Muere el escritor Norman Mailer
Tuvo su primer reconocimiento internacional en 1948 con la novela Los desnudos y los muertos, una obra basada en su periodo de servicio en el ejército de los EE UU durante la Segunda Guerra Mundial.
El novelista y periodista que marcó la escena literaria estadounidense en la segunda mitad del siglo XX con obras repletas de violencia, sexo y provocación, falleció en Nueva York a los 84 años de edad. Con ello terminó la vida de un hombre que se definió siempre como "antisistema" pero llegó a ser entronizado como uno de los grandes autores estadounidenses.
El novelista y periodista que marcó la escena literaria estadounidense en la segunda mitad del siglo XX con obras repletas de violencia, sexo y provocación, falleció en Nueva York a los 84 años de edad. Con ello terminó la vida de un hombre que se definió siempre como "antisistema" pero llegó a ser entronizado como uno de los grandes autores estadounidenses.
Era, en sus propias palabras, uno de los últimos mohicanos, un superviviente de una generación, a la que también pertenecieron Saul Bellow y Truman Capote, que marcó las letras norteamericanas de la segunda mitad del siglo XX.
Escribió 39 libros, once de ellos novelas, y tocó todo tipo de géneros artísticos, incluido el teatro, la poesía, el cine y el "nuevo periodismo", en el que mezcló su experiencia personal con la información de los hechos mediante técnicas de narrativa de ficción. Sus obras fueron alabadas por su originalidad, la crudeza del lenguaje y el poder hipnótico de sus personajes.
La urgencia por escribir le corría por las arterias a Mailer, quien a los nueve años completó una historia de 250 páginas titulada 'Invasión de Marte'.
Había nacido en 1923 en Long Branch, Nueva Jersey pero criado en el barrio de clase trabajadora en Brooklyn.
Hijo de un contable judío oriundo de Suráfrica y una mujer incansable, como él mismo la describió. Se crió en un barrio de clase trabajadora en Brooklyn.
Hijo de un contable judío oriundo de Suráfrica y una mujer incansable, como él mismo la describió. Se crió en un barrio de clase trabajadora en Brooklyn.
Además de la literatura, su gran interés eran los aviones y estudió ingeniería aeronáutica en la Universidad de Harvard. Probó suerte como guionista de Hollywood, pero se topó con un recibimiento gélido, y sus dos obras 'Barbary Shore'(La costa Berbería, 1951) y 'The Deer Park' (El parque de los ciervos, 1955), fueron consideradas un fracaso.
Sin embargo, el resto de su carrera estaría jalonada de éxitos, que le hicieron ganar el Premio Pulitzer dos veces y en una ocasión el Premio Nacional del Libro, y también de empresas fallidas. Mailer escribió como vivió. Su vida privada siempre atrajo tanta o más atención que su prosa. Siempre estaba dispuesto a usar los puños. Enamorado del boxeo, lo practicó dentro y fuera del ring, metiéndose a menudo en broncas callejeras. Pero su acto más violento fue el apuñalamiento casi mortal de su segunda esposa, Adele Morales, a quien clavó una navaja durante la celebración de su presentación oficial como candidato a alcalde de Nueva York en 1960. Mailer estaba muy borracho. Ella no presentó denuncia y se recuperó totalmente, aunque estuvo al borde de la muerte.
Mailer protestaba, bebía, fumaba marihuana y recorría los garitos de Nueva York. En 'Un sueño americano' (1966) reflejó esa vida a través de la lente de Stephen Rojack, un personaje semiautobiográfico que mata a su esposa. Para él, el otro sueño americano, el de la casa en los suburbios, los niños, el perro y los domingos en la iglesia, no funcionaba. Mailer escribió ese libro por entregas para la revista 'Esquire', dejándose llevar por Rojack a un agujero de alcohol, sexo y violencia. "No me gusta escribir un libro cuando sé cuál va a ser el final, porque quiero que mis personajes tomen el control", dijo el autor. "Es muy peligroso para mí saber a dónde va un libro, porque una vez que lo sé me emociono tanto que se lo cuento a otras personas, salgo y me emborracho para celebrarlo y luego no trabajo", confesó. Por eso, quizá nunca escribiera una autobiografía de verdad. "Cada vez que pasas por una experiencia muy intensa, se forma un cristal en tu personalidad" que proyecta reflejos para escribir muchas historias, explicó Mailer.
