27 abr 2008

MacMafia de Misha Glenny


La MacMaFia el libro de Misha Glenny
Muerte de un estadounidense
Capítulo primero de 'McMafia, el crimen sin fronteras', escrito por el periodista británico Misha Glenny
Publicado en el suplemento Babelia, El País, 25/04/2008;
Las campanas doblaron sin interrupción durante quince minutos mientras el ataúd era transportado hasta la catedral de Santa Nedelya. La procesión iba encabezada por el patriarca máximo de la Iglesia Ortodoxa búlgara, seguía un cortejo fúnebre de varios miles de personas. Parecía como si toda la ciudad de Sofía hubiese comparecido aquel gélido viernes de marzo de 2003 a presentar sus últimos respetos a Ilya Pavlov, el hombre que para ellos era la personificación de los años noventa. Al final de la misa, treinta hermanos de la logia masónica a la que pertenecía el difunto, el Rito Escocés Antiguo y Aceptado, cerraron las puertas de la catedral.
Con sus trajes de color negro azabache y ramos de flores blancas en las manos, dichos hombres celebraron un ritual secreto para desear buen viaje al «hermano Pavlov hacia el Eterno Oriente». Su abrigo, sus guantes y el emblema de la logia «acompañaron al hermano Pavlov al encuentro con el Gran Arquitecto del Universo».
Un ministro del Gobierno presentó un mensaje del primer ministro, Simeón de Sajonia-Coburgo. Antiguo rey de Bulgaria, el enjuto y elegante Simeón renunció a sus aspiraciones al trono del país y, con el lema de sacar a Bulgaria de la ciénaga en que se había hundido a finales de los noventa, se presentó con su partido político a las elecciones de 2000, en las que se impuso con una apabullante victoria. «Recordaremos a Ilya Pavlov -decía el mensaje de condolencias del antiguo rey -, porque creó empleos para muchas familias en unos momentos difíciles para el pueblo. Lo recordaremos por su espíritu emprendedor y por su extraordinaria energía.»
Parlamentarios, artistas, patrones de las principales compañías petroleras y entidades bancarias, dos antiguas Miss Bulgaria, el equipo de fútbol Levski al completo (para los búlgaros equivaldría a una fusión del FC Barcelona y el Real Madrid) expresaron su pésame a la familia Pavlov. De la misma forma, a la ceremonia se sumó otro grupo prominente de conocidos del difunto que los búlgaros tienden a conocer por sus apodos: el Cráneo, el Pico, Dimi el Ruso y el Doctor. La ausencia más destacable fue la del embajador estadounidense en Bulgaria, Jim Pardew. La embajada emprendió una investigación urgente una semana antes, el 7 de marzo, cuando un francotirador abatió de un disparo certero a Pavlov, a las ocho menos cuarto de la noche, mientras hablaba por teléfono en las inmediaciones de la sede de Multigroup, su gran grupo corporativo.
El asesinato de un ciudadano estadounidense tan eminente y acaudalado en territorio extranjero normalmente habría sido un hecho preocupante para Estados Unidos y sus representantes. Aunque Pavlov nunca habría podido llegar a la Casa Blanca, ya que no había nacido en Norteamérica, no dejaba de ser un destacado soldado del poderoso ejército de emigrantes que habían obtenido la nacionalidad estadounidense. El único aspecto curioso de las aspiraciones de Pavlov a lograr la ciudadanía de Estados Unidos era que dos embajadores sucesivos del país en Bulgaria se habían opuesto a tal concesión. Ambos diplomáticos acudieron personalmente a Washington para tratar de impedir que Pavlov entrase siquiera en Estados Unidos, por no hablar de que le otorgaran la ciudadanía. Pese al incremento de la seguridad posterior al 11 de septiembre y a que el FBI había investigado las actividades de Pavlov, las autoridades de inmigración le expidieron un pasaporte estadounidense.
Durante los años setenta y ochenta, sólo Rumanía y Albania superaban a Bulgaria en la lista de los lugares más miserables y deprimentes de Europa. Recuerdo haber vagado por las calles de Sofía entre la niebla cruzando de un tono de gris al siguiente en busca de un restaurante o un café en el que aliviar mi aburrimiento. Al ser extranjero y periodista, la hospitalidad que me brindaban las autoridades incluía como mínimo a dos miembros del DS (el servicio búlgaro equivalente al KGB) que me pisaban los talones por todas partes. Su presencia era una garantía de que, en las escasas ocasiones en que consiguiese entablar conversación con algún ciudadano búlgaro de a pie, como máximo podría aspirar a charlar del tiempo. Sin embargo, poco a poco fui comprendiendo que por debajo de esta apariencia moribunda había brotes de actividad, algunos de ellos bastante vigorosos, que daban lugar a modos de vida más interesantes: no el doloroso martirio de los intelectuales y los disidentes que luchaban valerosamente contra la injusticia del comunismo, sino los personajes que, gracias a la suerte o a la casualidad, encontraban la forma de amoldar ciertas partes del ecosistema comunista a su conveniencia.
Durante los años setenta, cuando era adolescente, Ilya Pavlov gozaba de una habilidad que le hizo destacar por encima de todos sus compañeros: sus dotes para la lucha libre, deporte en el que fue campeón de Bulgaria en su categoría. Si hubiera sido muy inteligente o hubiese resultado un excelente guitarrista de rock, Ilya podría haber tenido problemas, porque estos talentos suelen conducir a los jóvenes por el camino de la rebelión y la desobediencia. Pero en Bulgaria los grandes héroes no eran los jugadores de fútbol ni de tenis, sino los forzudos. Antes de la caída del comunismo, la halterofilia, la lucha libre y el boxeo se hallaban bajo el dominio de los países del Este, que tenían por costumbre llenar de esteroides hasta las cejas a sus deportistas más prometedores para encumbrarlos a la gloria olímpica.
Las estrellas de la lucha libre, que a pesar de su teórica condición de amateurs eran enteramente profesionales, podían contar con la aclamación pública (con ventajas añadidas, como sexo sin complicaciones y a raudales), dinero, un apartamento y un automóvil (si bien estos dos últimos beneficios sólo estaban al alcance de los jóvenes más prometedores). Pavlov debió de preverlo cuando fue elegido para entrar en el Instituto de Cultura Física de Sofía, la fábrica de futuros campeones olímpicos de Bulgaria. Ilya partía con doble ventaja porque su padre llevaba un restaurante y un bar en Sofía, y él trabajaba allí. «En aquella época, ser barman o camarero te otorgaba un estatus social considerable -explicó Emil Kyulev, que coincidió con él en el instituto-. Pasaba tiempo con muchos tipos duros y la gente lo miraba con respeto. De aquella forma entró también en contacto con los servicios de seguridad.» Para un joven como Pavlov, tan lleno de energía como falto de educación, el DS no era el instrumento orwelliano de represión que tenía en mente la población de la Europa capitalista. Para algunos búlgaros era una forma rápida de acceder al estatus y a las influencias políticas. Si es cierto que, como sostiene mucha gente, Pavlov fue un confidente del DS, podía esperar recompensas a cambio. La más importante llegó en forma de una bella joven, Toni Chergelanova, que en 1982 aceptó su propuesta de matrimonio. Pero lo mejor de casarse con Toni era emparentarse con su padre, Petur Chergelanov, que trabajaba para los servicios de seguridad del Estado. Con ese matrimonio, Ilya había accedido a la nobleza de la policía secreta.
