. ¿La ley se cuadra ante
el corrupto?
Yo
veo el delito financiero como una de las caras del mal, cuya raíz no es otra
que la ausencia de una dimensión ética en el mundo de hoy, de una ética, por
supuesto, laica. Me puedo imaginar una alegre reunión de Pujol y señora con sus
«pujolitos», bajo el árbol de la Navidad familiar, planeando cómo se van a
enriquecer usando de sus influencias y de su gran amor a Cataluña. Y mientras
los niños cantan «Campana sobre campana» y abren los paquetes con los regalos,
imagino el rostro enternecido del abuelete que ha sido capaz de construir una
familia unida sobre una montaña de monedas de oro, protegida por la campana de
«su» Cataluña. Si yo tuviera talento como dibujante, pintaría a Pujol como un
tío Gilito con barretina.
En
estos días, uno añora la Europa del siglo XVIII, la Europa de las luces de la
Ilustración, rayos de luminosidad que hoy nos quieren arrebatar congregaciones
intransigentes en el interior de la Iglesia católica –menos mal que ha venido
el Papa Francisco a poner orden–, movimientos políticos repulsivos de signo
xenófobo que recuerdan los principios ideológicos del nazismo y un avariento y
enloquecido sistema financiero. Vale recordar lo que decía, en 1997, Rüdiger
Safranski en su magnífico libro «El Mal»: «Las catástrofes del siglo XX nos han
impartido una lección, a saber: que el poder económico ha de equilibrarse con
el poder político». Habría que añadir hoy que el poder político precisa
equilibrarse con el poder de una ética y una justicia vigorosas.
Hace
un par de décadas, el director de cine galés Peter Greenaway proclamaba con
euforia: «Nos hemos deshecho de Dios, de Satán y de Freud. ¡Por fin estamos
completamente solos en la historia de la humanidad!». Vale. Pero no hemos sabido
deshacernos del poder del dinero ni construir una moral que controle los
instintos de los más ricos.
Nadie,
a estas alturas, ni siquiera la autoproclamada izquierda, pone en cuestión a un
capitalismo que aspira a enriquecerse a base de ingenio, de diálogo y de riesgo
personal. Pero casi todos detestamos ese capitalismo que pretende convertirnos
a la mayoría de los humanos en esclavos. Fracasados los políticos por embridar
a los poderes financieros, es la hora de los pensadores audaces.
En
el Renacimiento, hartos de un Medievo en sombras, los hombres miraron hacia la
Grecia clásica para reinventarse. ¿No será ahora la ocasión de girar la cabeza
hacia los principios de la Ilustración para reconstruir una suerte de
despotismo democrático?
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