"En una autobiografía probablemente destruyes todos tus cristales", añadió. Mailer también tuvo gran éxito con su estilo personal de periodismo. Ganó sus Pulitzers con 'Los ejércitos de la noche', en 1968, sobre una manifestación pacifista en el Pentágono del año anterior, y con 'La canción del verdugo' (1979), sobre la ejecución del asesino Gary Gilmore.
Fue arrestado en algunas ocasiones por su participación en protestas contra la guerra de Vietnam, y en 1969 se presentó a las elecciones primarias del partido demócrata para la alcaldía de Nueva York con la propuesta de que la ciudad se convirtiera en el estado número 51 de la Unión. En 1997 publicó su última novela, 'El castillo del bosque'.
El sueño americano pierde a su voz crítica/BARBARA PROBST SOLOMON
Publicado en El País, 11/11/2007;
Conocí a Norman Mailer en la primavera de 1948, cuando el United States, el transatlántico en el que viajábamos mi madre y yo -quizá era su viaje inaugural-, atracó en Cherburgo, un puerto que mostraba aún toda la destrucción causada por los bombardeos en la II Guerra Mundial. Acababa de terminar el bachillerato, era la primera vez que veía Francia, la primera vez que veía Europa, y me deslumbró. Había vivido la guerra desde el colegio con la sensación de que Europa estaba más lejos que Marte. También me deslumbró un joven de sonrisa contagiosa que, con su esposa, Bea, había ido a Cherburgo a recibir a su madre y su hermana Barbara, que viajaban en el mismo barco que nosotras. Norman Mailer todavía no era Norman Mailer; su madre le llevaba una primera copia de Los desnudos y los muertos, que iba a publicarse en Estados Unidos el otoño siguiente.
Mi madre, que era una artista muy intuitiva, había conocido a la madre de Mailer en el barco e incluso había leído la novela. Yo no. Le había dicho entre dientes que no me apetecía conocer al hijo de aquella madre de Brooklyn tan convencida de que él era un genio, y que lo que tenía eran ganas de entrar en contacto con el verdadero París. Cuando nos presentaron a Norman y Bea en el muelle, mi madre se acercó rápidamente a él y proclamó: "Felicidades. Ha escrito usted la gran novela sobre la guerra". Al morir mi madre, en los años noventa, hubo una cena en Cape Cod en la que Norman se puso de pie y brindó por ella; recordó que había sido la primera persona que le había hablado de lo que él había hecho, que le había llamado escritor. La segunda frase que le soltó fue: "Mi hija está empeñada en vivir en París. ¿Le importaría cuidar de ella cuando yo me vaya?".
Hoy día, casi toda la gente que conozco es más joven que yo. Pero al principio yo era siempre la más joven, la niña, la mocosa, ésa fue mi primera identidad. Mi hermano mayor había estudiado en Harvard, como Norman, pero me consideraba demasiado pequeña para estar en sus reuniones de amigos. En cambio, Norman y Bea empezaron a invitarme a las fiestas que daban en su piso de Montparnasse, en la rue Bréa.
Fue un cambio tremendo para mí. Conocí al intelectual trotskista Jean Malaquais y a brillantes críticos literarios estadounidenses, como Mark Linenthal, y a jóvenes franceses y españoles desplazados por la guerra. Norman no se limitaba a un solo grupo de gente, sino que era muy ecléctico. En una de aquellas veladas conocí a Paco Benet. Norman había conocido a un amigo de Paco, Enrique Cruz Salido -su padre, diputado socialista por Jaén, había formado parte, junto con Luis Companys, del grupo de presos que los franceses habían entregado a Franco para que los ejecutara-, durante su asistencia al Seminario de Salzburgo. Fueron Paco y Enrique quienes urdieron el plan para liberar a Manolo Lamana y Nicolás Sánchez Albornoz de Cuelgamuros y Norman (que estaba a punto de irse a Nueva York para publicar su novela) les ofreció su coche y dos personas que sirvieran de señuelos: su hermana Barbara y yo. Pero Barbara, pese a haber terminado la universidad -después me confesó que tanto ella como su hermano me consideraban solamente una niña que acababa de terminar el bachillerato-, no tenía carnet de conducir, y yo sí.
Norman y yo nos fuimos a dar vueltas por Chartres -quería ver si era buena conductora- y pude conocerle bien. Me trataba como a una adulta y era una persona con una curiosidad infinita por la gente y por el mundo. Era capaz de reflexionar sobre la experiencia que yo iba a vivir en España y, al mismo tiempo, contemplar la ciudad. Allí estábamos, dos estadounidenses admirados ante el rosetón de la fachada.
