El hombre que nos describió el infierno/Mario Vargas Llosa
Como en la última etapa de su vida se dedicó a lanzar fulminaciones bíblicas contra la decadencia de Occidente y a defender un nacionalismo ruso sustentado en la tradición y el cristianismo ortodoxo, se había vuelto una figura incómoda, hasta antipática, y ya casi no se hablaba de él. Ahora que, a sus 89 años, un ataque cardíaco acabó con su vida, se puede formular un juicio más sereno sobre este intelectual y profeta moderno, acaso el escritor que más tumultos y controversias haya provocado en todo el siglo veinte.
Digamos, ante todo, que su corazón resistiera 89 años las indescriptibles penalidades que debió afrontar -la guerra mundial contra el fascismo, las torturas y el confinamiento de tantos años en los campos de exterminio soviético, el cáncer, el exilio de otros tantos años en el páramo siberiano, la persecución y la censura, las campañas de calumnia y descrédito, la expulsión deshonrosa y la privación de la ciudadanía, el secuestro de sus manuscritos, etcétera- es un milagro de la voluntad imponiéndose a la carne miserable, una prueba inequívoca de que aquella potencia del espíritu para sobreponerse a la adversidad no es sólo patrimonio de los héroes epónimos que glorifican las religiones e inventan las sagas y los cantares de gesta, pues encarna a veces, de siglo en siglo, en alguna figura tan terrestre y perecedera como el común de los mortales.
No fue un gran creador, como lo fueron sus compatriotas Tolstoi y Dostoievski, pero su obra durará tanto o más que la de ellos y que la de cualquier otro escritor de su tiempo como el más desgarrado e intenso testimonio sobre los desvaríos ideológicos y los horrores totalitarios del siglo XX, las injusticias y crímenes colectivos de los que fueron víctimas entre 30 y 40 millones de personas, una cifra tan enorme que vuelve abstracto y casi desvanece en su gigantismo astral lo que fue el miedo cerval, el dolor inconmensurable, la humillación y los tormentos psicológicos y corporales que precedieron y acompañaron el exterminio de esa humanidad por la demencia despótica de Stalin y del sistema que le permitió convertirse en uno de los más crueles genocidas de toda la historia.
Archipiélago Gulag es mucho más que una obra maestra: es una demostración de que, aun en medio de la barbarie y el salvajismo más irracionales, lo que hay de noble y digno en el ser humano puede sobrevivir, defenderse, testimoniar y protestar. Que siempre es posible resistir al imperio del mal y que si esa llamita de decencia y limpieza moral no se apaga a la larga termina por prevalecer contra el fanatismo y la locura autoritaria.
No es un libro fácil de leer, porque es denso, prolijo y repetitivo, y porque desde sus primeras páginas una asfixia se apodera del lector, una terrible desmoralización por la suciedad moral y la estupidez que anima los crímenes políticos, las torturas, las delaciones, los extremos de ignominia en que verdugos y víctimas se confunden, el miedo convertido en el aire que se respira, con el que hombres y mujeres se acuestan y se levantan, y los recursos ilimitados de la imaginación dogmática para multiplicar y refinar la crueldad. Todo aquello viene hasta nosotros a través de la literatura, pero no es literatura, es vida vivida o mejor dicho padecida año tras año, día a día, en el desamparo y la ignorancia totales, sin la menor esperanza de que algo o alguien venga por fin a poner punto final a semejante agonía.
¿De dónde sacó fuerzas este hombre del común, oscuro matemático, para resistir todo aquello y, una vez salido del infierno, volver a él y dedicar el resto de su vida a reconstruirlo, documentarlo y contarlo con minuciosa prolijidad, sin olvidar una sola vileza, maldad, pequeñez o inmundicia, para que el resto del mundo se enterara de lo que es vivir en el horror?
