El Consejo de Seguridad de la Naciones Unidas (ONU) aprobó este sábado 14 de octubre por unanimidad la resolución que impone sanciones a Corea del Norte por realizar su primera prueba atómica.
La resolución fue leída por el presidente de turno del Consejo, el embajador de Japón, Kenzo Oshima, antes de su adopción por parte de los 15 estados miembros del máximo órgano de decisión de ONU.
El texto suaviza las inspecciones de los barcos que salen o van con destino al país asiático, que figuraban en una versión redactada por EE UU y circulaba desde el viernes por el organismo. En la resolución aprobada, esa provisión se deja al albedrío de los países que pudieran ser afectados, y en su aplicación se excluye todo recurso militar.
En el documento se aminora también el embargo de los productos químicos en los flujos comerciales con el régimen de Pyongyang, la otra exigencia presentada por China, vecino y principal aliado de Corea del Norte, para apoyar el documento.
Ambas condiciones fueron hasta el último minuto objeto de negociación después de que el embajador chino en la ONU, Wang Guangya, se mostrara contrario a medidas que perjudiquen a los países limítrofes y "puedan afectar la estabilidad de la región".
Guangya expresó la necesidad de evitar "provocaciones" que disparen la espiral de tensión con Corea del Norte, que había advertido previamente que consideraría una "declaración de guerra" la aprobación de sanciones por el Consejo de Seguridad.
Y es que China no quiere que el régimen de Kim Jong-il se derrumbe y no le falta razón, primero porque Corea del Norte es un dique frente a los 30,000 soldados de EE UU desplegados en Corea del Sur; segundo, si el régimen norcoreano se hunde, Pekín teme una avalancha de refugiados que no está dispuesta a acoger.
Pero si el Gobierno de Hu Jintao condenó enérgicamente la realización de la prueba atomica a pesar de que los dos países son aliados desde hace más de medio siglo, y ha aceptado castigar a su vecino. Pero no ha querido que las sanciones sean excesivas.
China es el principal suministrador de energía y ayuda alimentaria a Corea del Norte, y es considerado el país que más puede influir en Kim Jong-il para que regrese a la mesa negociadora y ponga fin a sus ambiciones atómicas.
El día de ayer, el embajador de Corea del Norte en la ONU, Pak Gil Yon, tras la adopción de la resolución dijo: "la República Popular Democrática de Corea rechaza como injustificable la resolución 1718, y si EE UU aumenta su presión lo considerará una declaración de guerra y continuará tomando medidas de respuesta".
La resolución 1818 exige que el régimen de Pyongyang suspenda de manera inmediata sus actividades nucleares, y prohíbe la venta o transferencia a Corea del Norte de cualquier tipo de material relacionado con armas "no convencionales".
También prevé el bloqueo aéreo a ese país e impide la exportación de artículos de lujo.
Además, se exige que el país asiático reanude sin reservas ni condiciones previas las conversaciones a seis bandas —las dos Coreas, China, Rusia, EU y Japón— sobre su programa atómico, suspendidas desde noviembre de 2005. Y se insta, asimismo, a que acate de inmediato el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares.
Artículos sobre el tema:
El círculo del mal/Vicente Palacio y Mario Esteban; subdirector y coordinador de Asia-Pacífico del Observatorio de Política Exterior Española (Opex) de la Fundación Alternativas
Tomado de EL PAÍS, 15/10/2006
En muchas películas de serie B, los buenos llegan tarde al lugar del crimen. Desafiando a sus enemigos, el inefable Kim Jong Il ha protagonizado un primer ensayo nuclear en el subsuelo de su miserable país, Corea del Norte. El mismo hecho de que el mundo no sepa si se ha tratado realmente de una deflagración ordinaria o atómica, añade un matiz surrealista a la trama. Mohamed El Baradei, director del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), advierte que 40 países disponen de la capacidad tecnológica para desarrollar armamento nuclear en breve. En esta escalada, ¿quién es el siguiente? ¿Japón, Corea del Sur, Taiwán quizá? ¿Egipto o Arabia Saudí? ¿Algún país africano? Más allá: ¿Brasil?