A Norman le cautivaba todo lo relacionado con la imagen y la arquitectura, cuando era algo maravilloso y lleno de alma, significaba para él tanto como la política y la literatura. Aquel día mágico habló sin parar -siempre sabía un montón de cosas- sobre Chartres.
Fue el otoño en el que Norman se hizo famoso de la noche a la mañana. Después comentó, en muchas ocasiones, que el hecho de que le hubiera sucedido cuando tenía 24 años le impidió, en muchos aspectos, tener conciencia de los altibajos normales que casi todos experimentamos entre nuestra época de estudiantes y la verdadera vida adulta. Desde luego, las presiones de estar ante los focos desde tan joven contribuyeron a su tormentoso periodo intermedio como escritor. Conmigo, con Barbara -estaban muy unidos-, con su familia y sus amigos de Harvard, siempre mantenía una actitud como de hijo rebelde de la burguesía.
Pero en sus fiestas no había más que gente de ese tipo. Le fascinaban los actores y Hollywood. Recuerdo a Marlon Brando apoyado contra la pared de la cocina del piso que tenía Norman en el East Village; estaba callado y parecía observarnos a los demás con un vago desconcierto.
Luego llegó una época mucho más oscura. Un buen día, la radio difundió la noticia de que, en una fiesta de total descontrol, Norman había apuñalado a su segunda esposa, Adele. Los demonios interiores de Norman, sus pesadillas y las presiones para que fuera en todo momento el escritor más grande de América, desembocaron en aquel horror. Pero Norman era un luchador y combatió el odio a sí mismo y el desprecio del mundo literario elegante.
Al final logró recobrar su equilibrio e inició su mejor periodo como autor. La verdadera musa de Norman, el hilo que une sus obras de ficción, sus reportajes y sus documentales, era América. A diferencia de Bellow, Roth y Updike, cuyas obras son más autobiográficas, Norman siempre miraba hacia afuera: los faraones egipcios, la llegada a la Luna, las elecciones estadounidenses, los asesinos y -en su última novela- la infancia de Hitler. A medida que cumplió años, fue convirtiéndose en una especie de patriarca.
Tuvo la enorme suerte de casarse con Norris Church, una belleza sureña, modelo, artista y escritora, que introdujo el orden en sus últimos 30 años de vida y en las vidas de sus hijos, nueve en total. Sin embargo, yo estaba preocupada. Tal vez fueron las muertes de Saul Bellow y de mi amigo Larry Rivers, tal vez las enfermedades del propio Norman, cada vez más frecuentes. En el fondo, yo sabía que le quedaba poco tiempo. Tanto en sus buenas épocas como en sus periodos tormentosos, Norman formó parte esencial del panorama estadounidense durante más de medio siglo, una prolongada presencia pública que le sitúa en la misma categoría que a Victor Hugo y Picasso.
Hay un sentimiento de pérdida. Y en cuanto a mí, qué puedo decir. De pronto, me siento huérfana.
Conocí a Norman Mailer en la primavera de 1948, cuando el United States, el transatlántico en el que viajábamos mi madre y yo -quizá era su viaje inaugural-, atracó en Cherburgo, un puerto que mostraba aún toda la destrucción causada por los bombardeos en la II Guerra Mundial. Acababa de terminar el bachillerato, era la primera vez que veía Francia, la primera vez que veía Europa, y me deslumbró. Había vivido la guerra desde el colegio con la sensación de que Europa estaba más lejos que Marte. También me deslumbró un joven de sonrisa contagiosa que, con su esposa, Bea, había ido a Cherburgo a recibir a su madre y su hermana Barbara, que viajaban en el mismo barco que nosotras. Norman Mailer todavía no era Norman Mailer; su madre le llevaba una primera copia de Los desnudos y los muertos, que iba a publicarse en Estados Unidos el otoño siguiente.
Mi madre, que era una artista muy intuitiva, había conocido a la madre de Mailer en el barco e incluso había leído la novela. Yo no. Le había dicho entre dientes que no me apetecía conocer al hijo de aquella madre de Brooklyn tan convencida de que él era un genio, y que lo que tenía eran ganas de entrar en contacto con el verdadero París. Cuando nos presentaron a Norman y Bea en el muelle, mi madre se acercó rápidamente a él y proclamó: "Felicidades. Ha escrito usted la gran novela sobre la guerra". Al morir mi madre, en los años noventa, hubo una cena en Cape Cod en la que Norman se puso de pie y brindó por ella; recordó que había sido la primera persona que le había hablado de lo que él había hecho, que le había llamado escritor. La segunda frase que le soltó fue: "Mi hija está empeñada en vivir en París. ¿Le importaría cuidar de ella cuando yo me vaya?".
