15 oct 2006

Morofobia




En Abril de 1609, Felipe III firmó el decreto que prácticamente desaparece de España a miles de gente dedicados, en su mayor parte, al cultivo de las tierras: los moriscos.
El decreto de expulsión era una copia fiel de la de los Reyes Católicos contra los judíos en 1492.
De repente miles de personas fueron echados de su país por la sencilla razón de que eran diferentes: hablaban otra lengua, tenían otras costumbres y adoraban al mismo dios de forma distinta.
¡Fue un acto barbaro!
Los moriscos son los mudéjares que en 1502 fueron obligado por la Corona de Castilla a convertirse al cristianismo. Morisco en su sentido más propio es pues el cristiano nuevo de moro, converso de moro o nuevamente convertido.
La profesora Ángeles Ramírez, (EL PAÍS, 08/10/2006) dice que “la idiosincrasia de la islamofobia en España tiene su base en la morofobia, y se encuadra en el odio al moro."
Agrega que "para el historiador Eloy Martín, se hace patente desde nuestro descubrimiento colonial de Marruecos, a últimos del XIX y primeros del XX, pero sobre todo, durante el Protectorado español en Marruecos (1912-1956) hasta la independencia del Sáhara. Marruecos se orientalizó, y la imagen negativa del marroquí, del moro, apuntalada por las relaciones coloniales, se extendió al conjunto de la población arabo-musulmana. Las características que históricamente se achacaban al marroquí eran la pereza, crueldad, lascivia, deslealtad, fanatismo, etcétera, y para el caso de las mujeres, básicamente la ignorancia y la sumisión, porque estos estereotipos estaban generizados. Y estas imágenes se refuerzan con la inmigración...."
Recomiendo el siguiente artículo:
Moros en la costa/Ángel López García-Molins, catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia
Publicado en EL PAÍS, 14/10/2006;
Curioso lo que está pasando. Hasta hace bien poco, España -junto con Sicilia- era el único país de Europa Occidental en el que el mundo musulmán formaba parte del imaginario colectivo: los “moros” (para entendernos: empleo la denominación étnica popular, la cual, contra lo que se suele decir, no era peyorativa en el origen, pues alude simplemente a la provincia romana de Mauritania), estaban presentes en las conversaciones de todos los días, en las frases hechas y en los refranes. Del marido machista se decía que era un moro. Cuando se podía hablar, es que no había moros en la costa. Cuando alguien hacía promesas exageradas, es que estaba prometiendo el oro y el moro. Ahora resulta que los “moros” amedrentan a todo un pequeño país del norte de Europa porque a unos dibujantes se les ocurre ofender al Profeta, ponen contra las cuerdas al mismísimo Vaticano cuando al Papa se le va la mano en los recursos retóricos y hasta impiden el estreno de una ópera de Mozart.
Y digo que es curioso porque, contra lo que cabría esperar, nuestras reacciones están siendo tan hipócritas e histéricas como las de todos los demás. Hipócritas, en la medida en que las cataplasmas verbales, siempre políticamente correctas, de los comunicadores españoles tan apenas logran encubrir el desprecio racista que la cultura musulmana sigue suscitando entre nosotros. Histéricas, porque tras el presunto respeto a sus costumbres, lo que suele haber es miedo, un miedo que sin el 11-S y, sobre todo, sin el 11-M, no habría llegado a producirse. Lo último que nos faltaba por oír es la noticia del desfile de las comparsas de los cristianos de Alcoi en Nueva York: sin moros visibles, pero con moros bien presentes en el pensamiento. Naturalmente, para el espectador americano lo que queda no es el supuesto respeto a los moros sino la constatación de que los hispanos vienen de Europe y son unos europeans como todos los demás: cristianos de pura cepa.
