El retorno. Los judíos vuelven a Berlín/Reportaje
LOLA HUETE MACHADO
LOLA HUETE MACHADO
Publicad en El País, 25/01/2009;
Eran 170,000 antes de que Hitler llegara al poder en 1933. Después, 6,000. Hoy suman 25,000 y la religión y la cultura judías renacen en Berlín. ¿Se está superando el pasado a los 70 años del inicio de la Segunda Guerra Mundial?
La vida judía renace en Alemania. Lo dice Charlotte Knobloch, presidenta del Consejo Judío alemán, y lo ha confirmado hasta el presidente del país, Horst Köhler: la religión, la cultura judías, "son parte del pasado y lo serán del futuro de este país". Esto se aprecia especialmente en Berlín: nuevas sinagogas, escuelas, restaurantes, centros de música y de formación de rabinos... La comunidad se ha duplicado en diez años. ¿Es posible? ¿En la misma ciudad donde los nazis firmaron "la solución final" en enero de 1942 y transportaron en trenes a 50,000 de ellos hacia la muerte? ¿En las mismas calles donde se suicidaron 7,000 judíos alemanes que no acababan de creer que en su propia patria les hicieran eso, que de repente ya no fuera tal sino la patria de los asesinos? ¿Se ha olvidado ya lo sucedido entre 1933, la llegada al poder de Hitler, y 1945, el fin de la Segunda Guerra mundial?
Berlín. Corre el primer mes, Tischre, del año 5769 en el calendario hebreo; en el cristiano, octubre de 2008. Traje y sombrero negros, largas barbas y cabello en tirabuzones, la kippa sobre la cabeza, la falda bajo la rodilla... A los judíos berlineses de hoy se los encuentra uno, sobre todo, durante el Shabat, viernes tarde y sábados mañana, cuando, tal como manda su religión, se dirigen a pie a los centros de oración. Antes del horror existían en la capital alemana un centenar de ellos. Tras él, sobraba una mano para contarlos. Hoy son una docena las sinagogas. Y se sabe dónde están ubicadas no siempre por lo grandioso del edificio (salvo en la recién abierta de Rykestrasse y en la de Oranienburgerstrasse) sino por los coches patrulla, las cámaras, el doble cristal, las vallas y esos policías apostados delante, sobre los que los mismos judíos bromean: "¿Dónde están los agentes menos entrenados y gruesos de todo Berlín? En las sinagogas".
Los policías de la de Oranienburgerstrasse son eso, enormes, y además se saben al dedillo el calendario de culto de la comunidad a la que protegen: "¿Dónde dice que quiere ir usted? ¿Al Consejo Central, a las oficinas de la Jüdische Gemeinde, al centro Adass Jiroel, a la escuela de la Grösser Hamburgerstrasse? Todo cerrado. Es fiesta. Tiempo de Simchat Torá, la celebración por los cinco libros del Pentateuco (Torá)". Perplejidad. Por sus palabras. Y porque la religión nos cierra la vía oficial.
Y ya nos había sucedido con la personal. "¿Conoces judíos berlineses?", preguntamos aquí y allá a los que no lo son. Resultado: todos conocen. "Igual que todo alemán tuvo un pariente que escondió y salvó la vida a algún judío en la guerra". Otro chiste. "Llama a Paula, de la librería FairExchange". Llamada: "No tengo nada que ver con la comunidad. No soy representante". "Sí", le decimos, "usted representa a los que no quieren ser parte de comunidad alguna". Que, se calcula, son la mitad de los 25.000 que residen en la ciudad. Pero no. Otro: "Prueba con Roi, diseñador israelí...". Telefonazo con pistas: ¿influye ser de Israel si habitas en Berlín?, ¿se ha normalizado la vida judía aquí?, ¿eres practicante? Demasiado para el joven diseñador Roi. "Luego hablamos", dice. Luego no hay respuesta. O sí: un silencio expresivo.
No importa. Para explicarlo bien todo ya está Ella Buchträger, alemana de origen moldavo. Ella forma parte de los judíos no ortodoxos ("hay tres grandes direcciones: ortodoxa, el movimiento reformista y los conservadores americanos o masortí en Europa, que son tradicionales pero al tiempo modernos", nos explicará luego la rabina Ederberg), esa mayoría a la que no se ve porque "no se muestran". Ella es atípica, libre, treintañera, trabaja para la Jüdische Gemeinde (una de las tres comunidades de Berlín), vive en un piso social con su hijo, habido de soltera ("no está bien visto, pero ¿por qué habría de esperar a un buen marido?"), y resume en un pis-pas primero los detalles: "La estrella de David es símbolo de la vida; en la cocina koscher, la carne y la leche nunca se mezclan; los muy ortodoxos tienen dos frigoríficos, dos cocinas; es una antigua tradición, desde que nuestro pueblo vivía en el desierto...". Y luego el estado de la cuestión: "Existen tres comunidades en Berlín: Jüdische Gemeinde; Adass Jisroel, en el Este, que son unos trescientos; georgianos ortodoxos de historia peculiar desde el siglo XIX; y los ultraortodoxos de Chabad Lubawitsch, cada vez más numerosos y fortalecidos". Pero las sinagogas están unidas, asegura. "¿Que si son abiertas o tolerantes? Ninguna religión es realmente abierta. Es religión. Un rabino ortodoxo no trabajaría en una sinagoga liberal. En una ortodoxa no podría oficiar una rabina". Para Ella, los problemas comunitarios son dos: de generación y de procedencia. "Los rusos, a un lado; los judíos polacos y alemanes, al otro. Estos últimos creen que son los auténticos, los que han salvaguardado la tradición. Los otros se defienden diciendo que en su caso se trataba de sobrevivir y la religión en su país era incompatible con el régimen comunista". Otro chiste lo confirma: "Dos judíos, tres opiniones, cinco partidos".
