Las otras Chinas/M. Á. BASTENIER
Publicado en EL PAIS, 19/03/2008;
La doctrina oficial de Pekín es que China alberga casi un centenar de minorías nacionales, pero que un 90% de la población es han, o sea, china-china. El pueblo tibetano es una de esas minorías que proyecta, aupada en los buenos sentimientos occidentales, el cine de Hollywood, y el exotismo de lamas que levitan, una imagen poderosamente distinta de la China circundante. Y esa nacionalidad no podía dejar pasar la ocasión de los próximos Juegos de verano en Pekín sin movilizarse, ante lo que las autoridades comunistas han parecido sentirse obligadas a cooperar, generando entre unos y otros los recientes disturbios de Lhasa y de provincias.
China proclamó el fiat imperial sobre Tíbet a mediados del XVII, y un siglo más tarde, en 1751, tuvo que sofocar una primera gran revuelta popular; pero Pekín estaba más atento a las formas, el vasallaje nominal, que a un gobierno efectivo de la provincia, con lo que la lamasocracia pudo gozar de una vasta autonomía.
La situación sólo cambió en la segunda mitad del XIX con el establecimiento del raj británico en la India. En 1903 una expedición militar, que mandaba sir Francis Younghusband, tomaba Lhasa e imponía un protectorado informal, sin que Londres pusiera en duda la teórica soberanía de Pekín. En 1911, mientras China se debatía entre el imperio y la república, los británicos apoyaron una sublevación en Tíbet que fue de nuevo aplastada por el poder central; pero ese primer periodo republicano hasta la victoria de Mao en la guerra contra Chiang kai-chek, en 1949, fue una rebatiña de taifas al mejor servicio del Dalai Lama -Gywala Rinpoche en litúrgico tibetano- porque apenas interfería en la gobernación local, máxime cuando en los años 20 las últimas tropas chinas tuvieron que evacuar el territorio.
Sólo en octubre de 1950, cuando Pekín se movilizaba ante el avance de las fuerzas de MacArthur en Corea, Mao envió al ejército para restablecer el dominio sobre la provincia; la India, como sucesora del imperio británico en el Hindustán, reconocía en 1954 los derechos chinos en la zona; y el 10 de marzo de 1959 estallaba la primera gran revuelta contemporánea del Tibet. A partir de entonces, la dominación han se hizo mucho más absorbente y el poder de los lamas y de la nobleza feudal fue efectivamente destruido; el que aún es hoy Dalai Lama se refugió en la India, donde comenzó a gestarse un irredentismo con gran éxito de público en Estados Unidos y Europa; el trek al Himalaya y la obra de autores como Alan Watts o Krishnamurti habían creado un espacio para el Tíbet en el imaginario colectivo de una cierta juventud occidental, así como un público fiel para la causa del monje de cráneo escrupulosamente rasurado.
La meseta tibetana se halla estratégicamente situada entre la China han y el subcontinente indio, con el Himalaya como glacis particularmente conflictivo porque la delimitación de la frontera en 1913-14, la llamada línea MacMahon, largamente favorable a Delhi que para algo estaba entonces bajo dominio británico, nunca fue aceptada por Pekín, y acabó por provocar entre los dos países un enfrentamiento militar que duró 40 días en el techo del mundo, en 1962. Y aunque Tíbet no posee grandes riquezas naturales, todo lo que una vez fue del imperio, China lo va a mantener, o reivindicar eternamente -como al norte del Amur, las tierras perdidas ante el zarismo-, además de que cualquier flojera en el control de la provincia repercutiría negativamente sobre la credibilidad de las pretensiones chinas en Taiwán.
Lo que Tíbet revela es la difusa densidad nacional china; los kurdistanes que la acechan, como el mismo Uiguristán, que en los confines del ex imperio del centro agita también su diferencia. Hay una doctrina han sobre la unidad de China que no consiente ni sombra de duda; pero esa unidad es más frágil de lo que aparenta. En los años 30 del pasado siglo, Chiang Kai-chek jugueteó con la idea de imponer la grafía occidental, lo que fue imposible -además de indeseable por el suicidio cultural que habría supuesto marginar la escritura ideográfica- porque habría mostrado al mundo como, pese a la existencia de la lengua oficial, el mandarín, las diferentes Chinas hablaban un chino también diferente, y sólo tenían lingüísticamente en común la transcripción de un léxico fonéticamente muy dispar. China es una algarabía de lenguas con vocación de llegar a ser política. Por eso, China es un acto de fe. Y en Tíbet perdura una fe alternativa.