El Servicio de Seguridad del Estado Búlgaro gozaba de una estima especial por parte de sus jefes soviéticos gracias a su eficacia y a su fiabilidad. Normalmente era invisible, y en las pocas casiones en que salía a la luz pública nunca fallaba: por ejemplo, el DS obró la muerte del disidente búlgaro Georgi Markov, que fue asesinado con un paraguas de punta envenenada mientras cruzaba el puente de Waterloo en 1978, cuando trabajaba en Londres para la BBC.
La eliminación de enemigos del Estado al estilo de los relatos de John Le Carré no era más que la guinda del pastel. La actividad más importante y lucrativa del servicio secreto búlgaro era el contrabando de drogas, armas y tecnología punta. «El contrabando es nuestro patrimonio cultural - me dijo Ivan Krastev, un destacado politólogo de Bulgaria-. Nuestro territorio siempre ha estado encajonado entre grandes bloques ideológicos: la religión ortodoxa y la católica, el islam y el cristianismo, el capitalismo y el comunismo. Imperios llenos de desconfianza y hostilidad mutuas, pero poblados por mucha gente que quiere entablar relaciones comerciales al otro lado de las fronteras prohibidas. En los Balcanes sabemos cómo hacer que estas fronteras desaparezcan. Sabemos cruzar los mares más embravecidos y las montañas más escarpadas. Conocemos todos los pasos secretos o, en su defecto, el precio de cada guarda fronterizo.»
Investido con el poder del Estado totalitario, el DS aprovechó a fondo esta tradición romántica. Ya en los años sesenta fundó una empresa denominada Kintex que explotó en monopolio la exportación de armas de Bulgaria y abrió mercado en regiones en conflicto, como Oriente Medio y África. A finales de los setenta, el DS amplió Kintex con el establecimiento del Consejo de «Tránsito Clandestino», cuya función principal era hacer llegar armas a grupos insurgentes africanos, aunque sus canales no tardaron en utilizarse para el tráfico ilegal de personas, drogas e incluso antigüedades y obras de arte. Otras empresas se especializaron en el comercio de Kaptagon, la anfetamina originaria de Bulgaria, con Oriente Medio, donde alcanzó una enorme popularidad a causa de sus presuntas propiedades alucinógenas. En la otra dirección, aproximadamente un 80% de la heroína destinada al mercado de Europa occidental pasaba por Bulgaria y, concretamente, por las manos del DS, adonde llegaba desde Turquía por el paso fronterizo de Kapetan Andreevo. Con este comercio Bulgaria no sólo logró ganar mucho dinero, sino también erosionar a la Europa capitalista inundándola de heroína barata.
Gracias al DS, Bulgaria desempeñó un papel fundamental en la distribución de productos y servicios ilegales entre Europa. Oriente Medio y Asia central. Además, se aplicó resueltamente impedir que nadie más entrase en el negocio. La policía de fronteras de Bulgaria era implacable y castigaba con la mayor dureza a cualquiera que atrapase en pleno contrabando de drogas o armas sin permiso. Ello no se debía a un compromiso por hacer prevalecer la ley (idea que constituía un anatema para el Servicio de Seguridad), sino a la voluntad de preservar el monopolio económico del DS. Según el «reparto socialista internacional del trabajo» impuesto por los preceptos de la rígida asociación de comercio internacional del bloque soviético, el Comecon, Bulgaria debía ser el corazón de la industria electrónica, mientras que Moscú ordenaba a Checoslovaquia que se concentrase en producir turbinas para centrales energéticas y a Polonia que fabricase fertilizantes. En consecuencia, a finales de los años setenta Bulgaria (la más rural de todas las economías de Europa del Este) se convirtió en el improbable centro de la industria informática y de discos magnéticos del otro lado del Telón de Acero. Nació el Pravets, el primer ordenador socialista de Europa, que se fabricaba en la pequeña población del mismo nombre, a unos cuarenta kilómetros al noreste de Sofía; no era casualidad que aquel lugar fuese la patria chica de Todor Zhivkov, el veterano dictador del país. Moscú encargó al DS que resolviese las carencias tecnológicas que sufría a causa del COCOM, un comité internacional organizado por Estados Unidos - que incluía también a Europa occidental y Japón - para impedir que llegase a la Unión Soviética, a través del Telón de Acero, equipamiento de tecnología punta con posibles usos militares.
El DS encargó a algunos de los científicos más importantes de Bulgaria el objetivo de suministrar al país y a la Unión Soviética las tecnologías avanzadas sobre las que el COCOM había impuesto un embargo. Al cabo de dos años, estableció empresas clandestinas en el extranjero a las que llegaron unos mil millones de dólares procedentes de la venta ilegal de tecnología. El resultado más importante de todo ello fue la empresa DZU (siglas en búlgaro de Equipamiento de Disco de Memoria), en la que Bulgaria comenzó a organizar un equipo de grandes expertos en hardware y software. Fue un negocio rentable. «Según las estimaciones de nuestros clientes - admitió posteriormente un antiguo jefe de los servicios de inteligencia - , entre 1981 y 1986 los beneficios anuales de las actividades de inteligencia científicas y tecnológicas ascendieron a 580 millones de dólares; es decir, éste habría sido el precio de dichas tecnologías si las hubiéramos comprado.» Las tres industrias - drogas, armas y tecnología punta - poseían un inmenso valor estratégico para el Estado búlgaro. Detrás de las operaciones de contrabando se hallaba el servicio de contrainteligencia militar, el Segundo Consejo del DS, que controlaba todas las fronteras del país. Y a la cabeza de la contrainteligencia militar se encontraba el general Petur Chergelanov, el suegro de Ilya Pavlov.
En 1986, cuando Mijail Gorbachov consolidaba su autoridad en Moscú, los dirigentes occidentales ignoraban que la hegemonía de la URSS sobre sus aliados de Europa del Este tocaba a su fin. El Servicio de Seguridad del Estado Búlgaro no se hacía ilusiones sobre el sistema que controlaba. Los jefes del DS, experimentados observadores del mundo soviético, calculaban que el comunismo no iba a durar mucho.
Presionado por Gorbachov, el Partido Comunista Búlgaro aprobó el Decreto 56, que de la noche a la mañana legalizó la fundación de empresas privadas en Bulgaria y permitió la creación de compañías de capital mixto. Muchos hombres de la línea dura del partido no daban crédito a esta novedad, que les parecía una punta de lanza capitalista. Los servicios de seguridad, en cambio, habituados a subordinar la ideología a su amor por el poder, se adaptaron a ella al vuelo.
