La caída del Gobierno del PT ha provocado el desmoronamiento de todo el sistema político.
La
crisis de Brasil/Fernando Henrique Cardoso, ex presidente de Brasil y es miembro del Consejo del siglo XXI en el Berggruen Institute.
El
País, 11 de septiembre de 2016.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
El
31 de agosto, el Senado brasileño destituyó a la presidenta Dilma Rousseff.
Tras cinco largos días de debate, 61 de los 81 senadores, muy por encima de los
dos tercios necesarios para apartar a un presidente, la condenaron por delitos
fiscales y presupuestarios. Sus partidarios dijeron que la presidenta había
sido víctima de un “golpe parlamentario”. Acababan de destituir injustamente a
una persona elegida por 54 millones de votos, inocente de todo delito. En
Latinoamérica se hicieron eco de esta protesta unos modelos de democracia y
Estado de derecho como son Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Por
supuesto, nada de ello es verdad. La realidad, como de costumbre, habla por sí
sola. El proceso de destitución fue al mismo tiempo judicial y político. El
procedimiento establecido por la Constitución brasileña se siguió al pie de la
letra. Las dos Cámaras del Congreso aprobaron por una mayoría abrumadora,
primero, iniciar el proceso, y después, condenarla. El juicio celebrado en el
Senado estuvo encabezado por el presidente del Tribunal Supremo. El máximo
órgano judicial del país reafirmó una y otra vez la legitimidad del proceso.
Sin embargo, es cierto que no solo estaban en juego las fechorías de una
persona, sino muchas más cosas. El proceso fue el resultado de la convicción,
expresada en las calles por millones de brasileños, de que el sistema de poder
instituido por el expresidente Lula y el Partido de los Trabajadores es el
culpable de que Brasil se haya sumido en la crisis económica, política y moral
más grave desde la restauración de la democracia en 1985.
En
su defensa ante el Senado, la presidenta, muy afectada, insistió en su
inocencia. Ahora bien, su beligerancia no la justifica ni la absuelve, ni de su
irresponsabilidad fiscal —los miles de millones de dólares transferidos
ilegalmente a empresas privadas y extranjeras—, ni de su incapacidad, cuando
presidía el consejo de administración de Petrobras, para impedir el saqueo de la
mayor empresa brasileña en beneficio del PT y los demás partidos que apoyaron
su Gobierno.
¿Y
qué nos ha dejado todo esto? Sin duda, las ilusiones perdidas de todos los que
creyeron en las promesas del PT. Pero también una economía en recesión y un
desempleo masivo, y una sociedad desgarrada por una oleada sin precedentes de
escándalos de corrupción y un sentimiento generalizado de decepción. Aunque la
presidenta no fuera la autora de los planes corruptos, revelados gracias a unos
medios de comunicación independientes y unos jueces sin miedo, sí se benefició
políticamente de ellos. Los políticos procesados pertenecen a tantos partidos
que, en realidad, es la “clase política” en su conjunto la que está siendo
juzgada ante una opinión pública atenta. La caída del Gobierno del PT ha
provocado el desmoronamiento de todo el sistema político.
Aun
así, hay motivos para el optimismo. La democracia brasileña ha demostrado su
capacidad de resistir y adaptarse. Millones de ciudadanos han salido a la
calle. Lo que estamos presenciando en Brasil son los efectos de unas
transformaciones económicas y tecnológicas inmensas. La globalización ha
debilitado a los Estados nacionales, las sociedades están cada vez más
fragmentadas por una nueva división del trabajo y a merced de las tensiones y
los desequilibrios de una diversidad cultural cada vez mayor. Las consecuencias
son la inquietud, el temor por el futuro y la incertidumbre sobre cómo mantener
la cohesión social, garantizar el empleo y reducir las desigualdades. La acción
ciudadana y la opinión pública tienen un poder transformador. Pero las
instituciones son necesarias. No existe democracia sin partidos políticos. Las
estructuras proporcionan el terreno y las oportunidades para que el ser humano
actúe, pero es la voluntad de los individuos y de sectores de la sociedad,
inspirados por sus valores e intereses, lo que abre la puerta al cambio.
En
Brasil debemos demostrar que podemos reinventar el sentido y la dirección de
nuestra política; si no, el descontento volverá a echar al pueblo a las calles,
para protestar contra quién sabe qué y a favor de qué. El reto al que nos
enfrentamos es cerrar la brecha existente entre la demos y la res publica,
entre la gente y el interés general, volver a tejer los hilos que puedan unir el
sistema político a las demandas de la sociedad.
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