Había en Solzhenitsin algo de esa estofa de la que estuvieron hechos esos profetas del Antiguo Testamento a los que hasta en su físico terminó por parecerse: una convicción granítica que lo defendía contra el sufrimiento, un amor a la verdad y a la libertad que lo hacían invulnerable a toda forma de abdicación o de chantaje. Fue uno de esos seres incorruptibles que nos asustan porque su sola existencia delata nuestras debilidades. Cuando las circunstancias lo obligaron a dejar su amado país -porque lo increíble es que amó siempre a Rusia con la inocencia y la terquedad de un niño, pese a todas las pruebas que su país le infligió- creyó que, en el mundo occidental al que llegaba, iba a ver confirmado todo aquello con lo que, en el aislamiento del gulag y la tundra siberiana, había soñado: una sociedad donde la libertad fuera tan grande como la responsabilidad de los ciudadanos, donde el espíritu prevalecía sobre la materia, la cultura domesticaba los instintos y la religión humanizaba al individuo y fomentaba la solidaridad y la conducta moral.
Como esa visión del Occidente era tan ingenua como su patriotismo, el espectáculo con el que se encontró le causó una decepción de la que nunca se curó: ¿para eso les servía la libertad y la democracia a las privilegiadas gentes del Occidente? ¿Para acumular riquezas y derrocharlas en la frivolidad, el lujo, el hedonismo y la sensualidad? ¿Para fomentar el cinismo, el egoísmo, el materialismo, para dar la espalda a la moral, al espíritu, para ignorar los peligros que amenazaban esos valores cívicos, políticos y morales que habían traído la prosperidad, la legalidad y el poderío al Occidente?
Desde entonces comenzó a tronar, con acento olímpico, contra la degeneración moral y política de las sociedades occidentales y a encasillarse en esa idea utópica de que Rusia era distinta, de que en ella, a pesar del comunismo, y tal vez debido a esos 80 años de expiación política y social, podía venir, con la caída del régimen soviético, ese ideal que combinara el nacionalismo y la democracia, la vida espiritual y el progreso material, la tradición y la modernidad, la cultura y la fe. Lo extraordinario es que, en los años finales de su vida, Solzhenitsin identificara semejante utopía con el autoritarismo de Vladimir Putin y legitimara con su enorme prestigio moral al nuevo autócrata de Rusia y callara sus desafueros, sus recortes a la libertad, sus atropellos políticos y sus matonerías internacionales.
Ahora bien, que se equivocara en esto no rebaja en modo alguno la extraordinaria hazaña política e intelectual que fue la suya: emerger del infierno concentracionario para contarlo y denunciarlo, en unos libros cuya fuerza documental y moral no tienen paralelo en la historia moderna, unos libros sobre los que habrá siempre que volver para recordar que la civilización es una delgada película que puede quebrarse con facilidad y precipitar de nuevo a un país en el infierno del oscurantismo y la crueldad, que la libertad, una conquista tan preciosa, es una llamita que, si dejamos que se apague, estalla una violencia que supera todas las peores pesadillas que han pintado los grandes visionarios de la maldad humana, los horrores dantescos, las atrocidades del Bosco o de Goya, las fantasías sadomasoquistas del divino marqués. Archipiélago Gulag mostró que, tratándose de crueldad, el fanatismo político puede producir peores monstruosidades que el delirio perverso de los artistas.
Yo nunca lo conocí en persona, pero estuve cerca de él, en Cavendish, el pueblecito del estado de Vermont, en Estados Unidos, donde vivió de 1976 a 1994, en el exilio. “Vale la pena que vayas allá sólo para que veas cómo lo cuidan los vecinos”, me había dicho mi amigo Daniel Rondeau, uno de los pocos que consiguió cruzar la casita-fortaleza en que vivía encerrado, escribiendo. Fui, en efecto, y pregunté por él a la primera persona que encontré, una señora que abría a paladas un caminito entre la nieve. “No quiero molestar al señor Solzhenitsin”, le dije, “sólo ver su casa de lejos. ¿Me puede indicar dónde está?”. Sus indicaciones me llevaron al borde de un abismo. Pregunté a tres o cuatro personas más y todas me engañaron y desviaron de la misma manera.
Por fin, un bodeguero me confesó la verdad: “Nadie en la vecindad le mostrará la casa del señor Solzhenitsin. Él no quiere que lo molesten y nosotros en el pueblo nos encargamos de que sea así. Lo mejor que puede usted hacer ahora es irse”. Estoy seguro que todas las banderas de las casas del bello pueblecito nevado de Cavendish flotan hoy día a media asta.
