15 mar 2009

Rebecca Miller


REPORTAJE: EN PORTADA - Opinión
Un testamento nostálgico
Juan Gabriel Vásquez
Babelia El País, 14/03/2009
En 2001 Arthur Miller pronunció, en el marco de las Jefferson Lectures, una conferencia de título ominoso: La política y el arte de la actuación. Nunca como ahora, dice Miller, se ha visto el ciudadano tan rodeado de actores: presentadores de televisión, anfitriones de talk-shows, políticos. Rodeado de interpretaciones las 24 horas del día, el hombre deja de distinguir la realidad de la ficción; y entonces, bueno, Reagan y Bush pueden ser presidentes. El texto entero es un enjuiciamiento de la política como entretenimiento, pero hacia el final toma un giro insospechado hacia una vindicación del artista. "No importa cuán aburrido sea un artista o si es un delincuente moral, en el momento de la creación, cuando su obra penetra la verdad, disimular le es imposible, no puede fingir. Dijo una vez Tolstói que lo que buscamos en una obra de arte es la revelación del alma del artista". Con su rara mezcla de lo político y lo metafísico, de crítica social y confesión íntima, el final del texto es casi un guiño para el lector de Presencia, último libro de Miller y una especie de testamento indirecto.
Recordando a un amigo de juventud, ferviente admirador de los rusos y convencido de "la virtud intrínseca de la clase obrera" y la inminencia de un "benevolente socialismo", el protagonista de uno de estos relatos reflexiona sobre el peso que aquellas ideas tuvieron para su generación, sobre todo durante ciertos años. "No estaría de más", piensa entonces, "declarar un día de fiesta nacional durante el cual la gente pudiera visitar sus difuntas convicciones". El relato es 'La destilería de trementina': el penúltimo de la serie, el más largo -76 páginas: una nouvelle- y uno de los más logrados. Pero la imagen de aquellas convicciones sepultadas en un cementerio tipo Arlington, la imagen de los deudos llegando con flores ante las lápidas y presentando sus respetos a lo que alguna vez creyeron tiene en Presencia el lugar de una declaración de intenciones, casi diríamos una poética. Lo que rige el libro es la nostalgia, una de las emociones más peligrosas de la literatura y vieja compañera de Arthur Miller; esa nostalgia es a veces política, a veces sexual, a veces algo entre las dos cosas; pero siempre echa abajo nuestros tristes intentos por recuperar un pasado que se ha ido. "Supongo que yo también busco algo perdido", piensa el personaje de 'La destilería'. Y como Miller nunca se caracterizó por la sutileza, ese personaje está leyendo a Proust.
Los seis cuentos de Presencia forman una suerte de arco de vida. El lector comienza con 'Bulldog', donde un muchachito de 13 años cruza la ciudad para comprar un perro y termina por descubrir el sexo, y termina con 'Presencia', donde un hombre mayor espía o trata de espiar a una pareja que se acuesta en una playa, y la simetría es perfecta. En el medio hay tres cuentos largos que, cada uno con sus herramientas, intentan echar algo de luz sobre el devastador paso del tiempo, o quizá sobre su contemplación impotente por parte de los hombres.
El ejercicio es tan intenso que la clave de todos los cuentos, más que en la anécdota, acaba por estar en el recuerdo de la anécdota. Y así lo que importa no es que un bailarín judío sea contratado para actuar frente a Hitler, sino que años después le cuente la historia a un escritor para que éste le "encuentre un sentido"; lo que importa no es un escritor que supera su bloqueo escribiendo en el cuerpo desnudo de una desconocida, sino los recuerdos de su matrimonio que esa escritura suscita.
Y así se topa uno de frente con el asunto de la memoria, vieja conocida de Miller. Por más que uno se esfuerce, es difícil no pensar en la estructura de La muerte de un viajante, que para mí sigue siendo una de las pocas instancias en que el teatro (digamos) realista se ha acercado con éxito -es decir: sin poses, sin pretenciosos aspavientos técnicos- al fluir de la conciencia. Como le sucede al
pobre Willy Loman, los personajes de Presencia son víctimas de su memoria y las trampas que la memoria suele poner; como le sucede a Loman, los personajes de Presencia están aquí, en el cómodo presente, cuando algo visto o escuchado los lanza sin remedio al pasado, generalmente con resultados más bien lamentables. "Esa ambigua referencia le trajo a la memoria...". Frases de este estilo saltan con asiduidad de los párrafos de Presencia. El cuento que da título al libro es, bien mirado, una puesta en escena de las mismas fantasmagorías que explota La muerte de un viajante: en la escena presente irrumpe una visión del pasado. Y luego el personaje, Willy Loman o el hombre mayor del cuento, se queda reponiéndose del golpe.
