10 nov 2007

Sobre el Lobby israelí


El 'lobby israelí' se sale con la suya en muchas ocasiones/John Mearsheimer y Stephen Walt; el primero es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Chicago y autor de The Tragedy of Great Power Politics (W.W. Norton, Nueva York, 2001), y S. alt es catedrático de asuntos internacionales en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. Su último libro es Taming American Power: The Global Response to U.S. Primacy (W.W. Norton, Nueva York, 2005).
Publicado en Foreign Policy Edición Española, septiembre de 2007;
En Estados Unidos es difícil discutir de forma abierta sobre su relación con Israel. En marzo publicamos un artículo en The London Review of Books titulado 'The Israel Lobby', basado en una ponencia que habíamos incluido en la página web del claustro de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy en Harvard. Nuestro propósito era romper el tabú y provocar una discusión sincera sobre el respaldo de Washington a Israel, porque tiene consecuencias de largo alcance tanto para los estadounidenses como para el resto del mundo. Lo que recibimos fue un aluvión de respuestas, algunas constructivas, otras no.
Cada año, EE UU concede a ese país una ayuda muy superior a la que ofrece a otros Estados. Aunque es ya una potencia industrial, con un PIB per cápita casi igual al de España o Corea del Sur, sigue recibiendo unos 3.000 millones de dólares anuales en ayuda estadounidense, es decir, alrededor de quinientos dólares (unos cuatrocientos euros) por cada ciudadano israelí. Además, obtiene también otras ventajas especiales y un constante apoyo diplomático.
En nuestra opinión, esta generosidad no puede explicarse del todo por motivos estratégicos o morales. Es posible que en la guerra fría fuera una ventaja estratégica contar con un aliado así, pero ahora, en la lucha contra el terror y en medio de los esfuerzos que hace la Casa Blanca para abordar el problema de los Estados canallas, es una carga. El argumento moral no tiene validez ante el trato que Israel da a los palestinos y su negativa a ofrecerles un Estado viable. Creemos que existen fuertes razones morales que respaldan la existencia de Israel, pero dicha existencia no está en peligro. Los extremistas palestinos y el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, pueden soñar con borrar a ese país "del mapa", pero, por suerte, ninguno de ellos tiene capacidad para hacer realidad ese sueño.
Lo que alegamos es que la relación especial con Israel se debe, en gran parte, a las actividades del lobby israelí, una coalición informal de personas y organizaciones que trabajan a las claras para impulsar la política exterior de Washington en una dirección conveniente para Israel.
El lobby no es exactamente lo mismo que los judíos americanos, porque muchos no están de acuerdo con sus posiciones y, en cambio, algunos grupos que trabajan a favor de Israel (como los cristianos evangélicos) no son judíos. Este grupo de presión no tiene una dirección centralizada. No es una cábala ni una conspiración. Son organizaciones dedicadas a la política de intereses, una actividad legítima en el sistema político estadounidense. Creen que sus esfuerzos favorecen tanto los intereses de Estados Unidos como los de Israel. Nosotros creemos que no.
Explicábamos de qué forma el lobby israelí promueve los apoyos en el Congreso y el Ejecutivo estadounidense y cómo influye en el discurso público para que haya una imagen favorable de las acciones israelíes. Estos grupos organizan las aportaciones de campaña para animar a los políticos a que adopten posturas proisraelíes. Escriben artículos, cartas y editoriales y hacen todo lo posible para desacreditar o marginar a cualquiera que critique el respaldo norteamericano. El Comité de Asuntos Públicos Americano Israelí (AIPAC, en sus siglas en inglés) es la organización más poderosa, y presume abiertamente de la influencia que tiene en la política de la Casa Blanca hacia Oriente Medio. El ex líder de la minoría democráta en la Cámara de Representantes, Richard Gephardt, dijo que, si AIPAC no "luchara a diario para fortalecer [la relación], ésta no existiría".
