Alerta roja y nuclear en Pakistán/Mateo Madridejos, periodista e historiador
EL PERIÓDICO, 10/11/2007;
El segundo golpe de Estado del general Pervez Musharraf, el 3 de noviembre, mediante la proclamación de un estado de excepción que suspende la Constitución y derrumba las instituciones democráticas, sonó como un disparo de funestas consecuencias en todas las capitales occidentales y especialmente en Washington y Londres, las dos más afectadas e inquietas por el completo desastre en que se hunde Pakistán, un Estado con armas nucleares descrito por muchos expertos en terrorismo como “el más peligroso del mundo”.
El caos anunciado confirma la ineptitud de Occidente para tratar a los uniformados del tercer mundo y esconder la dictadura y los intereses menos confesables bajo el manto de la democracia o la añagaza geopolítica. Los ejemplos podrían multiplicarse desde el trueno liberador de Bandung (1955), que puso en pie a las masas desheredadas y los líderes afroasiáticos. Basta con recordar que el general Musharraf fue saludado en Washington hace un año como “un defensor de la libertad”, el mismo que ahora se mofa del presidente Bush, tras humillar a la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, e incluye en su proclama una insidiosa referencia a Abraham Lincoln y su restricción de las libertades durante la guerra civil de EE UU.
Los dirigentes de Washington y Londres fingen ignorar que Musharraf, llegado al poder por un golpe en 1999, nunca ha sido un demócrata, sino un dictador mediocre, obsesionado por conservar el mando mediante la represión brutal de sus adversarios, la aniquilación del poder judicial y la falsificación del sufragio. Esos desmanes fueron justificados por su cacareada contribución a la guerra contra el terrorismo, pero el golpista ha destrozado la fachada democrática y sus valedores están confundidos y avergonzados. No olvidan, empero, que Pakistán tiene bombas atómicas, cuyas primeras pruebas datan de mayo de 1998, y es un exportador notorio e ilegal de tecnología nuclear.
Musharraf se consolidó porque, a juicio de Washington, era el único policía disponible en la región sin ley. Ocho años después, la situación sobre el terreno no puede ser más calamitosa. El tribalismo agudo, el islamismo radical y el secesionismo ensombrecen el panorama. Los legionarios de Al Qaeda crecen en número y osadía, aliados con los talibanes, hasta dominar las regiones tribales paquistanís fronterizas con Afganistán donde se supone que actúan Bin Laden y sus secuaces, mientras la guerra civil castiga la región de Beluchistán, reducto de un movimiento separatista.
Los escenarios que trazan los estrategas son catastróficos. Los 160 millones de paquistanís no solo soportan la férula castrense, sino una situación explosiva en la que se mezclan los islamistas más radicales, la bomba nuclear y unos pretorianos tan divididos como imprevisibles. Los niveles de violencia no tienen precedente, como demostró el reciente ataque contra la comitiva de la exprimera ministra Benazir Bhutto. Los servicios secretos, urdidores de los talibanes, dicen combatir a los terroristas islámicos, pero a veces los protegen, en un doble juego que suscita escalofríos y que solo se entiende pensando en la rivalidad y la emulación atómica con la India, el enemigo tradicional, cuya frontera en Cachemira es la más conflictiva del mundo.
El intento norteamericano de exportar la democracia al mundo musulmán ha desembocado en una pesadilla no solo en Irak, sino igualmente en Pakistán, quizá porque nunca fue sincero y viable, sino una mera triquiñuela o pantalla ideológica para justificar el ataque preventivo primero y luego la guerra contra el terrorismo. Otras secuelas de la dictadura son el fortalecimiento de los partidos islamistas, que propugnan la imposición de la sharia; la inclinación religiosa de los que fueron laicos, como el Partido Popular de Bhutto; el desconcierto de la exigua clase media occidentalizada y el deterioro de las instituciones, que culminó con el atropello del Tribunal Supremo.
El escepticismo crece en Washington, pese al acuerdo con Bhutto para el reparto del poder, mientras el Pentágono sospecha que no puede afrontar sin los militares el endiablado desafío. La detención por unas horas de Bhutto bajo arresto domiciliario implicará probablemente la ruptura del compromiso, bajo los auspicios de Washington, y el deterioro de la situación. Y si naufraga la salomónica solución de Bhutto, Washington se encontrará ante el terrible dilema: un militar ávido de poder y sin escrúpulos o el descenso al abismo y la posterior subida al poder de un islamista enloquecido. La primera potencia del mundo se presenta aherrojada al destino de un general golpista e impopular.