«Cuando vi las cifras de comercio de 1986 - explica Stanimir Vaglenov, un periodista búlgaro especializado en corrupción y delincuencia organizada - me sorprendió que los servicios de seguridad hubiesen abierto la primera empresa al cabo de una semana de la entrada en vigor del Decreto 56. Y en menos de un año, los miembros del DS fundaron ¡el 90% de las nuevas compañías de capital conjunto!» Mientras el grueso de la población búlgara, que sufría privaciones desde hacía tanto tiempo, continuaba sometida a la retórica sobre el brillante futuro eterno del socialismo, los representantes más importantes del régimen estaban aprendiendo a ganar dinero. A lo grande. Después de predicar a los búlgaros de a pie los supuestos males del capitalismo durante cuarenta y cinco años, la policía secreta se vanagloriaba por llevar dichos males a la práctica.
En 1988, un año antes de la caída del comunismo, Ilya Pavlov fundó Multiart, una empresa dedicada a la importación y exportación de antigüedades y obras de arte que empleaba los canales secretos del DS para la venta de armas a través del Consejo de Tránsito Clandestino de Kintex.
El negocio iba viento en popa y Pavlov pronto estuvo en boca de toda la ciudad: abrió uno de los nuevos restaurantes privados con un séquito de espectaculares chicas que serpenteaba tras él; la nueva estrella ya tenía una estela fulgurante. «En realidad, Multiart era un desastre - reconoció tiempo después Pavlov al recordar sus primeros pinitos -. Abrimos toda una serie de empresas sin estructura alguna.» Uno de los codirectores de Multiart era Dimitur Ivanov, jefe del Sexto Consejo del DS. Ivanov presentó a Pavlov y a Andrei Lukanov, principal líder reformista del partido comunista del país.
Ilya Pavlov, antiguo campeón de lucha libre, tipo duro y playboy deslumbrante, estaba a punto de iniciar una nueva carrera.
Andrei Lukanov sonreía maliciosamente mientras hojeábamos las caóticas actas parlamentarias de los últimos días de 1989. «Todo va bastante bien, ¿no crees?» Le contesté, perplejo: «Pero ¿no te preocupa la reacción de la gente de la calle contra los comunistas como tú?». «No, Misha, no seas alarmista - contestó en un inglés impecable-. Siempre he querido un cambio, y las cosas están a punto de mejorar muchísimo.»
A pesar de que su rostro recordaba ligeramente al de un gnomo, Lukanov era el encanto personificado; ello lo diferenciaba marcadamente de la mayoría de los comunistas influyentes. Caía bien a primera vista a todo el mundo, yo incluido.
Políglota y dotado de una labia política de primera categoría, había nacido en Moscú y mantenía allí una densa red de contactos. Ocupó el cargo de primer ministro tras la caída del dictador Todor Zhivkov en noviembre de 1989, y, junto con Ilya Pavlov y sus amigos del DS, planeaba secuestrar la economía de Bulgaria. Tenían cubiertos casi todos los frentes: él controlaba la máquina política, Dimitur Ivanov manejaba la red del Servicio de Seguridad e Ilya y sus púgiles de lucha libre aportaban la mano dura.
Lo único que les faltaba era el apoyo de la oposición democrática. Con el generosísimo respaldo financiero y político de la embajada estadounidense, la recién formada Unión de Fuerzas Democráticas había asumido el liderazgo moral de la política búlgara tras la revolución de 1989 y mantenía una abierta hostilidad contra los comunistas por la destrucción que habían acarreado al país. Pavlov y sus colegas estaban vinculados íntimamente al régimen comunista y necesitaban neutralizar todo intento de la oposición de inmiscuirse en sus negocios. En 1990 a Pavlov se le ocurrió la solución.
Un buen amigo suyo era director adjunto del sindicato independiente Podkrepa, fervientemente anticomunista, que también recibía un fuerte apoyo del Gobierno de EE. UU. Pavlov convenció a los jefes de Podkrepa de que los auténticos enemigos de los trabajadores eran los directores que los comunistas habían designado para las grandes fábricas de propiedad estatal.
«La táctica de Ilya era sencilla», explica con autoridad Boyko Borissov, antiguo director general del Ministerio del Interior y, a sus cuarenta años, cinturón negro de kárate. Borissov -que antes de ser guardaespaldas del primer ministro Sajonia-Coburgo trabajó también en el sector de los seguros- es un ejemplo perfecto de cazador furtivo convertido en guardabosques, y conoce desde dentro el auge de la delincuencia en Bulgaria. «Se llamaba la trampa de la araña. Ilya entró en la oficina del director de Kremikovtsi, una de las mayores fábricas de acero de Europa del Este, acompañado por un jefe de uno de los sindicatos más poderosos, y con Dimitir Ivanov, que hasta poco antes era el director del Sexto Consejo. El mensaje que le dieron al director de la empresa fue: "puedes elegir, o trabajas con nosotros o acabamos contigo".»
Pavlov le dijo al director que a partir de entonces ya no compraría la materia prima directamente a los rusos a un precio subvencionado, sino a una de sus empresas a precio de mercado internacional. Y después, en lugar de vender el producto directamente al consumidor, tendría que dárselo a un precio rebajado a otra de las empresas de Ilya, que se encargaría de comercializarlo en el mercado abierto. Controlaba la entrada y la salida de la fábrica: la trampa de la araña. Pavlov estaba encantado por la sencillez y la eficacia de este sistema. El Gobierno de Lukanov continuó subvencionando la empresa durante muchos años. «La empresa no quiebra inmediatamente - me explicó uno de los banqueros más ricos de Bulgaria, Emil Kyulev, antes de que lo asesinasen en octubre de 2005-. Si cuelgas una cabra de un gancho y le cortas una pata, morirá muy lentamente porque se desangrará gota a gota. La empresa tarda años en arruinarse.
Pavlov y sus compinches crearon grupos empresariales en casi todos los sectores de la economía búlgara: agricultura, transporte, industria, energía, todos. Las compañías funcionaban en paralelo con las organizaciones sectoriales de Podkrepa; allá donde estuviera este sindicato, Ilya abría una empresa.» Tras la revolución de 1989, el sistema de seguridad social de Bulgaria se desplomó, a lo que siguió un penoso panorama de pobreza y miseria. La exposición, desde las cavernas de la economía comunista al cegador sol del capitalismo de libre mercado, constituyó un durísimo golpe para el país. Bajo el comunismo, las fábricas habían sobrevivido gracias a las ingentes subvenciones estatales, y sus toscos productos tenían la venta garantizada en los mercados de Europa del Este. Cuando cayó el Muro de Berlín en 1989, los mercados de Bulgaria se desmoronaron con él. Con la industria en una crisis casi terminal, la agricultura - que ya era el pilar tradicional de la economía - pasó a cobrar una importancia aun mayor, pero este sector de actividad también chocó con problemas. La Unión Europea no tenía intención de ampliar sus minúsculas importaciones de productos agrícolas búlgaros, ya que ello iría en contra de su conspiración proteccionista, conocida comúnmente como Política Agrícola Comunitaria (PAC).