También examinábamos la influencia del lobby en las decisiones tomadas por Washington en los últimos tiempos, incluida la invasión de Irak en marzo de 2003. Los neoconservadores, dentro y fuera de la Administración Bush, desempeñaron papeles fundamentales, junto con los dirigentes de varias organizaciones proisraelíes, a la hora de justificar la guerra. En nuestra opinión, EE UU no habría atacado Irak sin sus esfuerzos. No obstante, esos grupos y esos individuos no actuaron por su cuenta ni llevaron al país al conflicto por sí solos. Por ejemplo, la guerra seguramente no se habría producido sin los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, que ayudaron a convencer al presidente George W. Bush y al vicepresidente Dick Cheney de que había que apoyarla.
Con Sadam Husein apartado del poder, el lobby israelí centra hoy su atención en Irán, cuyo Gobierno parece decidido a adquirir armas nucleares. A pesar de tener su propio arsenal atómico y de su poderío militar, Israel no quiere que haya un Irán nuclear. Pero no parece probable que la diplomacia ni las sanciones económicas vayan a frustrar las ambiciones de Teherán. Son pocos los dirigentes mundiales partidarios de emplear la fuerza para resolver el problema, salvo en Israel y Estados Unidos. AIPAC y muchos neoconservadores que defendieron el ataque contra Irak propugnan ahora el uso de la fuerza militar contra Irán.
No hay nada malo en que los proisraelíes intenten influir sobre el Gobierno Bush. Pero también es legítimo que otros destaquen que grupos como AIPAC y muchos neocons tienen un compromiso con Israel que condiciona sus ideas sobre Irán y Oriente Medio. Aún más importante, su punto de vista no es el argumento definitivo sobre lo que es conveniente para Israel o Estados Unidos. De hecho, sus recomendaciones pueden ser incluso perjudiciales para ambos países.
Otros textos en la revista. (reacciones):
Argumento poco civilizado
Afirmar que el 'lobby israelí' pone a EE UU en peligro es irresponsable y erróneo/ Aaron Friedberg, es catedrático de Política y Asuntos Internacionales en la escuela Woodrow Wilson de la Universidad de Princeton; fue entre 2003 y 2005 uno de los asesores del presidente Bush en materia de seguridad nacional.
Hace poco, en respuesta a las críticas, Mearsheimer y Walt lamentaron lo difícil que es tener "un debate civilizado sobre el papel de Israel en la política exterior americana". Si ése es de verdad el objetivo que buscan, han escogido una forma muy poco civilizada de empezar.
Ambos autores culpan de la distorsión de la política estadounidense al lobby. Lo presentan como una entidad amorfa, a veces imposible de distinguir de una organización concreta, AIPAC, y en otras ocasiones tan amplia que dentro cabe cualquier persona o grupo que pretenda "impulsar la política exterior de Estados Unidos en una dirección conveniente para Israel".
Ambos dicen que "no hay nada de malo" en querer influir en la política estadounidense, pero luego describen esas actividades como si estuvieran sugiriendo todo lo contrario. El lobby ahoga el debate, "margina a cualquiera que critique el respaldo norteamericano" y, según escribían en su ensayo original, convence a los dirigentes estadounidenses para que envíen a sus jóvenes a encargarse "de la mayor parte de la lucha y la muerte" con el fin de derrotar a los enemigos de Israel. Sus miembros no sólo están equivocados, sino que son responsables de poner los intereses de un país extranjero por encima de los del suyo.
Como mínimo, ésta es una acusación difamatoria e incontrastable de traición contra las personas cuyas opiniones sobre Oriente Medio discrepan de las de los autores. Y en el peor de los casos, una desagradable acusación de deslealtad colectiva con ecos históricos verdaderamente repugnantes. Mearsheimer y Walt han construido unas carreras brillantes a base de defender un enfoque científico y riguroso en el estudio de la política. Por desgracia, en este caso, sus argumentos no sólo son acientíficos, sino incendiarios, irresponsables y equivocados.