La cifra de judíos en Berlín tras la guerra permaneció estable durante cuatro décadas. Empezó a crecer tras la caída del muro en 1989. El último Gobierno de la República Democrática Alemana (RDA) abrió la mano e invitó a los de la ex URSS a acudir tras sus derechos pasados. Una historia que conoce bien, por ser protagonista, el escritor, columnista y dj moscovita Wladimir Kaminer, de 41 años, en el que fuera su primer best seller, Russendisko: "En el verano de 1990 se extendió por Moscú el rumor: Honecker aceptaba judíos como una especie de pago debido de la DDR hacia Israel. La noticia se difundió, todos lo sabían, todos salvo Honecker, seguramente". Antaño todo judío ruso "intentaba, y pagaba, lo que fuera por borrar de su currículo y su pasaporte tal condición; y, de repente, se pagaba por lo contrario. "Éramos la avanzadilla de la quinta ola de inmigración judeo-rusa", dice Kaminer, personaje público hoy en la ciudad junto a su colega, Yuri Gurzhy (ambos organizan la famosa Russendisko, punto de encuentro musical y noctámbulo, y Yuri acaba de editar el disco titulado Funky Jewish Sounds). Con la reunificación de las dos Alemanias, unos 50.000 del Este llegaron al país. "El flujo ya ha remitido", dice Ella. Ahora abundan los norteamericanos, los latinoamericanos... y una mayoría última y nueva, los ambulantes: artistas, estudiantes o jubilados israelíes nostálgicos.
Basta ojear la agenda de la ciudad un día cualquiera para comprobar su presencia. En ella caben desde los actos en la nueva sinagoga de Rykestrasse a la programación del teatro Bimah; de la convocatoria de competiciones del club deportivo Makkabi a la exposición sobre restituciones del Museo Judío (de Daniel Libeskind, abierto en 1999) o esa otra en la universidad Humbold sobre empresarios judíos pre-Hitler. Desde las informaciones del Touro College Berlin, primera escuela privada judeoamericana, o del Jewish Institute of Cantorial Arts. O esa convocatoria para un casting televisivo llamado Jewrovisión. "Si tienes entre 8 y 18 años y cantas y bailas...". Y concluye: "Only for jews".
Y basta fijarse en las publicaciones (Jüdisches Berlin -un artículo habla de las dificultades económicas de la comunidad-, Allgemeine Jüdische Wochenzeitung, Golem... ), en las muchas webs, publicidades o carteles: ahí está la apertura, por ejemplo, del restaurante koscher Dalhman's en la plaza Konrad Adenauer (propiedad del arquitecto israelí Tuvia Aram, aterrizado en Alemania hace 22 años para trabajar en un proyecto de reconstrucción de 10.000 edificios "robados por alemanes") o el anuncio de las rutas de la agencia Milk and Honey (milkandhoneytours.com). "Hacemos tours personalizados, los americanos son nuestra clientela base. Quieren saber dónde vivieron sus familiares, qué ambiente había, qué queda, y cómo se vive como judío en Berlín", cuenta Gabriela Noa Lerner. ¿Y cómo se vive? "Tan bien o mal como en cualquier lugar", dice. Para ella, todo no está olvidado, pero sí muy superado. Aunque, dice, en lugares con grandes comunidades judías la vida es más fácil (hay 120 de ellas en todo el país, con 130.000 miembros): está el grupo.
El policía informado de Oranienburgerstrasse anuncia, a Dios gracias, que quien lo desee puede acudir al servicio religioso. Lo deseamos. En la entrada de toda sinagoga en Alemania hay un escáner: bolsos dentro, abrigos fuera. Si en el exterior la seguridad es estatal; en el interior, privada (y parece que sin nadie fuera de su peso). Hay folletos con normas a seguir: no saludar a los amigos ni permanecer en grupo ante el centro, colaborar con la seguridad... Porque no decaen los ataques de extrema derecha. "De media, cada semana se atenta contra un cementerio judío en el país; en el segundo cuatrimestre de 2008 se produjeron 266 delitos antisemitas, de ellos, siete con violencia y 60 de propaganda", apunta Knobloch. Un rabino berlinés, Yehuda Teichtal, y ocho alumnos fueron agredidos en pleno centro en noviembre pasado al grito de "muerte a los judíos". En total, mil ataques al año. Y sin faltar los de signo político contrario: antisionistas que se confunden con el antisemitismo, que crecen según el grado de agresividad de la política israelí en los territorios palestinos (como sucede ahora, mientras esto se escribe, enero 2009, con centenares de muertos en Gaza por la ofensiva israelí. El único ciudadano palestino-israelí del mundo y residente en Berlín, el director Daniel Barenboim, ha emitido un comunicado, que representa el sentir de muchos aquí, donde el modelo judío mayoritario es menos sionista y más a lo Moses Mendelssohn, el renovador del judaísmo en el XVIII: "Israel no puede permitir que le tiren misiles desde Palestina, pero el baño de sangre que está viviendo Gaza es absolutamente inaceptable... Nosotros, el pueblo judío, debemos saber y sentir con más urgencia que otros que el asesinato de civiles inocentes es inhumano e inaceptable").