A principios de los años noventa las grandes potencias mundiales comenzaron a pregonar a bombo y platillo la importancia revolucionaria de la globalización, pero pasaron como sobre ascuas por sus consecuencias negativas. Cuando los países abrieron los mercados con la esperanza de intensificar su cooperación con las poderosas economías mundiales, la UE, EE. UU. y Japón exigieron que estos mercados emergentes aceptaran la venta de productos europeos, estadounidenses y japoneses. Al mismo tiempo, insistieron en reducir las tasas sobre la renta de las empresas a cambio de nuevas inversiones en un momento en que las corporaciones occidentales se apuntaban a la moda del outsourcing o subcontratación de la producción para rebajar sus costes laborales. A los pocos meses de la caída del comunismo, Snickers, Nike, Swatch, Heineken y Mercedes habían iniciado su imparable desfile hacia el Este y, en cuestión de semanas, conquistaron partes de Europa en las que ni siquiera Napoleón y Hitler habían logrado penetrar. Hipnotizados por la novedad y la calidad de estos productos occidentales imprescindibles, los pueblos de la Europa del Este (y también de África y Asia) se rascaron los bolsillos a fondo para gastar el poco dinero que tuvieran en la adquisición de los nuevos símbolos de estatus social. Un principio del comercio internacional aceptado universalmente es que, si un país importa productos y servicios, necesita exportar otros para pagarlos; y cuanto más pobre sea el país, más urgente es tal necesidad: para países ricos como Estados Unidos resulta mucho más económico acumular unas deudas inconcebibles. Bulgaria podría haber hecho mucho por restaurar su maltrecha economía con la alta calidad de sus frutas, algodón, rosas, vino y cereales, bienes cuya exportación tal vez podría haber compensado el coste de los nuevos productos occidentales que inundaban su mercado.Por desgracia, la oportunidad de conseguirlo estaba gravemente limitada por factores como la PAC, que bloqueaba la venta de productos agrícolas. Los productos de consumo búlgaros continuaban siendo socialistas en diseño y durabilidad (es decir, eran feos y no funcionaban), por lo que no eran competencia para sus equivalentes occidentales. Por tanto, el problema era cómo pagar las cada vez mayores importaciones procedentes de Occidente.
La mayor parte de los búlgaros sufrió una pérdida tan brusca como importante en su calidad de vida, pero una pequeña mayoría se aprovechó del caos. En 1992 Ilya Pavlov ya era multimillonario, y continuaba multiplicando su fortuna a través de la transferencia de bienes del Estado a su patrimonio privado mediante la trampa de la araña. Tenía poco más de treinta años y abrió una empresa más en una localidad del Estado norteamericano de Virginia llamada Vienna, a las puertas de Washington D.C. A través de Multigroup US adquirió dos casinos en Paraguay. Mientras tanto, en su tierra natal empleó a varias firmas de relaciones públicas para proyectar una imagen de patriotismo y éxito dinámico. De esta forma se convirtió en el rostro de la nueva Bulgaria, el empresario más famoso del país; los periódicos y programas televisivos búlgaros seguían servilmente todos sus movimientos. La invitación a acontecimientos sociales como su fiesta de cumpleaños - que tradicionalmente se celebraba el 6 de agosto en la localidad de Varna, a la orilla del mar Negro - se convirtió en algo valiosísimo, ya que los agraciados tenían la oportunidad de codearse con los miembros más importantes de la élite económica y política del país. Aparecer con Ilya en una fotografía bastaba para obtener un préstamo importante en condiciones ventajosas. Primero centenares, luego miles y posteriormente decenas de millares de búlgaros desesperados por conseguir trabajo y dinero pasaron a depender de las operaciones comerciales de Multigroup o de otras grandes empresas similares que nacían en el país. Por supuesto, muchos desaprobaban los métodos de Pavlov. Muchos otros eran rivales envidiosos que conspiraban con él y contra él en los bajos fondos de la naciente economía de mercado de Bulgaria, en la que normalmente resultaba imposible distinguir entre las actividades legales, las grises y las abiertamente delictivas. Sin embargo, otros veían en él a un hombre de negocios genuino, emprendedor y atractivo consagrado a cuidar de los intereses de su país y a crear empleo en zonas en las que el Estado había cumplido catastróficamente las profecías marxistas y había desaparecido del mapa. La sede de Multigroup, su nueva empresa, se hallaba en las afueras de Sofía, en una mansión del monte Bystrica donde en el pasado se solazaban los máximos representantes sindicales de Bulgaria durante las vacaciones. Ese edificio había sido comprado por una cifra insignificante a Robert Maxwell, el magnate británico de la comunicación, que llevaba años cultivando sus relaciones con los dirigentes comunistas soviéticos y búlgaros. La conexión con Maxwell es un ejemplo de lo rápido que algunos de los empresarios occidentales más voraces se asociaron con las incipientes oligarquías de Europa del Este para emprender a nivel internacional el saqueo de las nuevas democracias. Maxwell se hallaba a la vanguardia de una industria delictiva que durante los años noventa se salió fuera de control: el blanqueo de dinero.
Junto con el primer ministro Lukanov, Maxwell orquestó la transferencia de 2.000 millones de dólares de Bulgaria a paraísos fiscales occidentales. Los siguientes gobiernos de Bulgaria no lograron averiguar qué se había hecho de este dinero. Lo que es seguro es que no fue a parar al fondo de pensiones del periódico londinense Daily Mirror, del que Maxwell estaba también sustrayendo centenares de millones de libras esterlinas en aquel mismo momento.
Para la mayoría de los búlgaros, la década de los noventa se presentaba lúgubre. El país había perdido sus mercados; Pavlov y su camarilla estaban desplumando a la economía de todo lo que tuviera algún valor; nadie quería comprar los productos de Bulgaria; y, además, ahora que la democracia había llegado al país, Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional no perdieron ni un minuto en exigir a Sofía que cumpliese su obligación de pagar la deuda de 10.000 millones de dólares que había acumulado por el derrochador régimen comunista.
Al mismo tiempo, en un intento de ganar popularidad, los sucesivos gobiernos pusieron de patitas en la calle a miles de policías de todo tipo: miembros de la policía secreta, oficiales de contrainteligencia, comandos de las fuerzas especiales, guardias fronterizos, detectives de homicidios y agentes de tráfico. Entre otras habilidades, estos profesionales eran expertos en misiones de vigilancia, contrabando, asesinato, montaje de redes y chantaje. En 1991, 14.000 miembros de la policía secreta anhelaban trabajar en un país cuya economía menguaba a una velocidad alarmante. No obstante, había un sector que vivía una expansión sin precedentes, y se trataba de una línea de trabajo ideal para policías desengañados y en paro. Se trataba de la delincuencia organizada.