Malo es edificar la convivencia sobre mentiras, pero peor aún es hacerlo sobre medias verdades. Al fin y al cabo, las mentiras acaban por descubrirse, mientras que las verdades parciales, como no dejan de ser ciertas en la parte que les toca, no lo hacen nunca. Digamos unas cuantas cosas a las claras. Toda esa historia de la convivencia ejemplar entre moros, cristianos y judíos en la España medieval es un puro cuento: hubo una convivencia culturalmente fructífera, pero unos ganaron y otros perdieron. Por eso, en 1492 salieron expulsados los judíos y en 1609, los moriscos. No sé si en esta España de las autonomías, algunas con proclividades exclusivistas, se es suficientemente consciente de que las naciones y nacionalidades que cada día se están reivindicando lo son porque sus antepasados echaron a los moros. Así de simple: Asturias, Castilla y Cataluña no existen desde tiempo inmemorial ni gracias a la clarividencia de sus artífices míticos respectivos, los condes don Pelayo, Fernán González y Guifré el Pilós: existen porque estos y los que les sucedieron mataron a muchos moros y los fueron acorralando cada vez más al sur. También es verdad que en Capadocia, en Siria y en Egipto había cristianos -aún quedan, bastante acorralados- y que allí fueron los “moros” los que los machacaron, con que más vale dejarse de paños calientes y aceptar que la historia la escriben siempre los vencedores.
Aquí mismo acabamos de celebrar el Nou d’Octubre y la entrada de Jaume I en València con la asepsia habitual, sólo turbada por algún cafre que la emprende a palazos con sus correligionarios cristianos por un quítame allá esas pajas idiomáticas. Pero hombre, que el rey no llegó en el Euromed como turista, que para conquistar el cap i casal tuvo que derrotar a los moros y no precisamente con la play-station. Es sorprendente que algo tan obvio como que venimos de los cristianos se quiera escamotear en una imposible neutralidad multicultural. No se me malinterprete: por supuesto que Europa es una sociedad laica, pero lo es porque el cristianismo -Lutero y los ilustrados mediante- logró evolucionar políticamente hacia el laicismo. Y si los países musulmanes todavía no lo son es porque el Islam no ha seguido dicho derrotero histórico. De nuestro pasado no deberían extraerse consecuencias interesadas en el plano educativo (toda esa historia de la asignatura de Religión), pero dejar de sacarlas en lo cultural me parece irresponsable, cuando no suicida. Francia es un régimen republicano, yo diría que irreversible, mas Francisco I y Luis XIV serán para los franceses siempre los buenos y (nuestros) Carlos I y Felipe II los malos: ¡qué le vamos a hacer!
Vuelvo a las fiestas de moros y cristianos, tan valencianas, aunque no sólo (existen en todas las regiones del este peninsular: en Jaén, en Jumilla, en Alcázar de San Juan, en Lleida, en Ainsa). Creo que unas celebraciones en las que los antiguos enemigos desfilan tan ufanos en medio del jolgorio, no sólo son un bien de interés turístico, sobre todo deberían verse como un foro de intercambio cultural impagable. ¿Que están llenas de anacronismos? Por supuesto, para eso son fiestas populares y no una tesis doctoral. Pero esos moros con puro en la boca, esas bayaderas con movimientos insinuantes, aunque no reflejen lo que hoy es el otro, sí representan un caso rarísimo en el Occidente moderno de aceptación de la alteridad. Como todo el mundo sabe, hasta ahora, en Ontinyent, en Alcoi, en Calp, en Elda, se valora más ser moro que cristiano. El día que los moros de verdad, los que nos recogen la fruta, también formen parte de alguna comparsa -y si es de cristianos, mejor- ya no nos preocupará tanto que haya moros en la costa porque sabremos que han venido de invitados y no de invasores. ¿O qué quieren, que sigamos mirándonos unos a otros de soslayo y que, a no tardar mucho y aprovechando la disparatada pretensión de Al Qaeda cuando habla de recuperar Al-Andalus (¡), aparezca en España un partido que, como el Vlaams Belang, alce la bandera electoral de la expulsión de los moriscos?

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