Muy atrás queda el equilibrio de poder de 1968, cuando los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas -EE UU, la Unión Soviética, China, Reino Unido y Francia- firmaron el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP). Este acuerdo respondió a la situación concreta del enfrentamiento bipolar de la guerra fría. Ya entonces el planteamiento en sí era absurdo: congelar ad aeternum el statu quo nuclear para los cinco grandes, en aras de la paz mundial. No tardaron mucho otros países en hacerse con la bomba, entre ellos India (1974), Israel (en algún momento de esa década) y Pakistán (1998), con la ayuda de las mismas potencias que habían sellado ese pacto.
La fragilidad del régimen nuclear actual se debe a tres factores fundamentales. El primero es el dudoso principio sobre el que se asienta. ¿Es razonable, seguro o creíble, que los ocho países citados posean armas nucleares -quizá hasta doscientas, en el caso israelí- mientras sus vecinos carecen de los mismos instrumentos disuasorios? Esta simple pregunta, que tanto escándalo causa a nuestros biempensantes de Occidente, no puede obviarse. Al final, como ocurre en todo conflicto, tenemos que reconocer al otro y abandonar un doble rasero que sólo puede mantenerse por la fuerza. El segundo factor es que nadie cumple lo pactado por falta de voluntad política: los más fuertes exigen no proliferación, y los débiles exigen desarme. El artículo VI del Tratado vincula muy claramente estos dos pilares al establecer el compromiso de entablar negociaciones con el horizonte de un “completo desarme”. Por supuesto, los grandes no sólo no lo llevan a cabo - más allá de deshacerse de unos miles de ojivas anticuadas- sino que algunos, como EE UU, investigan en nuevas armas nucleares tácticas. El tercer pilar del TNP es el disfrute de la energía nuclear para usos pacíficos, a partir del enriquecimiento de uranio, un procedimiento sujeto a las verificaciones del OIEA. En este aspecto la lógica del doble rasero se muestra con toda su crudeza. En función de criterios ideológicos y geopolíticos, y de su percepción de las amenazas, Washington acoge como aliados a potencias nucleares que no han firmado el TNP -de nuevo, Israel, Pakistán e India- mientras obstruye el programa nuclear con fines civiles de un signatario de dicho acuerdo, Irán.
En marzo pasado, en plena ofensiva en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas contra el programa de Teherán, el presidente Bush firmaba un acuerdo de cooperación nuclear con India, que permitirá a ésta no sólo beneficiarse de transferencia tecnológica, sino mantener su arsenal atómico, a cambio de algunas garantías y de un acercamiento estratégico y económico. Esta nueva política socava las bases del TNP, e introduce dos riesgos. Uno es que Rusia y China favorezcan con acuerdos similares a Irán, Pakistán, u otros. El resultado sería un parche con el que se integraría de facto en el club nuclear a países de confianza, ofreciendo diversos incentivos en cada caso. Pero incluir a nuevos socios en el club, además de violar el Tratado, abre la puerta a nuevos villanos en busca de ventajas por la vía de los hechos consumados. El otro riesgo es que los amigos de hoy pueden convertirse en los enemigos de mañana -basta recordar a Sadam Hussein y al Sha de Persia-. ¿Qué garantiza que India u otro país en la región seguirá siendo un aliado dentro de una década? El tercer factor es, en fin, la pervivencia en esta historia de oscuros personajes y entramados fuera de control, provenientes de la guerra fría. Corea del Norte, aislada, en decadencia total, es un caso aparte, una mina abandonada pero activa. Muy poco que ver con Irán, un país al alza que aspira a convertirse en potencia regional de Oriente Medio y que alberga tantas luces como sombras.