El modo de pensar cuenta
La política exterior la configuran los acontecimientos y los líderes, no los 'lobbies'/Dennis Ross; es miembro distinguido del Instituto de Política para Oriente Medio en Washington (EE UU) y autor de The Missing Peace: The Inside Story of the Fight for Middle East Peace (Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2004). Fue jefe de la delegación de EE UU encargada del proceso de paz en Oriente Medio con George H.W. Bush y Bill Clinton
A Mearsheimer y a Walt les inquietan el poder y la influencia del lobby israelí en Washington. El tono y el argumento de su artículo en esta revista están más razonados que los de su ensayo original, pero sufren el mismo fallo de partida: que la política exterior de Estados Unidos en Oriente Medio está distorsionada por culpa de este lobby aparentemente todopoderoso. Según ellos, lo que mueve a este grupo es su preocupación por Israel, no por EE UU. Dicen que empujó a los estadounidenses a una guerra desastrosa en Irak y que ahora está fomentando otra igual de peligrosa contra Irán.
Nadie sugiere que sea inapropiado debatir sobre nuestras decisiones políticas. Pero esos debates tienen que estar basados en la realidad. Decir que el lobby israelí es responsable, en gran parte, de la invasión estadounidense de Irak, es suponer que los gobernantes elegidos, sus visiones del mundo y los acontecimientos extraordinarios como los del 11-S no cuentan para nada. Mearsheimer y Walt saben que no es así. Con independencia de su postura sobre el conflicto iraquí, ¿en serio dudan de que el modo de pensar del hombre que se sienta en el Despacho Oval tuvo mucho que ver? Al Gore se manifestó contra la guerra en 2002 y 2003. Y, sin embargo, ha estado, toda su vida, mucho más próximo a los jefes del lobby israelí que el presidente. Ni éstos ni los neoconservadores convencieron a Bush para ir a la guerra. Fue el 11-S. Antes, su política respecto a Bagdad era la de las "sanciones inteligentes", dirigida a contener el régimen iraquí, no a derrocarlo. Su visión del mundo cambió ese día. Llegó a la convicción de que EE UU no podía esperar a sufrir otro ataque y de que la amenaza que representaba Sadam Husein era total. Esa convicción transformó su política. Aunque Mearsheimer y Walt reconocen ahora que "la guerra seguramente no se habría producido sin el 11-S", insisten en declarar que "EE UU no habría atacado Irak sin sus esfuerzos (los del lobby israelí)".
Sus ideas sobre Irán son igual de confusas. ¿Creen de verdad que el lobby es el único preocupado porque Irán adquiera armas nucleares? Dicen que la disuasión funcionará. Esta hipótesis no tiene en cuenta la posibilidad de que la nuclearización de Teherán mueva a otros países de Oriente Medio a hacer lo mismo ni que la perspectiva de un error atómico podría convertir una guerra nuclear en la región en una posibilidad real. Además, un Irán nuclear podría desautorizar gravemente el régimen de no proliferación, y la consecuencia sería un mundo más peligroso. Los británicos, franceses y alemanes –ninguno de los cuales está deseoso de que haya guerra– comprenden la situación. Por eso propusieron una resolución del Consejo de Seguridad que prohibiera a Irán adquirir armas nucleares. Ni es el lobby israelí el que les ha impulsado a hacer frente a Teherán ni el que dirige la política de EE UU.
Lo cierto es que el lobby israelí no siempre se sale con la suya. No logró impedir ventas de armas importantes a países árabes. No logró que la Embajada de EE UU en Israel se trasladara de Tel Aviv a Jerusalén. No logró evitar que Clinton elaborara una propuesta de paz que habría dividido Jerusalén en dos. Ello no quiere decir que AIPAC y otros no tengan influencia. Pero no distorsionan la política estadounidense ni perjudican sus intereses. Tanto los presidentes republicanos como los demócratas han sido siempre partidarios de una relación especial con Israel porque, en política exterior, los valores importan.