"Ni una sola foto", nos indican en la sinagoga al subir hasta la última planta de este edificio tantas veces destruido. Hoy ofician la rabina Gesa Ederberg, la primera en serlo en 70 años (tras aquella primera mundial llamada Regina Jonas en 1935, en plena ebullición nazi), y la kantorin (cantante de la Torá) Avitall Gerstetter, cuyo nombre significa "rocío de Dios". Ella es la primera alemana de la historia en ocupar tal puesto, y en haber sido formada por su propia comunidad. Con discos grabados y muchos conciertos, esta mujer, soprano, de voz bellísima, es abiertamente militante por la paz y el diálogo (como la llamada Avitall's Cup, un proyecto deportivo con palestinos e israelíes juntos) y sabe explicar bien lo que representa Israel para su pueblo. "¿Que si me siento alemana? Sí y no. Aquí he nacido y la tierra es la tierra. Pero no me molesta tener también la nacionalidad israelí. Me da seguridad. Es un lugar donde retornar si fuera necesario", ha dicho.
La sala está repleta. "Mi función es crear la atmósfera adecuada para que la oración llegue. La relación de la música y la religión es fortísima". Todos parecen conocerse. Libros en hebreo, oraciones y cánticos. Para un lego, imposible de seguir. Pero nadie se extraña del extraño. Los fieles entran y salen, giran jubilosos con el tallit bicolor en los hombros ante la Torá sagrada y puñados de caramelos vuelan con peligro para la integridad física. "Es una fiesta", asegura la rabina, de formación conservadora (masortí). Su objetivo: "Abrir la puerta a todos, acoger, mostrar que la vida cotidiana tiene mucho que ver con la condición de judío, lo hermoso que es serlo".
Todas las sinagogas de Berlín siguen el rito askenazi, salvo la Tischet Israel, en Passauerstrasse, que es sefardí. La ubicación no puede ser más peculiar: se encuentra en el salón de una casa y edificio burgués, situado en medio del cóctel de clase media alta alemana-turista internacional en masa que se apelotona junto a los grandes almacenes Kadewe, los primeros en la Europa continental (abiertos allá por 1907 por Adolf Jandorf, hombre de negocios judío, de los muchos de aquel tiempo). Tres mujeres preguntan por el lugar en la tienda de productos koscher (son ya media docena en la ciudad) justo debajo. Y aclaran: "Somos judías sefardíes. De Georgia. De visita". El dependiente señala: "Tercer piso". Y sí, subes la escalera, asciendes, pasas ante el cartel de "Familia Rothschild" junto al timbre, en el segundo, y apareces ante el rabino Reuven Yaakobov, vestido de tradicional y afirmando con la cabeza, pero sin contestar a nada concreto. Hoy es Shabat. Y ni hablar de trabajo. Los ortodoxos desconectan hasta los electrodomésticos... Sólo rezo y familia. Pero Yaakobov es pura amabilidad, su sinagoga es sefardí y la periodista de España, así que accede: "Puede usted asistir al servicio, pero sin escribir una línea".
Los fieles, hombres y mujeres separados, se acomodan en las sillas en un salón neoclásico con lámparas de cristal y estucos, la Torá en el centro. El kantor Abraham Daus se pone manos a la obra acompañado por cuatro de sus doce hijos, de vestido ortodoxo. Destaca Simon, de siete años, ya relevante en el arte del canto. Una experiencia, por la escenografía y lo musical, por el mosaico de rostros del Cáucaso y del mundo allí reunidos.
Seguir el rastro de esta comunidad pequeña y dispersa entre tres millones y medio de habitantes es, ante todo, un viaje en el tiempo. Hay pedazos de su historia que son como esa pesadilla de la que uno intenta despertar que decía Joyce: pasado y presente engarzados. Lo que permite destacar a Berlín del resto de lugares de este mundo es que ninguno parece esconderse del otro. Vivos y muertos tienen aquí su espacio. Las huellas de los que un día residieron se palpan en música, arte, ciencia, moda, arquitectura, literatura; en la denominación de calles o estaciones de metro, en la programación de teatros o museos. En cientos de placas homenaje, en monumentos grandes o pequeños se recuerda a hombres y mujeres que aquí vivieron y brillaron: Max Liebermann, George Groz, Albert Einstein, Walter Rathenau, Samuel Fischer, Kafka, Otto Klemperer, Max Reinhardt, Ernst Lubitsch, Arnold Schönberg... Por no hablar de comercios (Wertheim, KadeWe), prensa (Ullstein), moda (Grünfeld) o cigarrillos (Garbáty)...