La estrategia ahora hundida se mantuvo pese a que todas las encuestas señalan que Bin Laden es más popular que Musharraf, quizá porque la OTAN y su cuerpo expedicionario están persuadidos de que si Pakistán deviene ingobernable, Afganistán está perdido para la causa de la democracia que nunca existió, cada día más lejana. La región entre Cachemira y el Mediterráneo se halla en ebullición e insurgencia, y se especula sobre el próximo estallido–Egipto, Arabia Saudí, Jordania–, mientras Washington oye un oráculo apocalíptico: si Musharraf cae arrastrado por las masas, Pakistán se convertirá en otro Estado fallido como Afganistán y los secuaces de Al Qaeda tendrán acceso a los búnkeres donde se guardan el uranio enriquecido y las bombas nucleares.
El segundo golpe de Estado del general Pervez Musharraf, el 3 de noviembre, mediante la proclamación de un estado de excepción que suspende la Constitución y derrumba las instituciones democráticas, sonó como un disparo de funestas consecuencias en todas las capitales occidentales y especialmente en Washington y Londres, las dos más afectadas e inquietas por el completo desastre en que se hunde Pakistán, un Estado con armas nucleares descrito por muchos expertos en terrorismo como “el más peligroso del mundo”.
El caos anunciado confirma la ineptitud de Occidente para tratar a los uniformados del tercer mundo y esconder la dictadura y los intereses menos confesables bajo el manto de la democracia o la añagaza geopolítica. Los ejemplos podrían multiplicarse desde el trueno liberador de Bandung (1955), que puso en pie a las masas desheredadas y los líderes afroasiáticos. Basta con recordar que el general Musharraf fue saludado en Washington hace un año como “un defensor de la libertad”, el mismo que ahora se mofa del presidente Bush, tras humillar a la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, e incluye en su proclama una insidiosa referencia a Abraham Lincoln y su restricción de las libertades durante la guerra civil de EE UU.
Los dirigentes de Washington y Londres fingen ignorar que Musharraf, llegado al poder por un golpe en 1999, nunca ha sido un demócrata, sino un dictador mediocre, obsesionado por conservar el mando mediante la represión brutal de sus adversarios, la aniquilación del poder judicial y la falsificación del sufragio. Esos desmanes fueron justificados por su cacareada contribución a la guerra contra el terrorismo, pero el golpista ha destrozado la fachada democrática y sus valedores están confundidos y avergonzados. No olvidan, empero, que Pakistán tiene bombas atómicas, cuyas primeras pruebas datan de mayo de 1998, y es un exportador notorio e ilegal de tecnología nuclear.
Musharraf se consolidó porque, a juicio de Washington, era el único policía disponible en la región sin ley. Ocho años después, la situación sobre el terreno no puede ser más calamitosa. El tribalismo agudo, el islamismo radical y el secesionismo ensombrecen el panorama. Los legionarios de Al Qaeda crecen en número y osadía, aliados con los talibanes, hasta dominar las regiones tribales paquistanís fronterizas con Afganistán donde se supone que actúan Bin Laden y sus secuaces, mientras la guerra civil castiga la región de Beluchistán, reducto de un movimiento separatista.
Los escenarios que trazan los estrategas son catastróficos. Los 160 millones de paquistanís no solo soportan la férula castrense, sino una situación explosiva en la que se mezclan los islamistas más radicales, la bomba nuclear y unos pretorianos tan divididos como imprevisibles. Los niveles de violencia no tienen precedente, como demostró el reciente ataque contra la comitiva de la exprimera ministra Benazir Bhutto. Los servicios secretos, urdidores de los talibanes, dicen combatir a los terroristas islámicos, pero a veces los protegen, en un doble juego que suscita escalofríos y que solo se entiende pensando en la rivalidad y la emulación atómica con la India, el enemigo tradicional, cuya frontera en Cachemira es la más conflictiva del mundo.
El intento norteamericano de exportar la democracia al mundo musulmán ha desembocado en una pesadilla no solo en Irak, sino igualmente en Pakistán, quizá porque nunca fue sincero y viable, sino una mera triquiñuela o pantalla ideológica para justificar el ataque preventivo primero y luego la guerra contra el terrorismo. Otras secuelas de la dictadura son el fortalecimiento de los partidos islamistas, que propugnan la imposición de la sharia; la inclinación religiosa de los que fueron laicos, como el Partido Popular de Bhutto; el desconcierto de la exigua clase media occidentalizada y el deterioro de las instituciones, que culminó con el atropello del Tribunal Supremo.