China proclamó el fiat imperial sobre Tíbet a mediados del XVII, y un siglo más tarde, en 1751, tuvo que sofocar una primera gran revuelta popular; pero Pekín estaba más atento a las formas, el vasallaje nominal, que a un gobierno efectivo de la provincia, con lo que la lamasocracia pudo gozar de una vasta autonomía.
La situación sólo cambió en la segunda mitad del XIX con el establecimiento del raj británico en la India. En 1903 una expedición militar, que mandaba sir Francis Younghusband, tomaba Lhasa e imponía un protectorado informal, sin que Londres pusiera en duda la teórica soberanía de Pekín. En 1911, mientras China se debatía entre el imperio y la república, los británicos apoyaron una sublevación en Tíbet que fue de nuevo aplastada por el poder central; pero ese primer periodo republicano hasta la victoria de Mao en la guerra contra Chiang kai-chek, en 1949, fue una rebatiña de taifas al mejor servicio del Dalai Lama -Gywala Rinpoche en litúrgico tibetano- porque apenas interfería en la gobernación local, máxime cuando en los años 20 las últimas tropas chinas tuvieron que evacuar el territorio.
Sólo en octubre de 1950, cuando Pekín se movilizaba ante el avance de las fuerzas de MacArthur en Corea, Mao envió al ejército para restablecer el dominio sobre la provincia; la India, como sucesora del imperio británico en el Hindustán, reconocía en 1954 los derechos chinos en la zona; y el 10 de marzo de 1959 estallaba la primera gran revuelta contemporánea del Tibet. A partir de entonces, la dominación han se hizo mucho más absorbente y el poder de los lamas y de la nobleza feudal fue efectivamente destruido; el que aún es hoy Dalai Lama se refugió en la India, donde comenzó a gestarse un irredentismo con gran éxito de público en Estados Unidos y Europa; el trek al Himalaya y la obra de autores como Alan Watts o Krishnamurti habían creado un espacio para el Tíbet en el imaginario colectivo de una cierta juventud occidental, así como un público fiel para la causa del monje de cráneo escrupulosamente rasurado.
La meseta tibetana se halla estratégicamente situada entre la China han y el subcontinente indio, con el Himalaya como glacis particularmente conflictivo porque la delimitación de la frontera en 1913-14, la llamada línea MacMahon, largamente favorable a Delhi que para algo estaba entonces bajo dominio británico, nunca fue aceptada por Pekín, y acabó por provocar entre los dos países un enfrentamiento militar que duró 40 días en el techo del mundo, en 1962. Y aunque Tíbet no posee grandes riquezas naturales, todo lo que una vez fue del imperio, China lo va a mantener, o reivindicar eternamente -como al norte del Amur, las tierras perdidas ante el zarismo-, además de que cualquier flojera en el control de la provincia repercutiría negativamente sobre la credibilidad de las pretensiones chinas en Taiwán.
Lo que Tíbet revela es la difusa densidad nacional china; los kurdistanes que la acechan, como el mismo Uiguristán, que en los confines del ex imperio del centro agita también su diferencia. Hay una doctrina han sobre la unidad de China que no consiente ni sombra de duda; pero esa unidad es más frágil de lo que aparenta. En los años 30 del pasado siglo, Chiang Kai-chek jugueteó con la idea de imponer la grafía occidental, lo que fue imposible -además de indeseable por el suicidio cultural que habría supuesto marginar la escritura ideográfica- porque habría mostrado al mundo como, pese a la existencia de la lengua oficial, el mandarín, las diferentes Chinas hablaban un chino también diferente, y sólo tenían lingüísticamente en común la transcripción de un léxico fonéticamente muy dispar. China es una algarabía de lenguas con vocación de llegar a ser política. Por eso, China es un acto de fe. Y en Tíbet perdura una fe alternativa.
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