Una verdad compleja
No es tan fácil secuestrar la política exterior de EE UU hacia Oriente Medio/Shlomo Ben Ami, ex ministro de Asuntos Exteriores de Israel, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz y autor de Cicatrices de guerra, heridas de paz (Ediciones B, Barcelona, 2006).
La importancia que dan Mearsheimer y Walt a la influencia del lobby israelí sobre la política de Estados Unidos hacia Oriente Medio es totalmente desmesurada. Presentan a los políticos estadounidenses como si fueran, o demasiado incompetentes para poder entender cuáles son sus intereses nacionales, o tan negligentes que están dispuestos a venderse a cualquier grupo de presión a cambio de la mera supervivencia política. No cabe duda de que en el compromiso de Estados Unidos con Israel hay una base de sentimiento e idealismo. Pero también de intereses comunes y consideraciones de realpolitik.
El presidente Richard Nixon, que no era precisamente amigo de los judíos, apoyó a Israel durante la guerra del Yom Kippur, en 1973, no para proteger a ese país de una invasión soviética, sino porque convenía a los intereses nacionales de Washington. Israel no era para Nixon más que un peón en su gran juego de la guerra fría, y gracias a los envíos de armas que hizo a ese país fue posible desbaratar la alianza entre Rusia y Egipto y, llegado el momento, acabar con la hegemonía soviética en la región.
Dos décadas después, según el presidente George H. W. Bush, pese a que "miles de lobbistas" –se supone que muchos de ellos judíos– se oponían a su política, eso no le impidió arrastrar al entonces primer ministro israelí, Isaac Shamir, en contra de su voluntad, a una conferencia de paz en Madrid. Ni tampoco impidió el lobby que el predecesor de Bush, Ronald Reagan, se distanciara de Israel con el reconocimiento oficial de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Ni estorbó al presidente Bill Clinton cuando ofreció a los palestinos la soberanía incondicional sobre el Monte del Templo, el lugar más sagrado para los judíos.
A los autores les gustaría hacernos pensar que EE UU no ha sabido obligar a Israel a ofrecer un Estado viable a los palestinos y que ha defendido siempre el punto de vista de los israelíes en las negociaciones de paz. Éstas son unas afirmaciones sin fundamento que se equivocan al evaluar el papel estadounidense. Los palestinos nunca han querido que la Casa Blanca hiciera de mediadora, sino que les entregara Israel. Ni tuvieron nunca la intención de que Camp David fuera un paso definitivo. Desde el principio insistieron en que aquella no era más que una serie de cumbres. Esta actitud explica por qué Yasir Arafat no presentó nunca unas contrapropuestas que hubieran permitido a ambas partes llegar a un acuerdo más conveniente. Yo estaba en Camp David cuando Clinton hizo un último esfuerzo a la desesperada para salvar la cumbre haciendo nuevas propuestas sobre Jerusalén, unas propuestas que yo acepté y que Arafat rechazó; del mismo modo que había rechazado otra propuesta anterior e independiente de Clinton para dividir la ciudad vieja. Mearsheimer y Walt pretenden que olvidemos que, seis meses más tarde, Clinton regresó con un ambicioso plan de paz elaborado por Estados Unidos. En un acto que, posteriormente, el embajador saudí en Washington calificó de crimen contra el pueblo palestino, Arafat volvió a expresar su rechazo.
Al ignorar estos hechos tan incómodos, Mearsheimer y Walt no valoran hasta qué punto el rechazo del plan de paz de Clinton por parte del líder palestino fue un momento decisivo. El hecho de que Arafat despreciase una oferta tan ventajosa para los palestinos dejó al presidente George W. Bush sin incentivos para proseguir la búsqueda de la paz durante su mandato. Fue Arafat, y no el mitológico lobby israelí, el que hizo que EE UU se desentendiera del proceso.