Hoy día, casi toda la gente que conozco es más joven que yo. Pero al principio yo era siempre la más joven, la niña, la mocosa, ésa fue mi primera identidad. Mi hermano mayor había estudiado en Harvard, como Norman, pero me consideraba demasiado pequeña para estar en sus reuniones de amigos. En cambio, Norman y Bea empezaron a invitarme a las fiestas que daban en su piso de Montparnasse, en la rue Bréa.
Fue un cambio tremendo para mí. Conocí al intelectual trotskista Jean Malaquais y a brillantes críticos literarios estadounidenses, como Mark Linenthal, y a jóvenes franceses y españoles desplazados por la guerra. Norman no se limitaba a un solo grupo de gente, sino que era muy ecléctico. En una de aquellas veladas conocí a Paco Benet. Norman había conocido a un amigo de Paco, Enrique Cruz Salido -su padre, diputado socialista por Jaén, había formado parte, junto con Luis Companys, del grupo de presos que los franceses habían entregado a Franco para que los ejecutara-, durante su asistencia al Seminario de Salzburgo. Fueron Paco y Enrique quienes urdieron el plan para liberar a Manolo Lamana y Nicolás Sánchez Albornoz de Cuelgamuros y Norman (que estaba a punto de irse a Nueva York para publicar su novela) les ofreció su coche y dos personas que sirvieran de señuelos: su hermana Barbara y yo. Pero Barbara, pese a haber terminado la universidad -después me confesó que tanto ella como su hermano me consideraban solamente una niña que acababa de terminar el bachillerato-, no tenía carnet de conducir, y yo sí.
Norman y yo nos fuimos a dar vueltas por Chartres -quería ver si era buena conductora- y pude conocerle bien. Me trataba como a una adulta y era una persona con una curiosidad infinita por la gente y por el mundo. Era capaz de reflexionar sobre la experiencia que yo iba a vivir en España y, al mismo tiempo, contemplar la ciudad. Allí estábamos, dos estadounidenses admirados ante el rosetón de la fachada.
A Norman le cautivaba todo lo relacionado con la imagen y la arquitectura, cuando era algo maravilloso y lleno de alma, significaba para él tanto como la política y la literatura. Aquel día mágico habló sin parar -siempre sabía un montón de cosas- sobre Chartres.
Fue el otoño en el que Norman se hizo famoso de la noche a la mañana. Después comentó, en muchas ocasiones, que el hecho de que le hubiera sucedido cuando tenía 24 años le impidió, en muchos aspectos, tener conciencia de los altibajos normales que casi todos experimentamos entre nuestra época de estudiantes y la verdadera vida adulta. Desde luego, las presiones de estar ante los focos desde tan joven contribuyeron a su tormentoso periodo intermedio como escritor. Conmigo, con Barbara -estaban muy unidos-, con su familia y sus amigos de Harvard, siempre mantenía una actitud como de hijo rebelde de la burguesía.
Pero en sus fiestas no había más que gente de ese tipo. Le fascinaban los actores y Hollywood. Recuerdo a Marlon Brando apoyado contra la pared de la cocina del piso que tenía Norman en el East Village; estaba callado y parecía observarnos a los demás con un vago desconcierto.
Luego llegó una época mucho más oscura. Un buen día, la radio difundió la noticia de que, en una fiesta de total descontrol, Norman había apuñalado a su segunda esposa, Adele. Los demonios interiores de Norman, sus pesadillas y las presiones para que fuera en todo momento el escritor más grande de América, desembocaron en aquel horror. Pero Norman era un luchador y combatió el odio a sí mismo y el desprecio del mundo literario elegante.
Al final logró recobrar su equilibrio e inició su mejor periodo como autor. La verdadera musa de Norman, el hilo que une sus obras de ficción, sus reportajes y sus documentales, era América. A diferencia de Bellow, Roth y Updike, cuyas obras son más autobiográficas, Norman siempre miraba hacia afuera: los faraones egipcios, la llegada a la Luna, las elecciones estadounidenses, los asesinos y -en su última novela- la infancia de Hitler. A medida que cumplió años, fue convirtiéndose en una especie de patriarca.