Digamos, ante todo, que su corazón resistiera 89 años las indescriptibles penalidades que debió afrontar -la guerra mundial contra el fascismo, las torturas y el confinamiento de tantos años en los campos de exterminio soviético, el cáncer, el exilio de otros tantos años en el páramo siberiano, la persecución y la censura, las campañas de calumnia y descrédito, la expulsión deshonrosa y la privación de la ciudadanía, el secuestro de sus manuscritos, etcétera- es un milagro de la voluntad imponiéndose a la carne miserable, una prueba inequívoca de que aquella potencia del espíritu para sobreponerse a la adversidad no es sólo patrimonio de los héroes epónimos que glorifican las religiones e inventan las sagas y los cantares de gesta, pues encarna a veces, de siglo en siglo, en alguna figura tan terrestre y perecedera como el común de los mortales.
No fue un gran creador, como lo fueron sus compatriotas Tolstoi y Dostoievski, pero su obra durará tanto o más que la de ellos y que la de cualquier otro escritor de su tiempo como el más desgarrado e intenso testimonio sobre los desvaríos ideológicos y los horrores totalitarios del siglo XX, las injusticias y crímenes colectivos de los que fueron víctimas entre 30 y 40 millones de personas, una cifra tan enorme que vuelve abstracto y casi desvanece en su gigantismo astral lo que fue el miedo cerval, el dolor inconmensurable, la humillación y los tormentos psicológicos y corporales que precedieron y acompañaron el exterminio de esa humanidad por la demencia despótica de Stalin y del sistema que le permitió convertirse en uno de los más crueles genocidas de toda la historia.
Archipiélago Gulag es mucho más que una obra maestra: es una demostración de que, aun en medio de la barbarie y el salvajismo más irracionales, lo que hay de noble y digno en el ser humano puede sobrevivir, defenderse, testimoniar y protestar. Que siempre es posible resistir al imperio del mal y que si esa llamita de decencia y limpieza moral no se apaga a la larga termina por prevalecer contra el fanatismo y la locura autoritaria.
No es un libro fácil de leer, porque es denso, prolijo y repetitivo, y porque desde sus primeras páginas una asfixia se apodera del lector, una terrible desmoralización por la suciedad moral y la estupidez que anima los crímenes políticos, las torturas, las delaciones, los extremos de ignominia en que verdugos y víctimas se confunden, el miedo convertido en el aire que se respira, con el que hombres y mujeres se acuestan y se levantan, y los recursos ilimitados de la imaginación dogmática para multiplicar y refinar la crueldad. Todo aquello viene hasta nosotros a través de la literatura, pero no es literatura, es vida vivida o mejor dicho padecida año tras año, día a día, en el desamparo y la ignorancia totales, sin la menor esperanza de que algo o alguien venga por fin a poner punto final a semejante agonía.
¿De dónde sacó fuerzas este hombre del común, oscuro matemático, para resistir todo aquello y, una vez salido del infierno, volver a él y dedicar el resto de su vida a reconstruirlo, documentarlo y contarlo con minuciosa prolijidad, sin olvidar una sola vileza, maldad, pequeñez o inmundicia, para que el resto del mundo se enterara de lo que es vivir en el horror?
Había en Solzhenitsin algo de esa estofa de la que estuvieron hechos esos profetas del Antiguo Testamento a los que hasta en su físico terminó por parecerse: una convicción granítica que lo defendía contra el sufrimiento, un amor a la verdad y a la libertad que lo hacían invulnerable a toda forma de abdicación o de chantaje. Fue uno de esos seres incorruptibles que nos asustan porque su sola existencia delata nuestras debilidades. Cuando las circunstancias lo obligaron a dejar su amado país -porque lo increíble es que amó siempre a Rusia con la inocencia y la terquedad de un niño, pese a todas las pruebas que su país le infligió- creyó que, en el mundo occidental al que llegaba, iba a ver confirmado todo aquello con lo que, en el aislamiento del gulag y la tundra siberiana, había soñado: una sociedad donde la libertad fuera tan grande como la responsabilidad de los ciudadanos, donde el espíritu prevalecía sobre la materia, la cultura domesticaba los instintos y la religión humanizaba al individuo y fomentaba la solidaridad y la conducta moral.