Los estadounidenses deberían trabajar más para acabar con la humillación de los palestinos. Pero es ridículo afirmar que Israel o el lobby son responsables "en buena parte" del problema del terrorismo contra Estados Unidos, como aseguraban Mearsheimer y Walt en The London Review of Books. Las Torres Gemelas sufrieron su primer atentado en 1993, cuando Clinton e Isaac Rabin se encontraban en medio de unas prometedoras negociaciones de paz con Siria e Israel estaba en plenas negociaciones de paz con los palestinos. Bin Laden envió a sus hombres a Florida a formarse para ser pilotos suicidas cuando Israel estaba hablando de paz con los palestinos en Camp David. A Estados Unidos se le odia en los países árabes por la imagen que se tiene del país (una potencia entrometida que apoya a los gobernantes autócratas de un mundo árabe disfuncional), no porque sus intereses y los de Israel, a veces, coincidan.
Mearsheimer y Walt muestran una abstrusa indiferencia respecto al complejo entramado de los intereses estadounidenses en Oriente Medio ¿Qué tuvo que ver con Israel, por ejemplo, la primera Guerra del Golfo, emprendida para acabar con la ocupación iraquí de Kuwait y garantizar el suministro de petróleo? El actual conflicto de Irak puede tal vez beneficiar a Israel, pero beneficia a Irán tanto o más. Desde luego, no creo que nadie diga que comenzó a instancias de los israelíes.
Un Irán nuclear es una amenaza tan peligrosa para los estadounidenses y sus aliados suníes en el mundo árabe como para Israel. Sugerir que a EE UU no le preocuparían Estados tan peligrosos como Irán, Irak o Siria, si no fuera por su estrecha relación con Israel, es absurdo. El lobby israelí es eficaz, sin duda. Pero pedir al Gobierno que favorezca una política exterior determinada no es lo mismo que fabricarla.
Una excepción peligrosa
¿Por qué va a ser el 'lobby israelí' inmune a las críticas?/Zbigniew Brzezinski, ex consejero de Seguridad Nacional del presidente Carter, es catedrático de Política Exterior de Estados Unidos en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins y asesor y miembro del consejo del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales.
Si se tiene en cuenta que Oriente Medio es en la actualidad el principal reto de Estados Unidos, John Mearsheimer y Stephen Walt han prestado un servicio público al iniciar un debate que era muy necesario sobre el papel del lobby israelí en la política exterior estadounidense.
La participación de estos grupos de presión étnicos o patrocinados por otros países en el proceso político estadounidense no es nada nuevo. Mearsheimer y Walt critican al lobby proisraelí y el comportamiento de Israel en una serie de ejemplos históricos. Hablan sin rodeos sobre los prolongados abusos cometidos contra los palestinos. En pocas palabras, critican la política israelí en general y, por tanto, en algunos aspectos, se les podría calificar de antiisraelíes. Pero eso no es lo mismo que ser antisemita. Decir eso es atribuir una inmunidad especial a ese país, que estaría por encima de las críticas que todo el mundo hace contra la forma de comportarse de las naciones.
Cualquiera que recuerde la Segunda Guerra Mundial sabe que el antisemitismo es el odio desenfrenado e irracional hacia los judíos. Los argumentos expuestos por Mearsheimer y Walt no merecían las histéricas acusaciones de antisemitismo que han lanzado contra ellos varios especialistas en vergonzosos artículos publicados en los principales periódicos de EE UU. Por desgracia, algunos llegaron, en una actuación digna de McCarthy, a acusarles de ser culpables por asociación porque varios racistas fanáticos habían respaldado sus opiniones; por lo visto, eso era la prueba del antisemitismo de los autores.