El escepticismo crece en Washington, pese al acuerdo con Bhutto para el reparto del poder, mientras el Pentágono sospecha que no puede afrontar sin los militares el endiablado desafío. La detención por unas horas de Bhutto bajo arresto domiciliario implicará probablemente la ruptura del compromiso, bajo los auspicios de Washington, y el deterioro de la situación. Y si naufraga la salomónica solución de Bhutto, Washington se encontrará ante el terrible dilema: un militar ávido de poder y sin escrúpulos o el descenso al abismo y la posterior subida al poder de un islamista enloquecido. La primera potencia del mundo se presenta aherrojada al destino de un general golpista e impopular.
La estrategia ahora hundida se mantuvo pese a que todas las encuestas señalan que Bin Laden es más popular que Musharraf, quizá porque la OTAN y su cuerpo expedicionario están persuadidos de que si Pakistán deviene ingobernable, Afganistán está perdido para la causa de la democracia que nunca existió, cada día más lejana. La región entre Cachemira y el Mediterráneo se halla en ebullición e insurgencia, y se especula sobre el próximo estallido–Egipto, Arabia Saudí, Jordania–, mientras Washington oye un oráculo apocalíptico: si Musharraf cae arrastrado por las masas, Pakistán se convertirá en otro Estado fallido como Afganistán y los secuaces de Al Qaeda tendrán acceso a los búnkeres donde se guardan el uranio enriquecido y las bombas nucleares.
The Real Musharraf/Asma Jahangir, a Pakistani lawyer under house arrest in Lahore who chairs the Human Rights Commission of Pakistan. She is a member of the international board of the Open Society Institute
Published THE WASHINGTON POST, 9/11/2007;
It was close to midnight last Saturday when Gen. Pervez Musharraf finally appeared on state-run television. That’s when police vans surrounded my house. I was warned not to leave, and hours later I learned I would be detained for 90 days.
At least I have the luxury of staying at home, though I cannot see anyone. But I can only watch, helpless, as this horror unfolds.
The Musharraf government has declared martial law to settle scores with lawyers and judges. Hundreds of innocent Pakistanis have been rounded up. Human rights activists, including women and senior citizens, have been beaten by police. Judges have been arrested and lawyers battered in their offices and the streets.
These citizens are our true assets: young, progressive and full of spirit. Many of them were trained to uphold the rule of law. They are being brutalized for seeking justice.
Musharraf justified his draconian measures by saying he needed to be able to use all his might to fight the terrorists infecting our country. Yet the day after he declared an emergency, the Dawn newspaper reported that scores of terrorists were released by the government. While tyranny was being unleashed on peaceful citizens, the notorious militant Fazalullah (also known as Maulana Radio) had seized the beautiful town of Madyan, according to the Daily Times, and hoisted his “Islamic” flag over buildings while the security forces surrendered.
Musharraf has implied that militancy increased in Pakistan because of judicial interference in governance. But until this past March, the judiciary had yielded to all executive demands. Five years ago, the general dismissed the then-chief justice and his colleagues, charging that they were obstructing his process of democratization. What is democratic about a judiciary that’s not independent?
In recent days police have raided the home of the president of the Supreme Court Bar Association — his wife has gone into hiding — and the law chambers of two former presidents of the bar. Their clerks have been harassed. Military intelligence officers are interrogating leading attorneys. Meanwhile, unknown lawyers are being elevated to the bench.
Since Saturday, police officers have barged into my house twice after receiving (false) warnings that I had escaped. On seeing me, they sheepishly admitted they were misled.
I have tried to make them understand the difference between people such as myself and terrorists. “If I did run away, how far would I go?” I asked them. “In any event, I am not likely to blow myself up around the corner.” One police officer said that he agreed but that his job was at greater risk if I got away than if a terrorist escaped the law. Terrorists, he pointed out, outnumber rights activists in our country.
The officer argued that lawyers and judges hamper law enforcement. “How can we bring law and order if we cannot torture criminals? We must be given a free hand to deal with terrorists, and the chief justice has no business to ask us to produce them in courts. We are itching to lay our hands on all those judges who humiliated us for carrying out our duties,” he told me. When I asked how he knew who the terrorists were, he insisted that the intelligence was infallible.
Yet he didn’t know I hadn’t escaped from my house.
The international community is alarmed at Musharraf’s actions, but Pakistanis expected this. The Bush administration had built up the general as moderate and benign, but the true face of this regime has been exposed.
A balanced picture of Pakistan had begun to emerge in recent weeks. Thousands turned out to greet Benazir Bhutto upon her return last month; Pakistanis were progressive-minded enough to elect a female political leader years ago. Hundreds of progressive-minded lawyers have rallied for democratic values. I welcome Bhutto’s call for the Pakistan People’s Party to join the demonstrations.