Como esa visión del Occidente era tan ingenua como su patriotismo, el espectáculo con el que se encontró le causó una decepción de la que nunca se curó: ¿para eso les servía la libertad y la democracia a las privilegiadas gentes del Occidente? ¿Para acumular riquezas y derrocharlas en la frivolidad, el lujo, el hedonismo y la sensualidad? ¿Para fomentar el cinismo, el egoísmo, el materialismo, para dar la espalda a la moral, al espíritu, para ignorar los peligros que amenazaban esos valores cívicos, políticos y morales que habían traído la prosperidad, la legalidad y el poderío al Occidente?
Desde entonces comenzó a tronar, con acento olímpico, contra la degeneración moral y política de las sociedades occidentales y a encasillarse en esa idea utópica de que Rusia era distinta, de que en ella, a pesar del comunismo, y tal vez debido a esos 80 años de expiación política y social, podía venir, con la caída del régimen soviético, ese ideal que combinara el nacionalismo y la democracia, la vida espiritual y el progreso material, la tradición y la modernidad, la cultura y la fe. Lo extraordinario es que, en los años finales de su vida, Solzhenitsin identificara semejante utopía con el autoritarismo de Vladimir Putin y legitimara con su enorme prestigio moral al nuevo autócrata de Rusia y callara sus desafueros, sus recortes a la libertad, sus atropellos políticos y sus matonerías internacionales.
Ahora bien, que se equivocara en esto no rebaja en modo alguno la extraordinaria hazaña política e intelectual que fue la suya: emerger del infierno concentracionario para contarlo y denunciarlo, en unos libros cuya fuerza documental y moral no tienen paralelo en la historia moderna, unos libros sobre los que habrá siempre que volver para recordar que la civilización es una delgada película que puede quebrarse con facilidad y precipitar de nuevo a un país en el infierno del oscurantismo y la crueldad, que la libertad, una conquista tan preciosa, es una llamita que, si dejamos que se apague, estalla una violencia que supera todas las peores pesadillas que han pintado los grandes visionarios de la maldad humana, los horrores dantescos, las atrocidades del Bosco o de Goya, las fantasías sadomasoquistas del divino marqués. Archipiélago Gulag mostró que, tratándose de crueldad, el fanatismo político puede producir peores monstruosidades que el delirio perverso de los artistas.
Yo nunca lo conocí en persona, pero estuve cerca de él, en Cavendish, el pueblecito del estado de Vermont, en Estados Unidos, donde vivió de 1976 a 1994, en el exilio. “Vale la pena que vayas allá sólo para que veas cómo lo cuidan los vecinos”, me había dicho mi amigo Daniel Rondeau, uno de los pocos que consiguió cruzar la casita-fortaleza en que vivía encerrado, escribiendo. Fui, en efecto, y pregunté por él a la primera persona que encontré, una señora que abría a paladas un caminito entre la nieve. “No quiero molestar al señor Solzhenitsin”, le dije, “sólo ver su casa de lejos. ¿Me puede indicar dónde está?”. Sus indicaciones me llevaron al borde de un abismo. Pregunté a tres o cuatro personas más y todas me engañaron y desviaron de la misma manera.
Por fin, un bodeguero me confesó la verdad: “Nadie en la vecindad le mostrará la casa del señor Solzhenitsin. Él no quiere que lo molesten y nosotros en el pueblo nos encargamos de que sea así. Lo mejor que puede usted hacer ahora es irse”. Estoy seguro que todas las banderas de las casas del bello pueblecito nevado de Cavendish flotan hoy día a media asta.
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Memorias de un fugitivo/Anna Zebrowska (*)
Publicado en la revista Proceso (http://www.proceso.com.mx/), No. 1658, 10 de agosto de 2008;
El 13 de febrero de 1974 Alexander Solyenitzin fue trasladado de la cárcel de Lefortov, directamente al avión que habría de llevarlo en un par de horas a la República Federal Alemana. El gobierno soviético lo considera como un traidor y lo priva de la ciudadanía. Solyenitzin hace una breve visita a la casa del escritor Heinrich Böll y se traslada a Zurich. Pero Zurich sólo es una escala antes de marcharse a Estados Unidos, en donde redactará la obra de su vida: La rueda roja, cuya última página –la número 6246– escribirá en 1992.
El 13 de febrero de 1974 Alexander Solyenitzin fue trasladado de la cárcel de Lefortov, directamente al avión que habría de llevarlo en un par de horas a la República Federal Alemana. El gobierno soviético lo considera como un traidor y lo priva de la ciudadanía. Solyenitzin hace una breve visita a la casa del escritor Heinrich Böll y se traslada a Zurich. Pero Zurich sólo es una escala antes de marcharse a Estados Unidos, en donde redactará la obra de su vida: La rueda roja, cuya última página –la número 6246– escribirá en 1992.