"Las cifras lo dicen todo de nosotros", apunta la rabina Ederberg. Los judíos berlineses sumaban el 5% de la población, 170.000 (un tercio del total del país en 1933; igual que hoy, entonces era la comunidad más numerosa). La mitad había huido ya para el otoño de 1941 cuando comenzó a ser obligatorio lucir la estrella y se iniciaron las deportaciones. Cuando, en 1945, los aliados liberaron Berlín, apenas quedaban 1.500 (30.000 en Alemania), la mayoría escondidos en el cementerio de Weissensee, en el hospital de Wedding, en la ilegalidad. Durante los meses siguientes fueron regresando cientos de los campos de exterminio. Total, 6.000. Uno de ellos era Julius Arnold, de 88 años, robusto, parlanchín, superviviente de Auschwitz, a quien encontramos saliendo de la sinagoga de Fraenkelufer, en Kreuzberg, casi se diría que blindada por su aislamiento y sus reducidas dimensiones. "Durante un tiempo, los aliados nos mimaron mucho", se ríe al recordar. "Nací en 1920, fíjese, así que era casi un adolescente cuando todo comenzó, y un veinteañero cuando regresé, y aquí no quedaba nadie conocido". Y sigue: "En esos primeros años trabajamos en lo que salía, en rehacer calles, casas... todo eran escombros. No había mucho de comer; abundaba el mercado negro, cada cual se buscaba la vida". Hoy tiene una hija; viven en el barrio de Neukoln. "Ella no es muy religiosa; las nuevas generaciones no lo son. A nosotros nos sirvió para sobrevivir en esa situación terrible. Sin religión, sin Dios, ni uno hubiera podido salir vivo".
Hay muchas historias. Y dado que pocas ciudades generan tanta literatura sobre sí como ésta, basta acercarse a Dussmann, la superlibrería de la Friedrischstrasse, y preguntar "¿el Berlín judío?" para realizar el viaje al pasado por escrito. Sin dudar, la dependienta señalará: "Todo eso". Y todo eso son obras de la vida de Leonie y Walter Frankenstein, que sobrevivieron escondidos en subterráneos; la de la familia del banquero Erich Alenfeld, quien se negó a marcharse y defendió su posición como alemán ("No en vano, 12.000 judíos alemanes perdieron la vida en la Primera Guerra Mundial") o sobre la influencia cultural de los famosos salones judíos...
El recorrido por el presente se puede hacer a través de un libro recién llegado (Fischer) del periodista Jürgen Bertram, Quien construye, permanece. Nueva vida judía en Alemania, o con la ayuda de la imagen a través del documental de Margarethe Mehring-Fuchs titulado Die Judenschublade (El cajón judío). En él los más jóvenes muestran su visión generacional, mucho más informada que cualquiera anterior. La escritora Lean Gorelik rapea el prólogo: "Soy judía, pero veo fatal la política de Sharon, mi padre no viste un kaftan negro y no hago a mis amigos, que tienen mi misma edad, responsables del Holocausto... Hay tantos jóvenes judíos en Alemania que no caben en el mismo cajón, son tan distintos como yo, como ustedes:... unos votan SPD, otros, FDP; algunos beben café, otros cerveza; algunos van regularmente a la sinagoga, otros no la han pisado en su vida; algunos son judíos jóvenes, pero otros dirán que son jóvenes y casualmente judíos... ". Y si la necesidad le lleva a querer mirar de fuera adentro, sirve con creces Israelíes en Berlín, de la hija del escritor Amos Oz, Fania Oz-Salzberger, que ha convivido durante un año junto a sus compatriotas residentes en la capital alemana: ¿Está normalizada la vida judía? "Yo diría que es una nueva anormalidad".
Y la autora termina así su libro: "Si quisiéramos, podríamos decir a los alemanes: 'Para nosotros también los tiempos han cambiado, y vamos a empezar a venir a vuestras ciudades para tomar posesión de nuestra herencia. Pero, escuchad, no a exigir indemnizaciones. Eso se acabará pronto, lo más tardar con la desaparición de la última víctima; dos o tres generaciones más... Comenzaremos a venir a por las cosas que nos interesan. Nuevas, seguro; pero otras muchas viejas que hemos perdido. Cada uno a por lo suyo".
Y enumera: la Bauhaus, Erich Kästner, El anillo de los Nibelungos, las galletas de jengibre, la sopa de invierno, Kathe Kollwitz, Walter Benjamin..., el restaurante en el zoo de Berlín Este que parece el comedor del kibbuz, el judaísmo perdido... Moses Mendelssohn o Felix Mendelssohn Bartholdy o Erich Mendelssohn, la atmósfera de esta gran ciudad cuyas noches tanto se parecen a las de Tel Aviv, los mercadillos de Navidad, el vino caliente... "Y no os preocupéis, no cogeremos nada que no sea nuestro... la Wilhemstrasse y Buchenwald y el silencio... de la rampa de Majdanek os seguirán perteneciendo para siempre".