En la misma situación se encontraba otro grupo al que la sociedad también acababa de desheredar: el de los boxeadores, púgiles de lucha libre y levantadores de pesas. Al mismo tiempo que la crisis económica y los aires de libertad se sumaban para reducir a la policía estatal a su mínima expresión, en todo el país los clubes deportivos comenzaron a transformarse en fuerzas de seguridad privadas. Con sus músculos y su espíritu de camaradería, se embarcaron en una violenta espiral de intimidación y comenzaron a incorporar a delincuentes comunes y bandas callejeras a sus negocios de protección. En 1992, los especialistas en lucha libre tenían casi estranguladas las grandes ciudades de Bulgaria, aunque en algunas zonas se enfrentaban a la competencia de ex policías y agentes de seguridad. Cuando ambos bandos colaboraban, sumaban sus capacidades: los atletas intimidaban y los policías tendían la red mafiosa. Estas organizaciones híbridas crecieron hasta dominar la economía, en la que dos grupos conocidos como SIC y VIS se hicieron con un aplastante liderazgo del mercado.
SIC y VIS se presentaban como compañías de seguros. «Me compré el Mercedes en junio de 1992 - explica un taxista de Sofía - y, naturalmente, suscribí una póliza de seguros de la compañía estatal para no tener que pagar tantos sobornos a la policía de tráfico. En aquellos tiempos, nos paraban cada pocos kilómetros y la policía nos exigía dinero por ninguna razón en concreto. Si te pillaban en falta, como por ejemplo conduciendo sin póliza de seguros, había que pagar el doble. Pero al cabo de poco tiempo se me presentaron unos cuantos forzudos con corte de pelo militar, tatuajes y chaquetas de cuero, y me dijeron que tenía que contratar un seguro de SIC. Lo hice, porque no quería tener problemas con ellos. Algunos taxistas se negaron y, en cuestión de horas, les habían robado el coche. Sólo pudieron recuperarlo pagando la póliza de SIC... con intereses, por supuesto.»
Con todo, esto no era una extorsión pura. Si a alguien le robaban un vehículo asegurado por SIC, los matones se aplicaban a fondo para recuperarlo. Ofrecían un servicio de verdad, aunque con amenazas, y veían con muy malos ojos a las pequeñas bandas que intentaban meterse en su negocio. SIC, VIS y, posteriormente, TIM crecieron muchísimo y diversificaron sus negocios hacia muchas otras actividades económicas, lícitas e ilícitas. A menudo parecía que fueran ellos, y no el Gobierno, quienes estaban a cargo del país. «No sólo estamos hablando de estos gorilas con cadenas de oro al cuello que se sientan en la mejor mesa de tu restaurante favorito - explica, colérico, un hastiado diplomático europeo-. ¡Tenían nían la desfachatez de cortar con toda impunidad el tráfico de calles enteras del centro de Sofía porque querían almorzar sin que les molestara el tráfico!» Algunos oligarcas que poseían empresas como Multigroup subcontrataban parte de sus servicios de seguridad a SIC y VIS. Otros preferían organizar su propio departamento de matones. Más tarde, Ilya Pavlov tuvo la precaución de disociarse de los mafiosos. Pero al principio era amigo íntimo de algunos de los gánsteres más prominentes, entre los que destacó uno de los capitostes de SIC, Mladen Mihailev (conocido comúnmente como Madzho), que empezó su carrera como chófer de Ilya. Sería injusto culpar a Pavlov por elegir este estilo de vida equidistante entre la corrupción a gran escala, el desfalco y la delincuencia organizada. No era una persona particularmente honrada, y aprovechó la oportunidad que se le presentó cuando el Estado búlgaro estaba casi totalmente de rodillas. En toda la Europa del Este la gente iba descubriendo que, cuando un país se desmorona, lo primero que aplastan los cascotes al caer es la ley. El capitalismo no llegó hasta 1989, y los debilísimos Estados que emergieron del antiguo bloque soviético no tenían capacidad para definir lo que era «legal» y lo que era «ilegal ». No tenían ni el dinero ni la experiencia necesarios para lidiar con los nuevos intercambios comerciales. Quienes consiguieron colocarse bien durante los primeros tres años posteriores a la caída del comunismo se hallaron en posición de dictar sobre la marcha las normas de aquel nuevo mundo.
Un día templado y luminoso de la primavera de 1991 llegué en coche al hotel Esplanade, en la céntrica calle Gajeva de Zagreb, tras cubrir en tan sólo cuatro horas el trayecto desde Viena en mi Audi Quattro negro. Sin duda era el mejor automóvil que había conducido, bastante por encima de los vehículos habituales de la BBC: había insistido en que quería un coche con tracción en las cuatro ruedas porque durante las revoluciones de 1989 tuve que sufrir algunos viajes terroríficos en plena tormenta de nieve sobre las imprevisibles calzadas de Europa del Este. En cuanto salí del coche, un portero nuevo algo nervioso me pidió las llaves para llevar el Audi al aparcamiento. Era lo normal en el Esplanade, o sea que se las di.
Por las puertas del Esplanade entraban y salían sin cesar personajes importantes, desde mediadores internacionales como Cyrus Vance y lord David Owen hasta ministros de la UE, de EE. UU. y de países de la zona. A escasa distancia de la mesa donde comían, las habitaciones estaban llenas de mercenarios a la espera de que estallase una guerra provechosa para sus intereses, y también de jóvenes de origen croata nacidos en Edmonton o Ohio que estaban dispuestos a jugarse la vida por una patria en la que nunca antes habían puesto los ojos.
A la mañana siguiente fui al aparcamiento a buscar el Audi. El coche no estaba. Aún no lo sabía, pero había iniciado un misterioso tour que terminaría varias semanas más tarde a 300 kilómetros de allí, en un mercado de ocasión de Mostar, la capital de la Herzegovina Oriental. Para entonces ya había cobrado el importe del seguro (por suerte, las aseguradoras austríacas aún no habían eliminado a Yugoslavia de su cobertura, como habían hecho con Polonia, Rumanía, Bulgaria y Albania) y nunca volví a ver mi querido Audi, que con casi toda seguridad ya habría sido requisado por alguna de las milicias que estaban surgiendo en Bosnia-Herzegovina.