En la URSS, desde 1966, Solyenitzin tiene cerrado el acceso a la imprenta. Sus obras circulan de manera clandestina. Sus cartas abiertas a los escritores, al patriarca Pimen, y a los líderes del Estado soviético, lo hacen, junto con Zajarov, líder del movimiento disidente. Despedido de la Unión de Escritores de Rusia, enfrenta a la máquina propagandística.
En 1970 obtiene el Premio Nobel, pero no viaja a recibirlo porque teme que no será admitido a su regreso. Cuatro años más tarde el destierro se convierte en un hecho. En el aeropuerto alemán lo rodea una multitud de fotorreporteros. Todos esperan que condene el comunismo, que dé una declaración digna de las primeras planas de los periódicos del mundo.“Bastante he dicho en la Unión Soviética, ahora me quedaré callado”, responde inesperadamente para sí mismo.
Cayó la semilla entre las piedras molares comienza la descripción del carrusel de los primeros días. Después de la deportación, las fricciones iniciales con los medios occidentales, ávidos de amarillismo.“Ustedes son peores que los órganos de seguridad”, rechaza a los periodistas molesto porque lo asedian aun en su casa.
En el pequeño departamento rentado crecen los montones de telegramas, cartas y libros en todos los idiomas del mundo. Es algo agradable, pero complica el trabajo. Las decepciones se suceden una tras otra. Solyenitzin dona a la Fundación de Ayuda a los Perseguidos y sus Familias las cuatro quintas partes de sus regalías. Los editores occidentales no siguen su ejemplo, lo que más les interesa es ganar. El archipiélago Gulag se publica en Estados Unidos con un tiraje de 2 millones de ejemplares, pero cuando aparece el tercer tomo se vende poco. Occidente se había cansado de leer sobre las atrocidades rusas.
Todo lo que piensa se vuelve contra él. Después de su discurso en Harvard, en el que critica los modelos occidentales de cultura --el consumismo, el dictado de la banalidad política en los medios--, la prensa estadunidense está indignada: el emigrante del Este quiere enseñar a los nativos cómo deben vivir.“Sus comentarios son provocativos y tontos. Es un partidario de la Guerra Fría. Un fanático. Si no le gusta, que se largue”.
No sólo los comunistas persiguen a quien toma la palabra.“Cada paso en Occidente, aun el más simple, puede conducir a un juicio; para mí eso ha sido una absoluta y muy desagradable sorpresa”, declara después de que una orden judicial prohíbe la publicación del libro El roble y el ternero. En él señalaba que la información que Der Spiegel había publicado sobre su persona provenía de la KGB. Para el disidente soviético era algo obvio pero imposible de probar.
Es obligado a retirar del texto el nombre del semanario.
Sus controvertidas declaraciones multiplican sus conflictos. También se produce una disputa con Andrei Sajarov, así como con los emigrantes más jóvenes, quienes, en su opinión, han elegido “una vida fácil en Europa y en Norteamérica, lejos de los sufrimientos rusos”. La KGB se frota las manos y envía provocadores.
En sus libros, Solyenitzin sólo parece prestar atención a los asuntos primordiales, los pormenores no existen. Sólo de paso nos enteramos de que el profeta sabe conducir un automóvil, y que conoce más o menos el alemán y el inglés (aunque se fatiga después de hablarlo más de media hora).
En la vida de Solyenitzin prácticamente no existen las fiestas, los domingos, las vacaciones –“cada día debe tener su objetivo”. Su principal preocupación: “no permitir que se apague la llama del escritor”, y procurar que dicha llama sirva a Rusia.
Deportado a los 55 años, su conciencia le dice que nada tiene que reprocharse: hasta donde pudo, dijo la verdad sobre Rusia. Su voz fue como una semilla terca que atraviesa el hormigón y saca a la superficie un delgado tallo.
Regresará a Rusia en 1994. Entre 1999 y 2001 publica en la revista mensual Novy Mir, la misma en la que debutó, las memorias de quien fuera un fugitivo: Cayó la semilla entre las piedras molares.“Con la bendición de Dios, la vida ha tenido éxito.” l
(*) Periodista polaca. Este artículo acaba de aparecer en la Gazeta Weyborcza, de Varsovia. La traducción es de Aleksander Bugajski.