No creo estar cualificado para juzgar las partes históricas de su argumentación. Pero varios temas que se vislumbran en su línea de pensamiento son muy relevantes. Aportan numerosas pruebas de que, a lo largo de los años, Israel se ha beneficiado de una ayuda económica privilegiada –de auténtico favoritismo– y desproporcionada respecto a la que Washington ofrece a cualquier otro país. La gran cantidad de dinero que recibe este Estado constituye un gigantesco programa de ayuda que enriquece a los israelíes, relativamente prósperos, a costa del contribuyente estadounidense. Y ese dinero, que es un bien fungible, sirve además para pagar unos asentamientos a los que EE UU se opone y que obstaculizan el proceso de paz.
Todo esto está relacionado con el giro sufrido por la política estadounidense en Oriente Medio en el último cuarto de siglo, desde una imparcialidad relativa (que produjo el acuerdo de Camp David) a una parcialidad creciente en favor de Israel. En los últimos diez años, varios funcionarios estadounidenses salidos de las filas de AIPAC o de instituciones académicas proisraelíes han logrado, con su influencia, que se apoyara la preferencia israelí por la imprecisión a la hora de dar forma definitiva a cualquier acuerdo de paz, lo que ha contribuido a prolongar la pasividad de Naciones Unidas en el conflicto palestino-israelí. Por el contrario, los grupos americanos de origen árabe han permanecido, en general, excluidos de toda participación seria en el proceso político estadounidense.
Como es natural, los interesados en ahogar este debate son los que han conseguido prosperar sin él. De ahí la indignada reacción de algunos.

Mearsheimer y Walt responden:
Los comentarios de Aaron Friedberg muestran por qué es difícil tener una discusión franca sobre la íntima relación de EE UU con Israel. Califica nuestros argumentos de "incendiarios", "claramente incivilizados", "irresponsables" y "difamatorios". Incluso invoca la ya habitual acusación de antisemitismo, al insinuar que nuestro artículo contiene "unos ecos históricos verdaderamente repugnantes". Pero no ofrece pruebas que sostengan esas acusaciones. En cambio, se inventa argumentos que no son nuestros, como cuando afirma, por ejemplo, que acusamos a los partidarios de Israel de "traición".
Dennis Ross dice que creemos que este grupo es "todopoderoso", mientras que Shlomo Ben Ami afirma que la imagen que damos de su influencia es "totalmente desmesurada". El apoyo incondicional de Estados Unidos a Israel refleja, en palabras de Ben Ami, unos "intereses comunes" y, en opinión de Ross, unos "valores" comunes. Se trata de un argumento conocido, pero poco convincente. Nunca hemos dicho que el lobby israelí fuera "todopoderoso", pero cualquiera familiarizado con la política de Washington en Oriente Medio sabe que sí ejerce una gran influencia.
Una forma de juzgar dicho poder es pensar en cómo sería la política estadounidense en esa región si ese grupo fuera más débil. Para empezar, EE UU habría utilizado su ascendente para impedir que Israel construyera asentamientos en los territorios ocupados. Todos los presidentes de Estados Unidos, desde Lyndon Johnson, se han opuesto a ellos, y muchos israelíes reconocen, ahora, que fueron un trágico error. Pero ninguno estaba dispuesto a pagar el precio político necesario para detenerlos. Por el contrario, como señala Brzezinski, Washington ha financiado una política que perjudica directamente las perspectivas de paz. Sin la presión, EE UU habría adoptado una perspectiva más independiente ante el proceso de paz, en vez de hacer de "abogado de Israel". Los dirigentes estadounidenses habrían propuesto su propio plan para llegar a un acuerdo definitivo y habrían puesto como condición para su ayuda que hubiera una voluntad israelí de acomodarse a sus políticas. Ben Ami es consciente de ello.