De esta forma fui víctima de una de las industrias más florecientes de Europa: el robo de automóviles. Cada mes se sustraían miles de coches de las calles del norte de Europa para su exportación ilegal a la Europa del Este y los Balcanes. En 1992 vi un enorme barco portacontenedores que regurgitaba su carga en el decrépito puerto albanés de Durres. Por la superficie de metal oxidado y piedra resquebrajada del muelle desfilaron decenas de vehículos de las marcas BMW, Peugeot, Honda y, sobre todo, muchísimos Mercedes, en su mayor parte de la serie 200, tan apreciada por los taxistas de Alemania, los Países Bajos y Escandinavia. Los agentes de aduanas apenas se inmutaron cuando una manada de hombres excitados, sucios y polvorientos tomó posesión de los automóviles, que aún lucían la matrícula original, fotografías familiares colgando del retrovisor, ambientadores en forma de árbol de Navidad y paquetes de cigarrillos en los asientos.
En la Albania comunista estaban prohibidos todos los automóviles excepto los de uso oficial. Las carreteras estaban hechas para que circulasen unos pocos camiones al día, y nadie aprendía a conducir aparte de los pocos chóferes del Estado. En plena caída del comunismo, todo aquel que pudo hacerse con un vehículo (robado) se puso a circular alegremente por la vía pública, aunque jamás se hubiese sentado al volante de un automóvil. Se desató el caos. El país se convirtió en una gigantesca y mortífera pista de autos de choque, y cualquier vehículo podía ser presa de los ladrones; como, de todas formas, todos los coches eran robados, resultaba difícil presentar una denuncia válida ante la ley.
Los automóviles que no permanecían en Albania se vendían en Macedonia, Bulgaria, Rusia, Oriente Medio, el Cáucaso y los antiguos territorios soviéticos de Asia central. En su momento no supe interpretar qué significaba que me hubieran robado el coche. No veía el iceberg de la delincuencia que se estaba formando a toda velocidad bajo el removido mar de revolución, libertad, nacionalismo y violencia que había inundado la Europa del Este. Mucha gente estaba ocupada ajustando antiguas cuentas. Otros trabajaban febrilmente para preservar los privilegios que les había brindado el antiguo régimen, pero ahora en una sociedad en la que «comunismo » resultaba, de repente, una palabra malsonante.
Las mafias de protección como SIC y VIS estaban implicadas a fondo en el contrabando de automóviles. Al tratarse de un negocio transfronterizo por naturaleza, los nuevos grupos búlgaros de delincuencia organizada establecieron relaciones con organizaciones similares de otros países de los Balcanes y de la Europa del Este. Cada nación se forjó la reputación de ser especialmente buena en el comercio de unos productos concretos. En la antigua Yugoslavia, por ejemplo, eran los cigarrillos y las armas. En Bulgaria, los automóviles. En Ucrania, el tráfico de mujeres y de trabajadores emigrantes.
Y todos comerciaban con narcóticos. Hungría y Checoslovaquia ocupaban un lugar especial en las nuevas redes delictivas gracias a los estrechos vínculos económicos y comerciales que habían desarrollado durante la década anterior con sus vecinos Alemania y Austria. Al mismo tiempo, como países ex comunistas continuaban sin exigir visado para la entrada de ciudadanos de otros países de Europa del Este, así kazajos, georgianos, búlgaros, moldavos, yugoslavos y letones podían instalarse temporalmente en ambos países sin dificultad. Por supuesto, los rusos también.
En Hungría apareció un mercado de divisas especialmente activo que se convirtió en el centro de las grandes operaciones de blanqueo de dinero. Era tan atractivo como base para las operaciones delictivas internacionales que las bandas mafiosas más poderosas de Rusia no tardaron en establecer en Budapest su avanzadilla en la Europa central con vistas a la expansión de sus operaciones hacia el oeste. Los búlgaros se vieron obligados a trabajar en otro sitio. «Cuando llegaron los rusos, empujaron a la nueva mafia búlgara hacia Checoslovaquia - explica Yovo Nikolov, el principal experto de Sofía en delincuencia organizada- . Al principio se trataba tan sólo de más contrabando de automóviles. Pero luego los chicos vieron una nueva oportunidad.» Aquella nueva oportunidad no era otra que la silnice hanby o la «ruta de la vergüenza»: la autopista E55, que unía Dresde con Praga, pasando por el norte de Bohemia, corazón de la industria pesada checoslovaca. En un clima caótico y deprimido, las jóvenes checas comenzaron a venderse por calderilla en la E55: por el precio de una humilde comida, las adolescentes satisfacían los deseos de una incesante columna de sudorosos conductores de BMW y de obesos camioneros que cruzaban Sajonia y Bohemia.
«Viene gente de toda Europa del Este a la "frontera de la afluencia" para ofrecer prostitutas jóvenes a los alemanes de cierta edad», señaló en aquel momento Der Spiegel. El aspecto nacional de este Drang nach Osten sexual añadía un escalofrío más a tan sórdido comercio, ya que buena parte de la clientela procedía de Alemania Oriental (es decir, algunos clientes sudorosos no circulaban en BMW, sino en Trabant).
Las mujeres que trabajaban en la «ruta de la vergüenza» lo hacían, en su gran mayoría, por voluntad propia. Por supuesto, las circunstancias económicas las impelían a ello, pero nadie las coaccionaba físicamente. Una minoría de ellas entraban en el negocio obligadas por proxenetas aislados, pero casi todas trabajaban voluntariamente para ganarse la vida. Un gran porcentaje eran jóvenes de etnia gitana o romaní, víctimas del doble estigma de ejercer la prostitución y de pertenecer a la comunidad gitana. Al circular por Praga y el norte de Bohemia, los matones búlgaros tomaron nota de la ausencia casi total de policía en este comercio carnal espontáneo. El mercado potencial era enorme; era bien sabido que cada año miles de alemanes acudían al sureste de Asia y al Caribe en viajes de turismo sexual. ¿Por qué no aprovechar esa demanda ofreciéndoles bellas jóvenes a un precio muy económico justo al otro lado de la frontera alemana, en un entorno algo más acogedor que la cuneta de la E55? Así, las bandas búlgaras compraron, construyeron o arrendaron moteles baratos en el norte de Bohemia. Para obtener los máximos beneficios posibles, necesitaban mujeres sumisas que no estuvieran bien relacionadas con la comunidad local, por lo que recurrieron a sus compatriotas. A diferencia de las checas, sin embargo, estas búlgaras no entraron por su propio pie en el negocio: no tenían la menor idea de lo que les aguardaba. En el norte de Bulgaria, Staminira, de diecinueve años, compartía un apartamento lóbrego junto al contaminado puerto fluvial de Ruse, a orillas del Danubio, con otra chica que le sugirió que se marcharan. «Me dijo que había conseguido un trabajo fantástico de dependienta, y que yo también podría tener uno y cobrar unos 3.000 marcos alemanes al mes. Desde Bulgaria fuimos directamente a Dubi, en la República Checa, a través de Hungría y Eslovaquia. Al llegar al bloque de pisos, lo primero que me llamó la atención es que todas las ventanas tenían rejas.»