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Solyenitzin: Autobiografía literaria
Publicado en la revista Proceso (http://www.proceso.com.mx/), No. 1658, 10 de agosto de 2008;
Después de ser considerado como uno de los escritores más importantes del mundo –se le comparó con Chéjov, con Dostoievski–, Alexander Solyenitzin vio disminuir su fama literaria al punto de descubrirse prácticamenteaislado en Rusia, befado en Europa y olvidado por el resto del mundo. Su muerte impone ahora una necesaria revaloración de su obra. Estos dos textos, piezas complementarias, dan pie a tal ejercicio.
Después de ser considerado como uno de los escritores más importantes del mundo –se le comparó con Chéjov, con Dostoievski–, Alexander Solyenitzin vio disminuir su fama literaria al punto de descubrirse prácticamenteaislado en Rusia, befado en Europa y olvidado por el resto del mundo. Su muerte impone ahora una necesaria revaloración de su obra. Estos dos textos, piezas complementarias, dan pie a tal ejercicio.
Nací en Kislovodsk el 11 de diciembre de 1918. Mi padre estudió filología en la Universidad de Moscú, pero no concluyó sus estudios, pues se enlistó como voluntario cuando estalló la guerra en 1914. Se convirtió en oficial de artillería en el frente alemán, combatió durante toda la guerra y murió en el verano de 1918, seis meses antes de que yo naciera. Mi madre, quien trabajaba como taquimecanógrafa, me crió en el poblado de Rostov del Don, donde pasé toda mi niñez y juventud. Sin que nadie me alentara a ello, desde niño quise ser escritor y, de hecho, dejé a un lado muchas de las cosas habituales de la juventud. En 1936 terminé mis estudios de educación media. Traté de publicar mis escritos en aquellos años, pero no encontraba a nadie que los aceptara. Quería adquirir una educación literaria, pero en Rostov no había manera de obtener lo que deseaba. Mudarme a Moscú no era posible, en parte porque mi madre estaba sola y tenía mala salud, y en parte por nuestras modestas circunstancias. De manera que entré a estudiar matemáticas en el Departamento de Matemáticas de la Universidad de Rostov, donde descubrí que tenía una considerable aptitud para ellas. Pero aunque me resultaba fácil aprenderlas, no sentía que quisiera consagrarles mi vida entera. No obstante, habrían de tener un papel benéfico en mi destino, y por lo menos en dos ocasiones me salvaron la vida, pues probablemente no habría sobrevivido los ocho años que pasé en campos de detención si no hubiese sido transferido, por ser matemático, a la denominada sharashia, donde pasé cuatro años; y después, durante el exilio, se me permitió enseñar matemáticas y física. Ellas aliviaron mi existencia y me brindaron la posibilidad de escribir. Si hubiese tenido una educación literaria, lo más probable es que no habría sobrevivido a tales ordalías y que incluso hubiese sido sometido a presiones mucho mayores. Es verdad que entre 1939 y 1941 empecé a recibir algo de educación literaria. Fue un período durante el cual, junto con mis estudios de matemáticas, estudiaba por correspondencia en el Instituto de Historia, Filosofía y Literatura de Moscú.
En 1941, pocos días antes de que comenzara la guerra, obtuve mi título profesional por parte del Departamento de Física y Matemáticas de la Universidad de Rostov. Al principio de la guerra, debido a mi frágil salud, se me designó como conductor de vehículos tirados por caballo. Eso hice durante el invierno de 1941-1942. Después, dados mis conocimientos matemáticos, fui transferido a una escuela de artillería, de la cual se me dio de baja en noviembre de 1942, tras reprobar un curso. Inmediatamente se me puso al frente de una compañía que localizaba posiciones de artillería enemiga, y en tal encargo serví, sin descanso, en la primera línea de combate, hasta que fui arrestado en febrero de 1945. Ello ocurrió en Prusia oriental, una región ligada a mi destino de manera muy notable.En 1937, en mi primer año de estudios profesionales, decidí escribir un ensayo sobre “El desastre Samsonov”, ocurrido en Prusia oriental en 1914, y estudié todo lo que pude al respecto. Y en 1945 fui a esa zona.