El ensayo norcoreano supone un gran fracaso de la diplomacia internacional lastrada por la línea dura de Washington y su doble rasero, y nos confirma dos cosas. Primero, una política nuclear ad hoc no funciona a la larga en ausencia de un planteamiento consensuado y coherente. Segundo, las sanciones económicas -como las puestas en práctica por EE UU para ahogar al régimen norcoreano- tienen, bajo ciertas circunstancias, un efecto negativo multiplicador. Detrás de la nuclearización de Corea del Norte y de Irán está el temor de sus dirigentes a ser derrocados desde el exterior. Con precedentes como los de Afganistán e Irak, ése es el modo de disuasión más efectivo frente a la Estrategia de Seguridad Nacional de Bush.
¿Cómo salir de este círculo del mal?
En mayo de 2005, la Conferencia de Revisión del Tratado de No Proliferación fracasó por los bloqueos estadounidense, egipcio, e iraní. Entonces, una Posición Común presentada por la Unión Europea, la de mayor espíritu constructivo, llegó tarde. Ahora es preciso intentarlo de nuevo.
En primer lugar, Europa y EE UU deben coordinarse mejor respecto a dos actores clave: China y Rusia. China tiene las llaves del conflicto norcoreano y de Asia Oriental; pero las utiliza a su manera, abriendo y cerrando puertas con parsimonia. Rusia es un gran enigma con una llave averiada: un retorno de Ucrania o Bielorrusia al club nuclear sería fatal. Pero el mayor reto estriba en mantener alejado el material sensible y la tecnología de las redes terroristas no estatales. Si Corea del Norte quisiese lanzar un ataque nuclear contra EE UU, ¿lo haría a través de uno de sus misiles Taepodong 2, o a través de Al Qaeda? Sobre Irán, tenemos que ser optimistas; hay historias de conversiones de villanos mucho peores a base de incentivos -así la Libia de Gaddafi- y más si poseen importantes recursos energéticos. En cuanto al mencionado acuerdo con India, aún pendiente de ratificación por el Congreso norteamericano, Europa debería presionar para que Nueva Delhi e Islamabad firmen el Tratado de Prohibición de Ensayos Nucleares.
Corresponde a EE UU liderar en Naciones Unidas un nuevo régimen consensuado, sin dobles raseros, donde impere la legalidad sobre la subjetividad política. Tal vez, un relevo presidencial en 2008 y el destierro de los neocon lo haría posible. Por su lado, la UE debería fijar una política nuclear común de aquí a la próxima Conferencia de Revisión del TNP en 2010. Ojalá que, para entonces, este thriller no haya terminado bruscamente.
Negociación: la única salida/Por Pablo Bustelo, investigador principal (Asia-Pacífico) del Real Instituto Elcano
Tomado de EL PAÍS, 15/10/2006
El anuncio de Pyongyang de que llevó a cabo, el pasado 9 de octubre, una prueba nuclear ha provocado reacciones de todo tipo. Conviene descartar, de entrada, las menos y las más alarmistas. En el momento de redactar estas líneas, todo parece indicar que se ha tratado en efecto de una detonación nuclear, aunque de una intensidad, parece ser, inusualmente pequeña. Así, Corea del Norte posee ya tanto bombas nucleares como misiles, pero se cree que no domina todavía, afortunadamente, la técnica necesaria para miniaturizar las primeras, convertirlas en cabezas nucleares e instalarlas en los segundos.
Esta prueba nuclear es una manifestación evidente de la locura a la que ha llegado un régimen aislado y plagado de problemas. El razonamiento de Pyongyang no se sostiene: ha afirmado que la prueba era necesaria como elemento imprescindible de disuasión ante un eventual ataque estadounidense. Lo cierto es que sus fuerzas militares convencionales ya cumplen sobradamente esa labor. No parece además que Washington, aunque quisiera, sea capaz en estos momentos de abrir un segundo frente bélico, adicional al de Irak y Afganistán. Ha habido por tanto otras razones: quizá la visita del primer ministro japonés a Seúl, la elección de un diplomático surcoreano al frente de Naciones Unidas, el fracaso de las pruebas de misiles de julio, etcétera.
En cualquier caso, es un salto cualitativo, que busca intensificar al extremo el chantaje nuclear, con miras a obtener concesiones en forma de levantamiento de sanciones, garantías de seguridad, ayuda o reconocimiento diplomático.