Aquel edificio de Dubi, al norte de la República Checa, pertenecía a un antiguo matón búlgaro y estaba justo al lado de la «ruta de la vergüenza». Con cuarenta y pocos años, Tsvetomir Belchev había seguido una trayectoria clásica: tras licenciarse en la Academia de Deportes de Razgrad (Bulgaria) entró en el mundo de la delincuencia. A la edad de diecinueve años fue sentenciado a doce de prisión por intento de asesinato y, poco después de su liberación, volvió a dar con sus huesos en la cárcel. «Desde su celda fundó el partido político Renovación para defender los derechos de los prisioneros», reza su expediente en el Ministerio del Interior búlgaro, en un indicio de que se trataba de un reo extremadamente inteligente. «Desde esta posición organizó huelgas de prisioneros, protestas y motines durante los años noventa. Al año siguiente se presentó a las elecciones presidenciales.» Cuando su carrera política inició el declive, Belchev se trasladó a la República Checa para investigar oportunidades de negocio lejos de la mirada de la policía búlgara. Mientras tanto, su madre buscaba chicas en Bulgaria. Cuando llegó, Staminira recibió la noticia de que no iba a ser camarera sino prostituta. Al principio se negó en redondo a cooperar. «Belchev me dio una paliza brutal, a base de puñetazos y patadas, en el pabellón situado frente al hotel Sport. Me pateó con botas con tachuelas. Me propinó patadas en la espalda y también me pegó con una silla. Llamó por walkie-talkie a sus secuaces Krassi y Blackie y les ordenó que también me pegasen. Me llevaron al sótano, donde continuaron pegándome, sobre todo en el abdomen. Blackie me sujetaba la cabeza y me daba puñetazos. Cuando estaba a punto de perder el conocimiento me echaron agua encima, y cuando me despabilé me esposaron una mano a un tubo del radiador. El dolor era insoportable. Estuve sujeta allí todo el día. Luego Belchev me violó en una de las habitaciones de la casa de campo.»
Belchev y sus secuaces torturaron y violaron a todas y cada una de las cuarenta mujeres que la policía rescató en una redada al burdel de Dubi en verano de 1997. Durante su confinamiento, las mujeres se vieron obligadas a ganar al menos 3.000 dólares al mes, de los que, naturalmente, no vieron ni un centavo. Si no lo conseguían recibían palizas, igual que si mostraban el menor indicio de insubordinación; Belchev tenía una red de chivatas entre las mujeres. La represalia por negarse a acostarse con un miembro de la banda también consistía en violaciones y palizas. Unos años después de la detención de Belchev, se confirmaron las sospechas de los investigadores checos de que al menos una chica había sido asesinada: se halló un cadáver enterrado en el recinto del burdel. Todas aquellas jóvenes vivían aterrorizadas, se les había arrebatado el pasaporte, no hablaban el idioma del país, estaban estigmatizadas por ejercer la prostitución y se encontraban totalmente a merced de sus captores.
A la postre, este caso resultó anómalo porque Belchev fue atrapado, su negocio desmantelado y las mujeres liberadas. Sorprendentemente, Belchev continuó regentando otros tres burdeles desde la cárcel mediante un teléfono móvil que su abogado le facilitó ilícitamente. Pero en otros lugares, antes de que se dispersara el polvo del recién caído Muro de Berlín ya había gánsteres y oportunistas moviendo los hilos de una enorme red de tráfico de mujeres que llegó hasta al último rincón de Europa. Todas las fronteras constituían un negocio lucrativo. Al sur, Grecia era la ruta de entrada más rápida a la Unión Europea; una vez cruzada aquella frontera, era posible transportar a las mujeres a cualquier lugar de la UE - excepto Gran Bretaña e Irlanda - sin pasar un solo control policial. La ruta del sureste a Turquía se reservaba a la lucrativa venta de mujeres a Oriente Próximo, especialmente a los Emiratos Árabes Unidos. La carretera hacia el oeste conducía hasta los traficantes de Macedonia y Albania (y, más tarde, también a los de Kosovo), donde la demanda subió como la espuma en cuanto llegaron las primeras fuerzas de paz en 1994, en virtud del despliegue preventivo de la ONU (la mayor parte del tráfico interno de los Balcanes se basa en las fuerzas de paz de la ONU y en funcionarios civiles internacionales). Hacia el norte, las bandas transportaban a mujeres a la República Checa y Alemania para luego emprender el regreso en coches robados.
Entre los traficantes de mujeres y los contrabandistas de automóviles existía cierto solapamiento. Compartían gastos y rutas de trabajo, pero posteriormente la policía los ha identificado como empresas separadas. Por norma general, el tráfico de mujeres se lleva a cabo mediante pequeñas células que trasladan su mercancía de una región a la siguiente, sin saber adónde las lleva su comprador. A pesar del solapamiento geográfico entre la mayor parte de sus productos y servicios (especialmente en lo que se refiere a las rutas de tráfico), el lugar donde ocurre el comercio y el tamaño de las organizaciones implicadas viene determinado por el producto en cuestión, su origen geográfico y su destino.
Las mujeres constituyen una mercancía básica atractiva para los delincuentes. Son un producto que puede cruzar la frontera legalmente y no llama la atención de los perros policía. La inversión inicial es muy inferior a la necesaria para entrar en el contrabando de automóviles, los costes operativos son mínimos y el producto en sí (una mujer forzada a prostituirse) genera ingresos sin cesar. Una sola mujer puede reportar a su proxeneta entre 5.000 y 10.000 dólares al mes.
Estos cálculos no tienen en cuenta la pavorosa realidad de la violación múltiple y la indescriptible explotación sexual. Pero ni el proveedor (el gánster) ni el consumidor (ciudadanos ricos de Europa occidental) comprenden esta relación en términos distintos de los económicos. El gánster vive en un entorno en el que escasean las leyes y la policía: si él no ven de a una mujer, lo hará otro. Para el cliente no parece ser ningún problema dejar la conciencia en la puerta junto con el abrigo y el sombrero.
La transición al capitalismo resultó excepcionalmente dura para las fuerzas policiales de toda Europa del Este. Mucha gente las vilipendió por reprimir a los opositores durante la época comunista. El oportunismo de los policías en las nuevas democracias contrastaba con la vida de playboy que algunos antiguos colegas llevaban mientras contribuían a erigir ingentes imperios criminales. En las nuevas condiciones de mercado, la nómina de un policía era risible: cada vez que pasé por Bulgaria, Yugoslavia o Rumanía durante los años inmediatamente posteriores a la caída del comunismo, no tuve más remedio que pagar 50 dólares como mínimo en multas informales a los agentes de tráfico. El Estado de derecho, por muy crucial que fuera para generar confianza en estas sufridas sociedades, era una ficción.