Se me arrestó porque durante los años de 1944 y 1945 la censura había encontrado en mi correspondencia con un condiscípulo ciertas menciones irrespetuosas a Stalin, aun cuando nos referíamos a él de manera velada. Contribuyó a darle una base más amplia al “cargo” el que se descubrieran borradores de cuentos y de reflexiones en mi estuche para mapas. Sin embargo, ello no bastaba para abrirme un “juicio” en el que podría defenderme. De manera que en julio de 1945, por una resolución del Comité Especial de la NKVD, fui “sentenciado” en ausencia –procedimiento muy frecuente en aquel tiempo– a ocho años en un campo de detención (condena que en aquella época se consideraba benévola).
Cumplí la primera parte de mi condena en diversos campos de trabajo de tipo mixto (el tipo de campo descrito en mi obra de teatro, El inocente y la mujerzuela). En 1946, como matemático, fui transferido al grupo de institutos de investigación científica del Ministerio de Seguridad de Estado. Pasé la etapa media de mi condena en una de esas “prisiones especiales”. En 1950 fui enviado a uno de los nuevos “campos especiales”, diseñados sólo para prisioneros políticos. En ese campo, en la población de Ekibastuz, en Kazajstán (Un día en la vida de Iván Denisovich), trabajé como minero, como albañil y fundidor. Ahí contraje un tumor del que fui operado, pero no curado (su naturaleza sólo se esclareció posteriormente).
Un mes después de que había cumplido mi condena de ocho años, llegó, sin un juicio de por medio y sin siquiera una resolución del Comité Especial de la NKVD, una decisión administrativa para que no se me liberara, sino se me declarase EXILIADO DE POR VIDA al sur de Kazajstán. Esta medida no estaba dirigida especialmente contra mí, pero era un procedimiento muy usual en aquel tiempo. Cumplí ese exilio de marzo de 1953 (el 5 de marzo, cuando se hizo pública la muerte de Stalin, se me permitió por primera vez salir a caminar sin un escolta) hasta junio de 1956. En ese lugar mi cáncer se había desarrollado rápidamente, y al final de 1953 me hallaba a punto de morir. No podía comer, no podía dormir, y estaba muy afectado. Sin embargo, conseguí ir a la clínica de oncología Tashkent, donde, a lo largo de 1954, recuperé la salud. Durante esos años de exilio enseñé matemáticas y física en una escuela primaria y alivié la dureza de mi soledad escribiendo prosa en secreto (en el campo sólo se nos permitía escribir poemas que supiéramos de memoria). Me las ingenié para conservar todo lo que había escrito, y para llevarlo conmigo a la parte europea del país, donde, de la misma manera, continué enseñando y, en secreto, dedicándome a escribir, primero en el distrito de Vladimir y luego en Ryazan.
Hasta 1961, no sólo estaba convencido de que nunca vería impresa una línea mía, sino que a duras penas me atrevía a mostrar algo a mis amigos más íntimos por miedo a que se supiera. Finalmente, a la edad de 42 años, esa secrecía empezó a pesarme emocionalmente. Lo que me resultaba más difícil soportar era saber que mis obras no serían juzgadas por personas que supieran de literatura. En 1961, luego del Vigésimo segundo Congreso del Partido Comunista de la URSS y del discurso que en esa ocasión pronunció Tvardovsky, decidí salir a la luz y mostrar Un día en la vida de Iván Denisovich.Hacerlo me pareció entonces, no sin razón, algo muy arriesgado, porque podría llevar a que se perdieran mis manuscritos y a mi propia destrucción. Pero las cosas resultaron bien y, después de un año de grandes esfuerzos, A.T. Tvardovsky logró imprimir mi novela. Sin embargo, las autoridades detuvieron la impresión de otras obras mías casi de inmediato, y en 1965 se me confiscó la novela El primer círculo junto con mis manuscritos de años anteriores. Durante ese tiempo pensé que había cometido un error imperdonable al revelar mi trabajo antes de tiempo y que, debido a ello, ya no podría concluirlo.Casi siempre es imposible evaluar en el momento los acontecimientos que se experimentan, así como comprender su significado. De ahí que su efecto en el desarrollo de futuros acontecimientos nos resulte sorprendente e impredecible. (Versión de RV)
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