La vida judía renace en Alemania. Lo dice Charlotte Knobloch, presidenta del Consejo Judío alemán, y lo ha confirmado hasta el presidente del país, Horst Köhler: la religión, la cultura judías, "son parte del pasado y lo serán del futuro de este país". Esto se aprecia especialmente en Berlín: nuevas sinagogas, escuelas, restaurantes, centros de música y de formación de rabinos... La comunidad se ha duplicado en diez años. ¿Es posible? ¿En la misma ciudad donde los nazis firmaron "la solución final" en enero de 1942 y transportaron en trenes a 50,000 de ellos hacia la muerte? ¿En las mismas calles donde se suicidaron 7,000 judíos alemanes que no acababan de creer que en su propia patria les hicieran eso, que de repente ya no fuera tal sino la patria de los asesinos? ¿Se ha olvidado ya lo sucedido entre 1933, la llegada al poder de Hitler, y 1945, el fin de la Segunda Guerra mundial?
Berlín. Corre el primer mes, Tischre, del año 5769 en el calendario hebreo; en el cristiano, octubre de 2008. Traje y sombrero negros, largas barbas y cabello en tirabuzones, la kippa sobre la cabeza, la falda bajo la rodilla... A los judíos berlineses de hoy se los encuentra uno, sobre todo, durante el Shabat, viernes tarde y sábados mañana, cuando, tal como manda su religión, se dirigen a pie a los centros de oración. Antes del horror existían en la capital alemana un centenar de ellos. Tras él, sobraba una mano para contarlos. Hoy son una docena las sinagogas. Y se sabe dónde están ubicadas no siempre por lo grandioso del edificio (salvo en la recién abierta de Rykestrasse y en la de Oranienburgerstrasse) sino por los coches patrulla, las cámaras, el doble cristal, las vallas y esos policías apostados delante, sobre los que los mismos judíos bromean: "¿Dónde están los agentes menos entrenados y gruesos de todo Berlín? En las sinagogas".
Los policías de la de Oranienburgerstrasse son eso, enormes, y además se saben al dedillo el calendario de culto de la comunidad a la que protegen: "¿Dónde dice que quiere ir usted? ¿Al Consejo Central, a las oficinas de la Jüdische Gemeinde, al centro Adass Jiroel, a la escuela de la Grösser Hamburgerstrasse? Todo cerrado. Es fiesta. Tiempo de Simchat Torá, la celebración por los cinco libros del Pentateuco (Torá)". Perplejidad. Por sus palabras. Y porque la religión nos cierra la vía oficial.
Y ya nos había sucedido con la personal. "¿Conoces judíos berlineses?", preguntamos aquí y allá a los que no lo son. Resultado: todos conocen. "Igual que todo alemán tuvo un pariente que escondió y salvó la vida a algún judío en la guerra". Otro chiste. "Llama a Paula, de la librería FairExchange". Llamada: "No tengo nada que ver con la comunidad. No soy representante". "Sí", le decimos, "usted representa a los que no quieren ser parte de comunidad alguna". Que, se calcula, son la mitad de los 25.000 que residen en la ciudad. Pero no. Otro: "Prueba con Roi, diseñador israelí...". Telefonazo con pistas: ¿influye ser de Israel si habitas en Berlín?, ¿se ha normalizado la vida judía aquí?, ¿eres practicante? Demasiado para el joven diseñador Roi. "Luego hablamos", dice. Luego no hay respuesta. O sí: un silencio expresivo.
No importa. Para explicarlo bien todo ya está Ella Buchträger, alemana de origen moldavo. Ella forma parte de los judíos no ortodoxos ("hay tres grandes direcciones: ortodoxa, el movimiento reformista y los conservadores americanos o masortí en Europa, que son tradicionales pero al tiempo modernos", nos explicará luego la rabina Ederberg), esa mayoría a la que no se ve porque "no se muestran". Ella es atípica, libre, treintañera, trabaja para la Jüdische Gemeinde (una de las tres comunidades de Berlín), vive en un piso social con su hijo, habido de soltera ("no está bien visto, pero ¿por qué habría de esperar a un buen marido?"), y resume en un pis-pas primero los detalles: "La estrella de David es símbolo de la vida; en la cocina koscher, la carne y la leche nunca se mezclan; los muy ortodoxos tienen dos frigoríficos, dos cocinas; es una antigua tradición, desde que nuestro pueblo vivía en el desierto...". Y luego el estado de la cuestión: "Existen tres comunidades en Berlín: Jüdische Gemeinde; Adass Jisroel, en el Este, que son unos trescientos; georgianos ortodoxos de historia peculiar desde el siglo XIX; y los ultraortodoxos de Chabad Lubawitsch, cada vez más numerosos y fortalecidos". Pero las sinagogas están unidas, asegura. "¿Que si son abiertas o tolerantes? Ninguna religión es realmente abierta. Es religión. Un rabino ortodoxo no trabajaría en una sinagoga liberal. En una ortodoxa no podría oficiar una rabina". Para Ella, los problemas comunitarios son dos: de generación y de procedencia. "Los rusos, a un lado; los judíos polacos y alemanes, al otro. Estos últimos creen que son los auténticos, los que han salvaguardado la tradición. Los otros se defienden diciendo que en su caso se trataba de sobrevivir y la religión en su país era incompatible con el régimen comunista". Otro chiste lo confirma: "Dos judíos, tres opiniones, cinco partidos".