Entonces Occidente hizo algo verdaderamente estúpido, y no por última vez. El 30 de mayo de 1992, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó en Nueva York la Resolución 754, que imponía sanciones económicas a Serbia y Montenegro. Tras quedar asolados, depauperados y traumatizados por la guerra, los Balcanes estaban a punto de transformarse en una máquina de contrabando y delincuencia con escaso o ningún parangón en la historia. Mientras el mundo se retorcía de consternación ante las horribles obras del nacionalismo de los pueblos yugoslavos y de sus dirigentes, las mafias de los Balcanes comenzaron a dejar a un lado sus diferencias étnicas para entablar una sobrecogedora colaboración delictiva.

La nueva mafia/JOSÉ MARÍA IRUJO

Publicado en Babelia de El País, 26/04/2008;

El crimen existió siempre, pero el rostro y las tretas de los criminales evolucionan de forma permanente y diabólica. En algún lugar ignoto del planeta se encuentran ocultos 74 misiles tierra-aire capaces de reventar un avión 747 en pleno vuelo. Por cada uno de ellos se paga en el mercado negro 50.000 dólares y desde hace años los sesudos y a menudo ciegos analistas de los países desarrollados se preguntan quién diablos pudo comprar este material capaz de quebrar la tranquilidad de cualquier gobierno occidental. ¿Los tiene Al Qaeda? Los misiles desaparecieron hace años en la república de Transnistria, un Estado gansteril de 450.000 habitantes y el tamaño de Mallorca, un territorio desgajado de Moldavia que Rusia no reconoce y que se ha convertido en el paradigma de la corrupción rampante en Europa, una bomba en forma de Estado.
El estadio del FC Sheriff, el equipo de fútbol de este Estado fantasma, costó 180 millones de dólares, casi lo mismo que el presupuesto de este país de juguete cuyas fronteras tienen una perversa influencia en Ucrania y Moldavia. El periodista británico Misha Glenny denuncia la desaparición de los misiles y se pregunta en su libro MacMafia quién y cómo se pagan los gastos de este flamante equipo que gana el campeonato moldavo y juega las rondas de clasificación de la Champions League europea.
Las historias de la extravagante Tiraspol, capital de Transnistria, son sólo una anécdota en la obra de Glenny, un excelente reportaje donde el autor penetra sin complejos en el mundo del crimen organizado y aprovecha su experiencia en los Balcanes, una de las cloacas más sucias del mundo, para describir esa nueva mafia al estilo de Transnistria que en los países del Este convive con naturalidad y sin rubor con administraciones y gobiernos, pero de la que tampoco se libran los países más desarrollados.
Sin conocer a Glenny el lector descubre de inmediato que es un periodista de raza, de los que pisa la calle y mira a los ojos de sus fuentes, aunque estos sean contrabandistas de tabaco, asesinos a sueldo, matones o traficantes de droga. Ese contacto y el rigor de la información que maneja dan credibilidad a una avalancha de historias por todo el globo tan sorprendentes como la de Transnistria que demuestran hasta dónde ha penetrado el crimen organizado.
Cuando se lee en este libro que "el mayor robo de la historia" lo protagonizaron los oligarcas rusos que rodeaban al presidente Yeltsin y cómo las bandas mafiosas dominaron el país entre 1991 y 1996 se comprende que ése fue el caldo de cultivo en el que germinó un modelo de criminal nuevo que ahora asoma la nariz y las armas cortas en las viviendas de cualquier ciudadano europeo. En 1999 existían en Rusia 11.500 firmas privadas de seguridad que daban trabajo a 800.000 personas, la mayoría armadas. Eliminar a un rival valía 7.000 dólares para un cliente sin escolta y hasta 15.000 para uno con guardaespaldas. Eran criminales estrafalarios como el ejecutivo petrolero que gastó millones de dólares en una decadente fiesta de "nostalgia de la Unión Soviética" en un castillo alquilado a las afueras de París. Los invitados acudieron disfrazados de campesinos y las prostitutas les servían rayas de coca en bandejas de plata. A tipos repugnantes como éste les busca Interpol, pero Glenny asegura que ahora pasean libres por Moscú y venden gas natural y petróleo a sus vecinos. Los peores delincuentes que sobrevivieron a esa época han logrado vivir confortablemente en la Rusia de Putin. Son tipos honorables en un país donde asesinatos como el de Alexander Litvinenko, ex agente del KGB envenenado en Londres, nunca se aclaran. Mogilevich es, en opinión del autor, el miembro vivo más poderoso de la mafia rusa.
La corrupción en los países árabes no escapa a la mirada del reportero. ¿Sabía usted que existen hoteles de siete estrellas? En el Burj Al Arab de Dubai, rascacielos en forma de vela donde pasar la noche cuesta unos 1.500 dólares, levantó sus oficinas en los años noventa el mayor contrabandista de tabaco de los Balcanes y la historia de este tipo sin escrúpulos sirve a Glenny para exponer la corrupción que se respira en esta ciudad-Estado en la que los más ricos del mundo pelean por comprar un apartamento en los deslumbrantes proyectos de construcción en la costa y el desierto. Dubai conforma con otros cinco emiratos el nuevo Estado de los Emiratos Árabes Unidos (EAU), tiene reservas de petróleo para 200 años y no aplica el impuesto de la renta ni sobre las ventas. Bajo tanto esplendor la nueva Xanadú esconde ingentes cantidades de dinero negro y atrae a centenares de compañías de dudosa reputación. Se ha convertido en un paraíso del blanqueo, una práctica perniciosa que lo corrompe todo y que leyes como la Patriot Act norteamericana, la AML (Antimoney Laundering) o el Financial Action Task Force del G7 no consiguen frenar. La explotación de empleadas de hogar y obreros en Dubai, una ciudad de 1,3 millones de habitantes, es la cara oculta de este territorio amenazado ahora por el denominado beso de la muerte, una mezcla explosiva de exceso de oferta y burbuja inmobiliaria. El 11-S provocó una avalancha de dinero desde Estados Unidos hacia Dubai y de allí precisamente recibieron sus fondos 11 de los 19 suicidas que derribaron el World Trade Center en Nueva York.
Tras las huellas del crimen Glenny ha pateado en MacMafia Suráfrica, Nigeria, Egipto, Israel y Japón, denuncia la, a su juicio, equivocada política norteamericana de combatir a los narcotraficantes sin legalizar las drogas y controlar una industria creciente en la que la cocaína pierde interés y da paso a las nuevas drogas de diseño. Y lanza provocadores juicios morales como éste: "Los consumidores de coca llenan la hucha de los delincuentes y son responsables del reguero de sangre que acompaña a la droga en todas las etapas de su largo viaje".
Cuando los periodistas se debaten entre mirar a lo interesante o a lo importante, el antiguo reportero de la BBC demuestra en este trabajo que la investigación a fondo de lo importante ofrece siempre un excelente resultado. Y abre los ojos a los que creen que la imagen del crimen está asociada casi siempre a una pistola humeante. Global Witness alerta que el crimen organizado no lo dirige la clásica corporación de hampones que sueña con gobernar el mundo, sino una compleja interacción entre la economía regulada y la no regulada. -

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