Hay sólo un cuento indigno del conjunto: 'Castores', una fabulita más bien tonta donde Miller subraya la moraleja hasta que el papel se rompe. Pero los demás pertenecen a la rica tradición de ese cuento norteamericano que viene de Chéjov; pertenecen, para ser más específicos, al cuento judío. Aquí están presentes esos dos cuentistas inmensos, estrictos contemporáneos de Miller, que fueron Bellow y -sobre todo- Bernard Malamud. Al lado de esos dos gigantes, todo hay que decirlo, los cuentos de Presencia se ven pequeños, casi tímidos; pero la comparación es injusta, además de innecesaria. Miller debe su estatus de clásico a La muerte de un viajante y a Las brujas de Salem, y sabemos que él mismo consideraba el cuento un género menor junto a su teatro. Estos relatos no se plantean las ambiciones estilísticas de Bellow ni la elegancia y la sutileza de Malamud, pero llevan sus intenciones a buen puerto. "Las preguntas importantes nunca tenían respuesta", reflexiona alguien. Pero un cuento vive o muere por la intensidad con que haga esas preguntas, y Miller, como los escritores de verdad, no lo olvida jamás. -
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La identidad de Rebecca Miller
Patricia Tubella
Babelia, 14/03/2009
La reivindicación de la propia identidad empapa la primera novela de Rebecca Miller, Las vidas privadas de Pippa Lee, conmovedora historia de una mujer marcada por los lazos familiares que acaba refugiándose a la sombra de un marido brillante. Que la creadora de ese personaje diluido entre fuertes personalidades sea la hija del inmenso dramaturgo Arthur Miller, casada además con el doblemente oscarizado actor Daniel Day-Lewis, quizá invite a establecer incómodos paralelismos que ella intenta conjurar con su trabajo. Pintora, actriz, autora de relatos cortos, guionista y cineasta, su perfil resulta todavía poco conocido para el gran público, pero con Las vidas privadas de Pippa Lee, confirma el desembarco en la literatura de una voz tan sensible como original.
La crítica anglosajona ha brindado una cálida acogida al retrato agridulce de esa protagonista dividida contra ella misma, el icono de la esposa del artista, inteligente, atractiva y sobre todo entregada, cuyo verdadero yo lucha por emerger desde el acomodado universo de su matrimonio. Pippa tiene 50 años cuando accede a retirarse junto a su marido, un legendario editor que le lleva tres décadas, a una de esas disneylandias para jubilados americanos apodada irónicamente Wrinkle Village (la ciudad de las arrugas). La descripción del exquisito círculo que la pareja acaba de dejar atrás, la comunidad artística y literaria neoyorquina, nos retrotrae a la experiencia de la propia autora en un hogar bohemio y creativo, frecuentado por la crema de la intelectualidad de la época. Brillantes personajes que arropaban a sus progenitores, Arthur Miller y la fotógrafa austriaca Inge Morath, poblaron su niñez y adolescencia, aunque entonces yo no era consciente de ello
Rebecca Miller vino al mundo en septiembre de 1962, un mes después de la muerte de Marylin Monroe, que fuera la segunda esposa de su padre. (en la foto) El dramaturgo todavía estaba casado con la frágil estrella cuando conoció a Morath durante el rodaje de Vidas rebeldes (1961), la última película que protagonizara Monroe. Ambos se divorciaban en vísperas del estreno, y al año y medio Miller anunciaba su matrimonio con la fotógrafa de la agencia Magnum, su compañera de las siguientes cuatro décadas. Los primeros seis años de la infancia de Rebecca tuvieron como inusual domicilio la suite 614 del hotel Chelsea, mítico establecimiento de Manhattan que ha contado entre sus inquilinos con Norman Mailer, Lou Reed y Bob Dylan. Un lugar que, en palabras de Arthur Miller, no tenía aspiradoras, ni reglas, ni gusto, ni vergüenza: era una fiesta de nunca acabar.
En la madurez de sus progenitores (el escritor tenía casi 47 años cuando nació Rebecca) la familia se trasladaba a una granja de Connecticut, donde la hija desarrolló una temprana vocación por las artes en la que siempre se sintió apoyada por su entorno: Una de las mejores cosas que aprendí de los míos es el lema de levantarse cada mañana y volcarte en tu trabajo, el estar siempre automotivada?. Asegura que no le intimidaba mostrar a Arthur Miller sus primeros escritos de juventud, en busca del juicio y apoyo de mi padre, y no del gran autor de piezas clásicas como La muerte de un viajante o Panorama desde el puente. No se atrevió, sin embargo, a exponer su trabajo al escrutinio del público hasta varios años después, cuando ya estaba casada y había formado una familia. Inquirida sobre esa vacilación, acaba admitiendo como ?una de las razones? el temor de entonces a las comparaciones con la figura de su padre. ?Me lancé cuando había vivido más, me sentía madura y había encontrado mi propia identidad?, esgrime.
