Aquella
mañana de septiembre/ Luis de la Corte Ibáñez, instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad, Universidad Autónoma de Madrid.
ABC, Domingo,
11/Sep/2016
En
1904 Ortega y Gasset defendió su tesis doctoral sobre un estudio acerca de las
leyendas sobre un inminente fin del mundo que se difundieron en Francia a
finales del siglo XI. Ninguna inquietud futurista semejante atemorizaba a los
ciudadanos occidentales cuando íbamos a traspasar el umbral del siglo XXI. La
última década del viejo siglo, que antes de empezar ya nos regaló la sorpresa
de la caída del Muro de Berlín, parecía marcar para muchos la senda de un
progreso imparable. De aquel tiempo quizá les suene todavía el título de un
ensayo, «El fin de la historia», publicado en 1989 por el politólogo Francis
Fukuyama. Aunque su exaltación de la democracia liberal irritara a marxistas y
utopistas, el vaticinio de la clausura de los choques ideológicos y el fin de
«las guerras y las revoluciones sangrientas» resumía con precisión el sentir
generalizado en Occidente. Fukuyama convirtió en libro su artículo en 1992,
sólo un año antes de que se publicara otro ensayo bien conocido, igualmente
ampliado a libro en 1996. Allí Samuel Huntington rectificaba el optimismo de
Fukuyama, quien había sido su alumno en Harvard, proyectando un futuro más
oscuro donde quedarían muchos conflictos por dirimir, no tanto por motivos puramente
ideológicos, sino por diferencias culturales y de identidad. Pese a que
distintos sucesos aportaron indicios en ese sentido (guerras de la antigua
Yugoslavia, genocidios en Ruanda y Burundi), el pesimismo de Huntington no se
impuso en los «felices noventa».
Hasta
que despertamos a esa mañana de septiembre, inesperada y devastadora: aviones
de línea convertidos en misiles, espectacular y angustiosa caída de las Torres
Gemelas, cerca de 3.000 víctimas mortales… Los atentados del 11-S sumieron a
Occidente en la perplejidad. Si la tragedia refutaba a optimistas como
Fukuyama, parecía dar la razón a Huntington. Al menos respecto a su afirmación
de que el fin del comunismo no traería la seguridad y la paz perpetuas. Y acaso
también en la previsión de un choque frontal y cruento entre Occidente y el
orbe islámico.
Hoy
la interpretación de los atentados del 11-S continúa generando controversia y
malentendidos. Uno de ellos reposa sobre la propia tesis del choque
civilizatorio, que todavía conserva cierta vitalidad… sobre todo en la
mentalidad y la propaganda yihadistas. Aunque si adoptáramos el concepto de
«civilización» de Huntington (por lo demás, bastante problemático) cabría
advertir que el auténtico choque con el que se relaciona el yihadismo es interno
a la «civilización islámica». El origen de los movimientos islamistas violentos
que precedieron a la fundación de Al Qaida nos retrotrae a un conflicto interno
a las sociedades musulmanas acerca del modelo político a promover, con los
islamistas (unos pacíficos y otros violentos) enfrentados a los partidarios de
cualquier otra fórmula con una mínima impronta laica (autoritaria, o
democrática, liberal o socialista). El objetivo último de Osama bin Laden era
reislamizar el mundo musulmán conforme a su propia visión del islam, rigorista
y medieval. Aunque a sus ojos ese fin se mantendría inalcanzable mientras no
remitiese toda injerencia occidental. De ahí su empeño en hostigar a Estados
Unidos y sus aliados y desgastarlos en guerras remotas. Pero la violencia
contra los gobiernos «apóstatas» de los países islámicos nunca cesó, y creció
tras el 11-S (reforzada luego por Daesh). Ello explica en parte que la gran
mayoría de las víctimas cobradas por la marea yihadista desde 2001 rezasen a
Alá y también que la geografía islámica venga desangrándose desde hace años en
diferentes guerras con un fuerte componente yihadista, susceptibles de exportar
violencia y muerte a cualquier país occidental.
La
primera pregunta suscitada en Estados Unidos tras caer las Torres Gemelas fue
clara: «¿Por qué nos odian?». No todos recurrieron al islam y la diferencia
cultural para contestarla. Algunos prefirieron acogerse a otra respuesta
prefabricada para culpar al país atacado: Imperio de nuestro tiempo, al que se
podía colgar la responsabilidad última por la humillación atribuida a una
comunidad de varios miles de millones de almas. He aquí otro malentendido (en
realidad una simplificación ofensiva) todavía hoy vigente en algunos círculos.
En el fondo, poco más que la repetición del discurso propalado por los
perpetradores de la matanza de Nueva York, aunque aderezado con una buena dosis
de mala conciencia occidental, congruente con el prejuicio y la obsesión
antiamericana de los que todavía hacen gala algunos intelectuales europeos.
Fueron esos prejuicios los que contribuyeron a extender la ingenua suposición
de que los europeos estábamos a salvo… porque no éramos americanos… Y cuando
unos años más tarde se comprobó el error en Madrid todavía hubo quien se
apresuró a denunciar que la culpa última de las 191 víctimas del 11-M era de
nuestros gobernantes (por haberse arrimado tanto a la sombra de Estados
Unidos…). Aparte la confusión moral que revelan, tales interpretaciones
transportan una idea equivocada del terror yihadista. Se lo presenta como
simple reacción mecánica a una u otra provocación o circunstancia, cuando en
verdad se trata de la herramienta elegida para realizar un proyecto atroz que
pretende imponerse sobre toda clase de opositores, sea cual fuere el modo en
que se comporten.
La
respuesta al yihadismo tras el 11-S ha sido intensa y extensa. Con grandes
errores, contraproducentes, y éxitos importantes no bien reconocidos. Pero
insuficiente al fin. El legado de Osama bin Laden perdura. Y no sólo gracias a
su hijo rebelde, Daesh, que aún domina territorios en Siria e Irak, dispone de
organizaciones afiliadas en doce países y puede inducir o inspirar atentados en
los cinco continentes. Además, Al Qaida y sus representantes se mantienen
activos en más de veinte países, incluyendo los escenarios de máxima
efervescencia yihadista y sumando un mínimo de 75.000 militantes. Más allá del
presente inmediato, mientras existan líderes y grupos que se adhieran al
proyecto de una yihad global que inspiró el 11-S la amenaza persistirá con una
intensidad variable. Quince años después deberíamos haber aprendido tan amarga
lección y estar preparados para lo impredecible.
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