Tuvo la enorme suerte de casarse con Norris Church, una belleza sureña, modelo, artista y escritora, que introdujo el orden en sus últimos 30 años de vida y en las vidas de sus hijos, nueve en total. Sin embargo, yo estaba preocupada. Tal vez fueron las muertes de Saul Bellow y de mi amigo Larry Rivers, tal vez las enfermedades del propio Norman, cada vez más frecuentes. En el fondo, yo sabía que le quedaba poco tiempo. Tanto en sus buenas épocas como en sus periodos tormentosos, Norman formó parte esencial del panorama estadounidense durante más de medio siglo, una prolongada presencia pública que le sitúa en la misma categoría que a Victor Hugo y Picasso.
Hay un sentimiento de pérdida. Y en cuanto a mí, qué puedo decir. De pronto, me siento huérfana.
Mailer: el tiempo de nuestro tiempo/Rafael Pérez Gay
El Universal, 14 de noviembre de 2007:
Ningún novelista puede escapar a su propio temperamento. Y menos que nadie Norman Mailer, a quien la sombra de la desmesura lo persiguió hasta el día de su muerte como una bendición y un destino maldito. Quiso escribir la novela absoluta y en el camino produjo más de 40 libros de ficción, ensayo, biografía, piezas teatrales y, desde luego, periodismo.
En el pavoroso mundo de Mailer, lo que no es descomunal no existe. Un viento de tempestad lo impulsó a los 25 años cuando publicó Los desnudos y los muertos y la prensa lo recibió con este tono de celebración extraordinaria: The New York Times: “Estamos ante la mejor novela sobre la Segunda Guerra Mundial”; Cleveland Press: “La más grande novela de guerra escrita en este siglo”; Time: “En la descripción de un horror continuo y de un completo agotamiento físico, no tiene paralelo en la literatura estadounidense”.
Había nacido una de las leyendas más poderosas de la vida pública estadounidense y empezado su camino una obra central de la literatura del siglo XX.
Podría decirse que la vocación de grandeza de Mailer incluía su vida íntima y que cuando reñía con sus esposas, en vez de discutir alzando la voz para reprochar algún cataclismo doméstico, las apuñalaba, pero sería mentira. Mailer sólo le clavó una navaja a su segunda esposa, Adele Morales, durante el festejo de su presentación como candidato a alcalde de Nueva York en el año de 1960.
Por lo demás, ese día Mailer se había bebido él solo toda la provisión alcohólica para más de 300 invitados y algo lo sacó de sus casillas. Desde luego fracasó en las urnas. Batalló con las feministas y le encantaban las mujeres. Cuenta Bárbara Celis que un día confesó lo siguiente en la televisión: “Esperé durante meses que Arthur Miller me invitara a cenar, pero nunca lo hizo y jamás se lo perdonaré. Quería conocer a Marilyn Monroe para podérsela robar. Robársela a su marido. Un criminal nunca te perdonaría que le impidieras cometer el crimen que anida en su corazón”.
El tema único, la obsesión enorme de Mailer fue Estados Unidos. Recorrió todos los géneros para convertirse en el gran cronista del siglo. No hubo asunto que no pasara por la furia productiva de su fuerza literaria: el poder, la guerra, la traición (Los ejércitos de la noche, El fantasma de Harlot, Oswald: misterio americano), el sexo (El parque de los ciervos, Los hombres duros no bailan), la religión (El evangelio según el Hijo), la moral y la muerte (La canción del verdugo, El castillo en el bosque).
Norman Mailer participó en la creación de un género casi tan antiguo como la misma literatura, pero que él ofreció al público como si fuera una novedad, de hecho lo era en su brillante concentración literaria: el nuevo periodismo, esa forma que a finales de los años 60 resolvía cualquier tema público con la misma intensidad con que se abría la puerta de una novela, la prosa al servicio de asuntos que no pertenecían al mundo de la ficción sino a la realidad inaprensible de cada día.
En este momento, mientras reviso mis viejos libros de Mailer, estoy dispuesto a cambiar algunas de sus novelas por varias de sus crónicas magistrales. Me refiero, al menos, a los textos reunidos en un libro extraordinario, The time of our time (publicado por Anagrama en 2005 con el título de América), que reúne como anfibios en el manglar a reportajes, crónicas, textos, ensayos personales, centellas de periodismo perfecto.