La cifra de judíos en Berlín tras la guerra permaneció estable durante cuatro décadas. Empezó a crecer tras la caída del muro en 1989. El último Gobierno de la República Democrática Alemana (RDA) abrió la mano e invitó a los de la ex URSS a acudir tras sus derechos pasados. Una historia que conoce bien, por ser protagonista, el escritor, columnista y dj moscovita Wladimir Kaminer, de 41 años, en el que fuera su primer best seller, Russendisko: "En el verano de 1990 se extendió por Moscú el rumor: Honecker aceptaba judíos como una especie de pago debido de la DDR hacia Israel. La noticia se difundió, todos lo sabían, todos salvo Honecker, seguramente". Antaño todo judío ruso "intentaba, y pagaba, lo que fuera por borrar de su currículo y su pasaporte tal condición; y, de repente, se pagaba por lo contrario. "Éramos la avanzadilla de la quinta ola de inmigración judeo-rusa", dice Kaminer, personaje público hoy en la ciudad junto a su colega, Yuri Gurzhy (ambos organizan la famosa Russendisko, punto de encuentro musical y noctámbulo, y Yuri acaba de editar el disco titulado Funky Jewish Sounds). Con la reunificación de las dos Alemanias, unos 50.000 del Este llegaron al país. "El flujo ya ha remitido", dice Ella. Ahora abundan los norteamericanos, los latinoamericanos... y una mayoría última y nueva, los ambulantes: artistas, estudiantes o jubilados israelíes nostálgicos.
Basta ojear la agenda de la ciudad un día cualquiera para comprobar su presencia. En ella caben desde los actos en la nueva sinagoga de Rykestrasse a la programación del teatro Bimah; de la convocatoria de competiciones del club deportivo Makkabi a la exposición sobre restituciones del Museo Judío (de Daniel Libeskind, abierto en 1999) o esa otra en la universidad Humbold sobre empresarios judíos pre-Hitler. Desde las informaciones del Touro College Berlin, primera escuela privada judeoamericana, o del Jewish Institute of Cantorial Arts. O esa convocatoria para un casting televisivo llamado Jewrovisión. "Si tienes entre 8 y 18 años y cantas y bailas...". Y concluye: "Only for jews".
Y basta fijarse en las publicaciones (Jüdisches Berlin -un artículo habla de las dificultades económicas de la comunidad-, Allgemeine Jüdische Wochenzeitung, Golem... ), en las muchas webs, publicidades o carteles: ahí está la apertura, por ejemplo, del restaurante koscher Dalhman's en la plaza Konrad Adenauer (propiedad del arquitecto israelí Tuvia Aram, aterrizado en Alemania hace 22 años para trabajar en un proyecto de reconstrucción de 10.000 edificios "robados por alemanes") o el anuncio de las rutas de la agencia Milk and Honey (milkandhoneytours.com). "Hacemos tours personalizados, los americanos son nuestra clientela base. Quieren saber dónde vivieron sus familiares, qué ambiente había, qué queda, y cómo se vive como judío en Berlín", cuenta Gabriela Noa Lerner. ¿Y cómo se vive? "Tan bien o mal como en cualquier lugar", dice. Para ella, todo no está olvidado, pero sí muy superado. Aunque, dice, en lugares con grandes comunidades judías la vida es más fácil (hay 120 de ellas en todo el país, con 130.000 miembros): está el grupo.
El policía informado de Oranienburgerstrasse anuncia, a Dios gracias, que quien lo desee puede acudir al servicio religioso. Lo deseamos. En la entrada de toda sinagoga en Alemania hay un escáner: bolsos dentro, abrigos fuera. Si en el exterior la seguridad es estatal; en el interior, privada (y parece que sin nadie fuera de su peso). Hay folletos con normas a seguir: no saludar a los amigos ni permanecer en grupo ante el centro, colaborar con la seguridad... Porque no decaen los ataques de extrema derecha. "De media, cada semana se atenta contra un cementerio judío en el país; en el segundo cuatrimestre de 2008 se produjeron 266 delitos antisemitas, de ellos, siete con violencia y 60 de propaganda", apunta Knobloch. Un rabino berlinés, Yehuda Teichtal, y ocho alumnos fueron agredidos en pleno centro en noviembre pasado al grito de "muerte a los judíos". En total, mil ataques al año. Y sin faltar los de signo político contrario: antisionistas que se confunden con el antisemitismo, que crecen según el grado de agresividad de la política israelí en los territorios palestinos (como sucede ahora, mientras esto se escribe, enero 2009, con centenares de muertos en Gaza por la ofensiva israelí. El único ciudadano palestino-israelí del mundo y residente en Berlín, el director Daniel Barenboim, ha emitido un comunicado, que representa el sentir de muchos aquí, donde el modelo judío mayoritario es menos sionista y más a lo Moses Mendelssohn, el renovador del judaísmo en el XVIII: "Israel no puede permitir que le tiren misiles desde Palestina, pero el baño de sangre que está viviendo Gaza es absolutamente inaceptable... Nosotros, el pueblo judío, debemos saber y sentir con más urgencia que otros que el asesinato de civiles inocentes es inhumano e inaceptable").