Si el lobby tuviera tan poca influencia como aseguran nuestros críticos, la invasión de Irak habría tenido muchas menos probabilidades de producirse. Ross opina que existe una contradicción entre dos de nuestras afirmaciones, que la influencia del lobby fue "fundamental" en la ocupación y que el 11-S también fue un factor determinante. No hay contradicción. Fueron dos condiciones necesarias, pero no suficientes por separado, para que comenzara la guerra. La campaña de los neoconservadores a favor de ésta es bien conocida y contó con el apoyo de AIPAC y otras organizaciones. El 11-S fue muy importante, por supuesto, pero Sadam Husein no tuvo nada que ver. Sin embargo, el entonces subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, y otros neocons se apresuraron a relacionarlos. En realidad, el ataque contra las Torres Gemelas era el pretexto para una guerra que perseguían desde hacía mucho tiempo.
Si este grupo fuera menos poderoso, la política actual respecto a Irán sería más flexible y eficaz. EE UU seguiría preocupado por las ambiciones nucleares iraníes, pero no trataría de derrocar el régimen ni pensaría en la guerra preventiva, y estaría más dispuesto a negociar directamente con Teherán. Washington ha aprendido a vivir con armas nucleares en China, India, Pakistán, Rusia e incluso Corea del Norte. A Teherán se le trata de manera distinta, no porque sea una amenaza contra EE UU, sino, como ha dicho Bush, porque es una amenaza contra Israel. Lo irónico es que Irán ha intentado tener mejores relaciones con Washington en varias ocasiones, y nos ayudó a perseguir a Al Qaeda. Pero se toparon con el rechazo, en parte porque AIPAC y los neoconservadores se oponen a tender cualquier mano a Teherán.
Estamos de acuerdo con nuestros detractores en que las relaciones de Estados Unidos con varios países árabes son un motivo fundamental del extremismo antiamericano, pero el hecho de apoyar a Israel a expensas de los palestinos agrava el problema. Ben Ami alega que el antiamericanismo en Oriente Medio nace del respaldo a unas autocracias árabes "disfuncionales" y que Arafat fue el único culpable de que fracasara el proceso de paz. Según esta interpretación, el trato de Israel a los palestinos y el apoyo de Washington no tienen nada que ver con el deterioro de la imagen americana en la región. No es eso lo que demuestran varios estudios objetivos sobre la opinión pública árabe.
Ben Ami afirma que el supuesto rechazo de Arafat al plan de paz de Clinton "hizo que EE UU se desentendiera del proceso de paz". Pero los documentos históricos demuestran que Arafat no rechazó la propuesta de Clinton de diciembre de 2000. El 3 de enero de 2001, la Casa Blanca anunció que "ambas partes han aceptado las ideas del presidente con ciertas reservas", un dato que se confirmó cuatro días después. Las negociaciones prosiguieron hasta enero de 2001, cuando interrumpió las conversaciones el primer ministro israelí, Ehud Barak, y no Arafat. El sucesor de Barak, Ariel Sharon, con el apoyo del lobby, acabó convenciendo a George W. Bush de respaldar el intento israelí de imponer una solución unilateral que mantendría grandes partes de Cisjordania bajo control de Israel.
Arafat fue un dirigente con grandes defectos y muchos errores. Pero israelíes y estadounidenses son, por lo menos, igual de responsables de que fracasara Oslo. Si Arafat era el principal obstáculo para la paz, ¿por qué ha hecho Washington tan poco para ayudar a Mahmud Abbas, su sucesor elegido democráticamente? Una vez más, las presiones del lobby llevaron a Washington a una política contraproducente. Abbas ha renunciado al terrorismo, ha reconocido a Israel y ha tratado de negociar un acuerdo definitivo. Pero tanto Israel como EE UU han desdeñado sus esfuerzos. ¿El resultado? Una victoria electoral de Hamás que ha dejado a todo el mundo en peor situación.

Sefarad, sin 'lobby'/José Antonio Lisbona, periodista e investigador, es autor de España-Israel. Historia de unas relaciones secretas (Temas de Hoy, Madrid, 2002) y Retorno a Sefarad. La política de España hacia sus judíos en el siglo XX (Riopiedras Ediciones, Barcelona, 1993).