Pienso en “Boxeando con Hemingway”, “Nuestro Hombre en Harvard”, incluso en el novelista famoso habilitado como reportero durante la cobertura de la Convención Nacional del Partido Demócrata en 1960 y desde luego en esa breve obra maestra llamada “El combate del siglo”, los esplendores de Mohamed Alí y el ocaso de la realeza de George Foreman.
Norman Mailer se lleva también consigo a uno de los egos más colosales de la literatura moderna. Sin ese exceso de soberbia, su obra habría sido imposible tal y como la conocemos. No por nada, cuando cumplió 80 años escribió esta lección inquietante para todos los escritores: “Un ego razonablemente confiable es crucial para un autor que trabaja mucho, pero un ego mucho más fuerte que sus necesidades literarias es una autopista directa a la mediocridad”.
En el pavoroso mundo de Mailer, lo que no es descomunal no existe. Un viento de tempestad lo impulsó a los 25 años cuando publicó Los desnudos y los muertos y la prensa lo recibió con este tono de celebración extraordinaria: The New York Times: “Estamos ante la mejor novela sobre la Segunda Guerra Mundial”; Cleveland Press: “La más grande novela de guerra escrita en este siglo”; Time: “En la descripción de un horror continuo y de un completo agotamiento físico, no tiene paralelo en la literatura estadounidense”.
Había nacido una de las leyendas más poderosas de la vida pública estadounidense y empezado su camino una obra central de la literatura del siglo XX.
Podría decirse que la vocación de grandeza de Mailer incluía su vida íntima y que cuando reñía con sus esposas, en vez de discutir alzando la voz para reprochar algún cataclismo doméstico, las apuñalaba, pero sería mentira. Mailer sólo le clavó una navaja a su segunda esposa, Adele Morales, durante el festejo de su presentación como candidato a alcalde de Nueva York en el año de 1960.
Por lo demás, ese día Mailer se había bebido él solo toda la provisión alcohólica para más de 300 invitados y algo lo sacó de sus casillas. Desde luego fracasó en las urnas. Batalló con las feministas y le encantaban las mujeres. Cuenta Bárbara Celis que un día confesó lo siguiente en la televisión: “Esperé durante meses que Arthur Miller me invitara a cenar, pero nunca lo hizo y jamás se lo perdonaré. Quería conocer a Marilyn Monroe para podérsela robar. Robársela a su marido. Un criminal nunca te perdonaría que le impidieras cometer el crimen que anida en su corazón”.
El tema único, la obsesión enorme de Mailer fue Estados Unidos. Recorrió todos los géneros para convertirse en el gran cronista del siglo. No hubo asunto que no pasara por la furia productiva de su fuerza literaria: el poder, la guerra, la traición (Los ejércitos de la noche, El fantasma de Harlot, Oswald: misterio americano), el sexo (El parque de los ciervos, Los hombres duros no bailan), la religión (El evangelio según el Hijo), la moral y la muerte (La canción del verdugo, El castillo en el bosque).
Norman Mailer participó en la creación de un género casi tan antiguo como la misma literatura, pero que él ofreció al público como si fuera una novedad, de hecho lo era en su brillante concentración literaria: el nuevo periodismo, esa forma que a finales de los años 60 resolvía cualquier tema público con la misma intensidad con que se abría la puerta de una novela, la prosa al servicio de asuntos que no pertenecían al mundo de la ficción sino a la realidad inaprensible de cada día.
En este momento, mientras reviso mis viejos libros de Mailer, estoy dispuesto a cambiar algunas de sus novelas por varias de sus crónicas magistrales. Me refiero, al menos, a los textos reunidos en un libro extraordinario, The time of our time (publicado por Anagrama en 2005 con el título de América), que reúne como anfibios en el manglar a reportajes, crónicas, textos, ensayos personales, centellas de periodismo perfecto.
Pienso en “Boxeando con Hemingway”, “Nuestro Hombre en Harvard”, incluso en el novelista famoso habilitado como reportero durante la cobertura de la Convención Nacional del Partido Demócrata en 1960 y desde luego en esa breve obra maestra llamada “El combate del siglo”, los esplendores de Mohamed Alí y el ocaso de la realeza de George Foreman.
Norman Mailer se lleva también consigo a uno de los egos más colosales de la literatura moderna. Sin ese exceso de soberbia, su obra habría sido imposible tal y como la conocemos. No por nada, cuando cumplió 80 años escribió esta lección inquietante para todos los escritores: “Un ego razonablemente confiable es crucial para un autor que trabaja mucho, pero un ego mucho más fuerte que sus necesidades literarias es una autopista directa a la mediocridad”.
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