Siete años después de publicar el libro de relatos cortos Velocidad personal (2001), Miller se estrenaba en la novela con Las vidas privadas de Pippa Lee. La Pippa del título ha enterrado en su plácida vida burguesa un pasado doloroso y salvaje, pero esa identidad pugna por aflorar desde el subconsciente. La esposa impecable se transforma por las noches en una sonámbula que asalta la cocina para volcarse en excesos bulímicos o encadenar cigarrillos, aunque en el mundo consciente dejara de fumar largo tiempo atrás. La pluma de Miller articula la narración superponiendo las múltiples vidas de la protagonista, al modo de las muñecas rusas, en un relato que cobra especial veracidad cuando es escrito en primera persona.
La autora dice que no se ha inspirado en ningún personaje real en concreto (ni ella ni su madre, dice, vieron condicionado su trabajo por el matrimonio y la maternidad) y que concibió el libro como ?un estudio sobre la identidad, del que no te cansarías nunca, porque todo el mundo tiene sus secretos?. Secretos como el que marca su propia biografía. Rebecca Miller fue criada como hija única, a pesar de la existencia de un hermano que la familia mantuvo semioculto. Ese capítulo era desvelado al detalle por la revista Vanity Fair hace tres años: en noviembre de 1966, Inge Morath daba luz a un niño, Daniel, afectado con el síndrome de Down. El bebé tenía sólo una semana cuando fue entregado a un centro de Nueva York. Morath visitaba a su hijo casi cada domingo, pero Arthur Miller rechazó todo contacto hasta casi ser ya octogenario. El hombre que exploró en sus obras la culpa y la moralidad en el seno de la familia sólo pudo aceptar a su hijo en los últimos diez años de su vida. Rebecca Miller siempre se ha negado a abordar la cuestión: ?La única persona que podría contestar a las preguntas es mi padre, y está muerto?.
A lo largo de la entrevista, se muestra muy reacia a trazar el retrato íntimo del gran hombre. Su propia vocación artística, subraya, bebió a partes iguales de la producción escrita de Arthur Miller y del universo visual de su madre. El maridaje de ambas influencias acabó orientando su carrera hacia la literatura y el cine, después de ?un largo proceso exploratorio? que arrancaba en las artes plásticas. ?Empecé a pintar muy joven, a los 16 años, pero pronto tuve claro que lo que me interesaba era la dirección cinematográfica?. Su red de contactos familiares en Nueva York condujeron a la entonces veinteañera ?alta, dotada de facciones renacentistas y unos intensos ojos azules? hasta un famoso agente de actores. ?Deberías estar en las películas?, le espetó el personaje antes de conseguirle su primer papel en una serie de televisión. Su nueva faceta le permitió trabajar en 1988 con el director teatral Peter Brook (?le gustaban los actores no profesionales?), para quien encarnó a la Anya de Chéjov en El jardín de los cerezos. Seguía pintando y escribiendo, mientras acariciaba la ambición de filmarlas ella misma. Miller pasa de puntillas por su experiencia en la gran pantalla, aunque fuera junto a estrellas como Harrison Ford en A propósito de Henry y Kevin Spacey en Dobles parejas. Una experiencia que sólo consideraba aprendizaje y puente para dar el salto a la dirección de sus propios guiones. Su estreno como cineasta llegaba con Angela (1995), a cuya discreta acogida siguió el premio del jurado de Velocidad personal: tres historias en Sundance (2002). Eligió como protagonista de La balada de Jack y Rose (2005) al actor británico Daniel Day-Lewis, a la sazón su marido. Ambos comparten vida y dos hijos, a caballo entre la campiña de Irlanda y Nueva York, desde que se conocieran hace trece años durante el rodaje de El crisol, cinta inspirada en la obra de Arthur Miller Las brujas de Salem. Fue él quien les presentó.
La obra literaria y cinematográfica de Rebecca Miller vuelven a fundirse en Las vidas privadas de Pippa Lee, cuya traslación al celuloide presentaba en el reciente festival de cine de Berlín. ?Cuando acabé el primer borrador del libro, me quedé con la sensación de que no todo estaba dicho y sentí la curiosidad de explorar el personaje en una dimensión diferente?, señala sobre un filme que cuenta en el reparto con Robin Wright Penn y Keanu Reeves. Encerrada en su retiro irlandés del condado de Wicklow, trabaja en su segunda novela mientras se prepara para los viajes de promoción de la cinta. Está acostumbrada a desfilar por la alfombra roja colgada del brazo de su marido, ese circo del estrellato al que siempre se ha declarado alérgica. Por mucho que busque el reconocimiento, desmarcada de la sombra de su padre, la hija de Arthur Miller asegura que el brillo de los focos sigue sin ser para ella.
Las vidas privadas de Pippa Lee. Rebecca Miller. Traducción de Cecilia Ceriani. Anagrama. Barcelona, 2009. 304 páginas. 18 euros. La película sobre la novela se estrenará en España este otoño.

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