"Ni una sola foto", nos indican en la sinagoga al subir hasta la última planta de este edificio tantas veces destruido. Hoy ofician la rabina Gesa Ederberg, la primera en serlo en 70 años (tras aquella primera mundial llamada Regina Jonas en 1935, en plena ebullición nazi), y la kantorin (cantante de la Torá) Avitall Gerstetter, cuyo nombre significa "rocío de Dios". Ella es la primera alemana de la historia en ocupar tal puesto, y en haber sido formada por su propia comunidad. Con discos grabados y muchos conciertos, esta mujer, soprano, de voz bellísima, es abiertamente militante por la paz y el diálogo (como la llamada Avitall's Cup, un proyecto deportivo con palestinos e israelíes juntos) y sabe explicar bien lo que representa Israel para su pueblo. "¿Que si me siento alemana? Sí y no. Aquí he nacido y la tierra es la tierra. Pero no me molesta tener también la nacionalidad israelí. Me da seguridad. Es un lugar donde retornar si fuera necesario", ha dicho.
La sala está repleta. "Mi función es crear la atmósfera adecuada para que la oración llegue. La relación de la música y la religión es fortísima". Todos parecen conocerse. Libros en hebreo, oraciones y cánticos. Para un lego, imposible de seguir. Pero nadie se extraña del extraño. Los fieles entran y salen, giran jubilosos con el tallit bicolor en los hombros ante la Torá sagrada y puñados de caramelos vuelan con peligro para la integridad física. "Es una fiesta", asegura la rabina, de formación conservadora (masortí). Su objetivo: "Abrir la puerta a todos, acoger, mostrar que la vida cotidiana tiene mucho que ver con la condición de judío, lo hermoso que es serlo".
Todas las sinagogas de Berlín siguen el rito askenazi, salvo la Tischet Israel, en Passauerstrasse, que es sefardí. La ubicación no puede ser más peculiar: se encuentra en el salón de una casa y edificio burgués, situado en medio del cóctel de clase media alta alemana-turista internacional en masa que se apelotona junto a los grandes almacenes Kadewe, los primeros en la Europa continental (abiertos allá por 1907 por Adolf Jandorf, hombre de negocios judío, de los muchos de aquel tiempo). Tres mujeres preguntan por el lugar en la tienda de productos koscher (son ya media docena en la ciudad) justo debajo. Y aclaran: "Somos judías sefardíes. De Georgia. De visita". El dependiente señala: "Tercer piso". Y sí, subes la escalera, asciendes, pasas ante el cartel de "Familia Rothschild" junto al timbre, en el segundo, y apareces ante el rabino Reuven Yaakobov, vestido de tradicional y afirmando con la cabeza, pero sin contestar a nada concreto. Hoy es Shabat. Y ni hablar de trabajo. Los ortodoxos desconectan hasta los electrodomésticos... Sólo rezo y familia. Pero Yaakobov es pura amabilidad, su sinagoga es sefardí y la periodista de España, así que accede: "Puede usted asistir al servicio, pero sin escribir una línea".
Los fieles, hombres y mujeres separados, se acomodan en las sillas en un salón neoclásico con lámparas de cristal y estucos, la Torá en el centro. El kantor Abraham Daus se pone manos a la obra acompañado por cuatro de sus doce hijos, de vestido ortodoxo. Destaca Simon, de siete años, ya relevante en el arte del canto. Una experiencia, por la escenografía y lo musical, por el mosaico de rostros del Cáucaso y del mundo allí reunidos.
Seguir el rastro de esta comunidad pequeña y dispersa entre tres millones y medio de habitantes es, ante todo, un viaje en el tiempo. Hay pedazos de su historia que son como esa pesadilla de la que uno intenta despertar que decía Joyce: pasado y presente engarzados. Lo que permite destacar a Berlín del resto de lugares de este mundo es que ninguno parece esconderse del otro. Vivos y muertos tienen aquí su espacio. Las huellas de los que un día residieron se palpan en música, arte, ciencia, moda, arquitectura, literatura; en la denominación de calles o estaciones de metro, en la programación de teatros o museos. En cientos de placas homenaje, en monumentos grandes o pequeños se recuerda a hombres y mujeres que aquí vivieron y brillaron: Max Liebermann, George Groz, Albert Einstein, Walter Rathenau, Samuel Fischer, Kafka, Otto Klemperer, Max Reinhardt, Ernst Lubitsch, Arnold Schönberg... Por no hablar de comercios (Wertheim, KadeWe), prensa (Ullstein), moda (Grünfeld) o cigarrillos (Garbáty)...