La prueba nuclear es, además, la expresión de un fracaso colectivo. La ambivalencia de la Administración Bush (apoyada en buena medida por el Gobierno japonés), que en los últimos años no ha aclarado si su objetivo era evitar un nuevo Estado nuclear o bien provocar un cambio de régimen, es en buena parte responsable de la situación actual. Por su parte, la apuesta china, surcoreana y rusa por el acercamiento a Pyongyang y el mantenimiento del statu quo ha quedado seriamente maltrecha.
Pero, sobre todo, la prueba va a tener graves consecuencias para la estabilidad y la seguridad en Asia oriental y, por extensión, en el mundo. En primer lugar, puesto que crea un nuevo Estado nuclear en una zona inestable, podría provocar, en un efecto dominó, la nuclearización de Corea del Sur y Japón. Si Tokio empieza a debatir seriamente el dotarse de armas nucleares y no digamos si finalmente lo hace, la reacción de China podría ser imprevisible. En segundo término, la prueba podría facilitar la transferencia de armamento atómico o de conocimientos nucleares de Pyongyang a otros Estados o, lo que es peor, a grupos terroristas, atraídos por la demostración de fuerza. El historial de proliferación de armas de destrucción masiva por parte de Corea del Norte (a Pakistán, Irán, Siria, etcétera) no es precisamente tranquilizador. En tercer lugar, la prueba nuclear demuestra el fracaso de las conversaciones a seis bandas (China, las dos Coreas, EE UU, Japón y Rusia), que hasta ahora eran consideradas esenciales por constituir el único foro multilateral de diálogo con el régimen de Kim Jong Il. Por último, la crisis, especialmente si se agrava, podría tener efectos económicos nocivos en Corea del Sur y sobre todo Japón, que se está recuperando tras muchos años de estancamiento.
La reacción de la comunidad internacional no es nada sencilla. La opción militar -invasión o ataques quirúrgicos- debería ser descartada. Corea del Norte tiene un millón de soldados, una imponente fuerza de artillería, cientos de misiles y un buen número de aviones de combate. En cuanto a los bombardeos de precisión, no se sabe a ciencia cierta dónde están las instalaciones nucleares o de lanzamiento de misiles. Hay riesgo de fugas radiactivas. Y la respuesta de Pyongyang podría ser gravísima: sin ir más lejos, Seúl está al alcance de la artillería norcoreana y Tokio es vulnerable a sus misiles.
Las sanciones, aunque inevitables, no suscitan unanimidad en cuanto a su contenido. China y Corea del Sur no quieren provocar un derrumbe del régimen. Pekín no desea perder el tampón entre su frontera oriental y las tropas estadounidenses estacionadas en Corea del Sur. Tendría además que acoger a cientos de miles de refugiados norcoreanos. Seúl no está en condiciones de hacer frente a una reunificación desordenada de la península. Además, las sanciones (económicas, financieras, diplomáticas, etcétera) pueden ser sencillamente ineficaces, al aplicarse sobre un régimen aislado y autárquico desde hace años, salvo que afecten al soporte vital del país, esto es, a su comercio con China y Corea del Sur y a la ayuda energética y alimentaria de Pekín y Seúl.
Así que debería imponerse una solución pacífica y diplomática a la crisis. Para tal fin, Washington tendría que declarar solemnemente que no tiene intención de invadir o atacar a Corea del Norte ni de propiciar un cambio de su régimen. China y Corea del Sur, por su parte, deberían reducir (pero no cancelar) su comercio y su ayuda alimentaria y energética. Acto seguido, la comunidad internacional debería hacer una oferta que Pyongyang no pueda rechazar, basada en la adopción de medidas simultáneas por ambas partes.
El objetivo final de la comunidad internacional debe seguir siendo el mismo que el de los últimos años: el desmantelamiento completo, comprobable y definitivo de los programas nucleares de Corea del Norte. Cualquier otra cosa prolongaría o agravaría el conflicto.
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