But Pakistan is threatened by Islamist militants, and our civil society suffers the worst of this creeping Talibanization. Woefully, the Musharraf regime is neither inclined to reverse this trend nor capable of doing so. No one has exact solutions, but there is virtual unanimity that Pakistan’s political leadership must take charge and that the military must cooperate with an elected civilian government.
Musharraf’s promises to hold elections by Feb. 15 or to resign from the army are a red herring. He has pledged before to give up his uniform and failed to follow through. Any election held under these circumstances will not be free and will only put the crisis on hold. Furthermore, militarization will kill the spirit of the progressive forces while boosting the terrorists’ morale.
A transition to democracy is crucial, but unless freedom of the press and the judiciary’s independence are restored, any changes will remain toothless. It will be difficult to put Pakistan on the path to democracy, but we must begin now, before it is too late.
At least I have the luxury of staying at home, though I cannot see anyone. But I can only watch, helpless, as this horror unfolds.
The Musharraf government has declared martial law to settle scores with lawyers and judges. Hundreds of innocent Pakistanis have been rounded up. Human rights activists, including women and senior citizens, have been beaten by police. Judges have been arrested and lawyers battered in their offices and the streets.
These citizens are our true assets: young, progressive and full of spirit. Many of them were trained to uphold the rule of law. They are being brutalized for seeking justice.
Musharraf justified his draconian measures by saying he needed to be able to use all his might to fight the terrorists infecting our country. Yet the day after he declared an emergency, the Dawn newspaper reported that scores of terrorists were released by the government. While tyranny was being unleashed on peaceful citizens, the notorious militant Fazalullah (also known as Maulana Radio) had seized the beautiful town of Madyan, according to the Daily Times, and hoisted his “Islamic” flag over buildings while the security forces surrendered.
Musharraf has implied that militancy increased in Pakistan because of judicial interference in governance. But until this past March, the judiciary had yielded to all executive demands. Five years ago, the general dismissed the then-chief justice and his colleagues, charging that they were obstructing his process of democratization. What is democratic about a judiciary that’s not independent?
In recent days police have raided the home of the president of the Supreme Court Bar Association — his wife has gone into hiding — and the law chambers of two former presidents of the bar. Their clerks have been harassed. Military intelligence officers are interrogating leading attorneys. Meanwhile, unknown lawyers are being elevated to the bench.
Since Saturday, police officers have barged into my house twice after receiving (false) warnings that I had escaped. On seeing me, they sheepishly admitted they were misled.
I have tried to make them understand the difference between people such as myself and terrorists. “If I did run away, how far would I go?” I asked them. “In any event, I am not likely to blow myself up around the corner.” One police officer said that he agreed but that his job was at greater risk if I got away than if a terrorist escaped the law. Terrorists, he pointed out, outnumber rights activists in our country.
The officer argued that lawyers and judges hamper law enforcement. “How can we bring law and order if we cannot torture criminals? We must be given a free hand to deal with terrorists, and the chief justice has no business to ask us to produce them in courts. We are itching to lay our hands on all those judges who humiliated us for carrying out our duties,” he told me. When I asked how he knew who the terrorists were, he insisted that the intelligence was infallible.
Yet he didn’t know I hadn’t escaped from my house.
The international community is alarmed at Musharraf’s actions, but Pakistanis expected this. The Bush administration had built up the general as moderate and benign, but the true face of this regime has been exposed.
A balanced picture of Pakistan had begun to emerge in recent weeks. Thousands turned out to greet Benazir Bhutto upon her return last month; Pakistanis were progressive-minded enough to elect a female political leader years ago. Hundreds of progressive-minded lawyers have rallied for democratic values. I welcome Bhutto’s call for the Pakistan People’s Party to join the demonstrations.
But Pakistan is threatened by Islamist militants, and our civil society suffers the worst of this creeping Talibanization. Woefully, the Musharraf regime is neither inclined to reverse this trend nor capable of doing so. No one has exact solutions, but there is virtual unanimity that Pakistan’s political leadership must take charge and that the military must cooperate with an elected civilian government.
Musharraf’s promises to hold elections by Feb. 15 or to resign from the army are a red herring. He has pledged before to give up his uniform and failed to follow through. Any election held under these circumstances will not be free and will only put the crisis on hold. Furthermore, militarization will kill the spirit of the progressive forces while boosting the terrorists’ morale.
A transition to democracy is crucial, but unless freedom of the press and the judiciary’s independence are restored, any changes will remain toothless. It will be difficult to put Pakistan on the path to democracy, but we must begin now, before it is too late.
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