"Las cifras lo dicen todo de nosotros", apunta la rabina Ederberg. Los judíos berlineses sumaban el 5% de la población, 170.000 (un tercio del total del país en 1933; igual que hoy, entonces era la comunidad más numerosa). La mitad había huido ya para el otoño de 1941 cuando comenzó a ser obligatorio lucir la estrella y se iniciaron las deportaciones. Cuando, en 1945, los aliados liberaron Berlín, apenas quedaban 1.500 (30.000 en Alemania), la mayoría escondidos en el cementerio de Weissensee, en el hospital de Wedding, en la ilegalidad. Durante los meses siguientes fueron regresando cientos de los campos de exterminio. Total, 6.000. Uno de ellos era Julius Arnold, de 88 años, robusto, parlanchín, superviviente de Auschwitz, a quien encontramos saliendo de la sinagoga de Fraenkelufer, en Kreuzberg, casi se diría que blindada por su aislamiento y sus reducidas dimensiones. "Durante un tiempo, los aliados nos mimaron mucho", se ríe al recordar. "Nací en 1920, fíjese, así que era casi un adolescente cuando todo comenzó, y un veinteañero cuando regresé, y aquí no quedaba nadie conocido". Y sigue: "En esos primeros años trabajamos en lo que salía, en rehacer calles, casas... todo eran escombros. No había mucho de comer; abundaba el mercado negro, cada cual se buscaba la vida". Hoy tiene una hija; viven en el barrio de Neukoln. "Ella no es muy religiosa; las nuevas generaciones no lo son. A nosotros nos sirvió para sobrevivir en esa situación terrible. Sin religión, sin Dios, ni uno hubiera podido salir vivo".
Hay muchas historias. Y dado que pocas ciudades generan tanta literatura sobre sí como ésta, basta acercarse a Dussmann, la superlibrería de la Friedrischstrasse, y preguntar "¿el Berlín judío?" para realizar el viaje al pasado por escrito. Sin dudar, la dependienta señalará: "Todo eso". Y todo eso son obras de la vida de Leonie y Walter Frankenstein, que sobrevivieron escondidos en subterráneos; la de la familia del banquero Erich Alenfeld, quien se negó a marcharse y defendió su posición como alemán ("No en vano, 12.000 judíos alemanes perdieron la vida en la Primera Guerra Mundial") o sobre la influencia cultural de los famosos salones judíos...
El recorrido por el presente se puede hacer a través de un libro recién llegado (Fischer) del periodista Jürgen Bertram, Quien construye, permanece. Nueva vida judía en Alemania, o con la ayuda de la imagen a través del documental de Margarethe Mehring-Fuchs titulado Die Judenschublade (El cajón judío). En él los más jóvenes muestran su visión generacional, mucho más informada que cualquiera anterior. La escritora Lean Gorelik rapea el prólogo: "Soy judía, pero veo fatal la política de Sharon, mi padre no viste un kaftan negro y no hago a mis amigos, que tienen mi misma edad, responsables del Holocausto... Hay tantos jóvenes judíos en Alemania que no caben en el mismo cajón, son tan distintos como yo, como ustedes:... unos votan SPD, otros, FDP; algunos beben café, otros cerveza; algunos van regularmente a la sinagoga, otros no la han pisado en su vida; algunos son judíos jóvenes, pero otros dirán que son jóvenes y casualmente judíos... ". Y si la necesidad le lleva a querer mirar de fuera adentro, sirve con creces Israelíes en Berlín, de la hija del escritor Amos Oz, Fania Oz-Salzberger, que ha convivido durante un año junto a sus compatriotas residentes en la capital alemana: ¿Está normalizada la vida judía? "Yo diría que es una nueva anormalidad".
Y la autora termina así su libro: "Si quisiéramos, podríamos decir a los alemanes: 'Para nosotros también los tiempos han cambiado, y vamos a empezar a venir a vuestras ciudades para tomar posesión de nuestra herencia. Pero, escuchad, no a exigir indemnizaciones. Eso se acabará pronto, lo más tardar con la desaparición de la última víctima; dos o tres generaciones más... Comenzaremos a venir a por las cosas que nos interesan. Nuevas, seguro; pero otras muchas viejas que hemos perdido. Cada uno a por lo suyo".
Y enumera: la Bauhaus, Erich Kästner, El anillo de los Nibelungos, las galletas de jengibre, la sopa de invierno, Kathe Kollwitz, Walter Benjamin..., el restaurante en el zoo de Berlín Este que parece el comedor del kibbuz, el judaísmo perdido... Moses Mendelssohn o Felix Mendelssohn Bartholdy o Erich Mendelssohn, la atmósfera de esta gran ciudad cuyas noches tanto se parecen a las de Tel Aviv, los mercadillos de Navidad, el vino caliente... "Y no os preocupéis, no cogeremos nada que no sea nuestro... la Wilhemstrasse y Buchenwald y el silencio... de la rampa de Majdanek os seguirán perteneciendo para siempre".
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