Para los judíos españoles de la diáspora, España siempre ha sido y será Sefarad en la lejanía del exilio. 1492 es una fecha clave para la conciencia colectiva. Hoy, más de quinientos años después, una comunidad judía vive y reside de nuevo en Sefarad con iguales derechos que cualquier otro colectivo social. Sin embargo, en un país donde los judíos no alcanzan ni siquiera el 1% de la población, hablar de lobby judío llama poderosamente la atención. Claro está que hay judíos españoles o extranjeros, residentes en nuestro país, que destacan en el mundo de la moda, el cine, la empresa, la tecnología, las finanzas, la ciencia o la literatura pero ni son, en muchas ocasiones, referentes en su ámbito profesional o social ni tienen voluntad precisa de organizarse para orientar a la opinión pública o influir en las decisiones políticas.
Salvo media docena de personajes con capacidad de presión relativa, en especial en la economía, el resto de los entre 30,000 y 40,000 judíos que habitan en España (la mayoría de origen marroquí, iberoamericano y pocos askenazí) son ciudadanos de a pie, integrados en la comunidad donde viven y que, además, trabajan –otra característica importante– de forma anónima por precaución. En este contexto, el llamado lobby judío ni existe ni puede existir en España, menos aún el israelí. Además de no tener hoy capacidad de influencia propia tampoco ha tenido éxito, cuando lo ha intentado, en captar para su causa a destacados portavoces ni en desarrollar una política de aliados.
Sólo el 1% de los españoles cree en el concepto del 'lobby' financiero judío, y el 69% sostiene que tienen "demasiado poder"
De todos modos, la percepción extendida entre los españoles es muy distinta y errónea. Según un estudio, elaborado en 2005 por Gallup para la Liga Anti Difamación (ADL), el 71% de los españoles cree en el concepto del lobby financiero judío. El 69% sostiene que los judíos tienen "demasiado poder". En ambos casos, los datos hacen referencia a dos de los tópicos más asumidos: la vinculación del judío con el dinero y el poder. Detrás de esta mentira ancestral puede encontrarse el recurso a la expresión lobby judío, claramente peyorativa y con un cierto componente antisemita en un país como España en el que, durante el franquismo, una cierta clase dirigente identifica la masonería con el judaísmo internacional. La difusión extendida del mito de la "conspiración judía mundial" y el complot internacional de "los Protocolos de los Sabios de Sión" lleva a la ya conocida acusación de que los males de España son debidos al "contubernio judeo-masónico-comunista". Durante el franquismo era preciso distinguir, cuando se hablaba del mundo judío, dos aspectos perfectamente diferenciados entre sí: el Estado de Israel y la diáspora en general y las comunidades judías en España, en particular. Entre la diáspora judía y el Estado israelí se constataba una creciente identificación. En cuanto a las comunidades judías en España, la inexistencia de núcleos hebreos considerables hace que "este problema" no sea tomado en consideración. Sin embargo, la concepción unitaria del mundo judío no se podía extender a todos sus componentes, puesto que los particularismos sefardíes constituían un elemento disociativo. La política exterior franquista se basaba en el "apoyo al seminacionalismo sefardí en contraposición con el internacionalismo marxista judeo-askenazí".
Por ello, ante esta distinción, se fomenta un movimiento de amistad hacia lo sefardí que conllevará una influencia y penetración mayor del judaísmo en la opinión y en los poderes públicos españoles. Este "plan premeditado" llamado "la conexión sefardí" sólo tendrá éxito en el mundo cultural. Y si hablamos de Israel no podemos olvidar que España fue el último país europeo en establecer relaciones diplomáticas con este Estado en un muy tardío año 1986 y coincidiendo con su ingreso en la Comunidad Europea. Se comprueba así la nula capacidad de influencia del inexistente lobby judío español que fue incapaz de presionar al Ejecutivo para acelerar la decisión ni persuadir positivamente a la opinión pública para participar de forma directa en la elaboración de la política exterior del Gobierno español.

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