El prevaricador compulsivo/José Antonio Martín Pallín, abogado. Fue Magistrado del
Tribunal Supremo y Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas,
Ginebra
Publicado en EL PAÍS, 28/02/12.
El juez
Baltasar Garzón es conocido en la comunidad jurídica internacional por haber
relanzado la jurisdicción universal para la persecución de crímenes contra la
humanidad. Consiguió que prosperase en el Reino Unido la orden de detención
internacional contra el dictador Pinochet. Su actuación señaló el camino para
evitar la impunidad de los genocidas. Los sectores que simpatizan con las
políticas autoritarias lo calificaron de exhibicionista e incluso pusieron en
duda su capacidad jurídica. Su trayectoria y su fama, conocidas en España,
traspasaron nuestras fronteras y le llevaron a ser reclamado por Universidades
y foros jurídicos para que explicase el contenido de sus decisiones. Le
llovieron doctorados honoris causa y ofertas para desarrollar cursos en
prestigiosos centros de todo el mundo. El odio de los perseguidos y la envidia
de los congéneres le colocaron en el punto de mira.
Le
comenzaron a llover querellas de abogados que querían apartarlo de los asuntos
que investigaba. Cuando parecía que la tormenta había amainado, se ve implicado
en tres procedimientos penales simultáneos en la Sala Segunda del Tribunal
Supremo. De repente, un juez famoso alabado y cuestionado, casi a partes
iguales, se convierte en una máquina de prevaricar ante el asombro de los
espectadores neutrales que no daban crédito a tanto desafuero.
El Juzgado
Central nº 5 de la Audiencia Nacional cuyo titular era Baltasar Garzón, en el
año 2006 recibe unas denuncias de familiares de personas asesinadas durante la
guerra civil y la posguerra, cuyos restos yacen en fosas comunes y cunetas de
nuestra tierra. Durante casi dos años se acumulan denuncias y se practican
investigaciones con el beneplácito del Ministerio Fiscal. La democracia
española, una vez consolidada y pasados los miedos de la Transición, debía
actuar contra los vencedores de la guerra civil exigiéndoles responsabilidades
por los crímenes cometidos.
Frente a
los que esgrimen como obstáculo la Ley de Amnistía y la falta de competencia de
la Audiencia Nacional, se oponen las tesis del juez Garzón, avaladas por toda
la comunidad jurídica internacional y los organismos de Naciones Unidas. El
Comité de Derechos Humanos y la Alta Comisionada han recordado al Gobierno
español la necesidad de derogar la Ley de Amnistía por ser incompatible con el
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. El debate está abierto.
¿Dónde habría radicado la prevaricación?
La
reacción airada de sectores tan antagónicos como los redactores de la Ley de la
Memoria Histórica y la extrema derecha sugiere a los que permanecían al acecho
que se había abierto la veda para cazar al juez Garzón. Los siguientes son dos
abogados que se querellan contra el juez por haber solicitado a varias empresas
el patrocinio de unos cursos en la Universidad de Nueva York. El asunto había
sido investigado por el Consejo del Poder Judicial que lo archivó por no
encontrar falta disciplinaria.
Los
querellantes encuentran mejor disposición en la Sala segunda del Tribunal
Supremo que pone en marcha un proceso interminable. Más de dos años para
concluir que no había rastro de soborno. Tampoco encuentra signos de extorsión
o asociación ilícita. En una sorprendente finta el juez Marchena se decanta por
imputarle un delito de cohecho impropio, tan de moda por los trajes del
presidente Camps. Se olvida de que ha prescrito y decide abrir el juicio oral.
El Ministerio Fiscal, en un amplio y fundamentado escrito, demuestra, de forma
irrefutable, que los hechos no son constitutivos de delito y le recuerda que,
en todo caso, habrían prescrito.
En algunos
sectores de nuestro país se ha impuesto el dogma de la divinidad de las
resoluciones judiciales tomadas por unanimidad. Son palabra de Dios y cualquier
crítica puede resultar blasfema. El juez Marchena, en un plano más terrenal,
utiliza su potestad jurisdiccional para descalificar al imputado. Un lector
indiferente del auto judicial, se debatirá entre considerar al juez Garzón como
un villano o pensar que el juez Marchena alberga una indisimulada animadversión
hacia el acusado.
Cronológicamente,
cierra el ciclo la causa abierta por la querella de los dos principales
implicados en la trama Gürtell y un abogado personado en las actuaciones. El
juez Garzón ordenó escuchar las conversaciones de los presos con abogados
sospechosos de facilitar el blanqueo de dinero. Se le imputa no modificar su
decisión, a pesar de que los jefes de la trama habían designado otros abogados.
Con un minucioso cálculo, la Sala decide que esta causa adelante a las dos
anteriores y abra el espectáculo mundial de los juicios contra el juez Garzón.
La prioridad de este juicio demuestra una selección inteligente de los tiempos
mediáticos y jurídicos.
Lejos de
la banalidad de los cursos de Nueva York y de la extrema sensibilidad de los
temas de la guerra civil, tenían en sus manos un material atractivo para
colocar al juez Garzón frente a las delicadas aristas del derecho de defensa.
El frágil equilibrio de las garantías procesales reconocidas en la Constitución
puede quebrar si no se extreman los controles. Uno de los puntos más sensibles
de nuestro régimen procesal se sitúa en torno a la confidencialidad de las
comunicaciones entre el imputado y su abogado defensor. En nuestro sistema,
solo el juez de instrucción está legitimado constitucionalmente para acordar la
interceptación de las comunicaciones personales de toda clase. La ley de
Enjuiciamiento Criminal regula, de modo insuficiente, la forma en que se puede
acordar en el curso de un proceso penal. Ninguna otra ley regula de forma
detallada la comunicación entre los imputados y sus abogados, ni sanciona su
interceptación por orden judicial.
Las
escuchas en el caso Gürtell se acordaron respecto de las entrevistas entre los
imputados y algunos abogados sospechosos de participar en la trama. Nadie
objetó esta medida ni se imputó al juez Garzón por ella. Producido el cambio de
abogados, estimó que bastaba con advertir a los encargados de la grabación de
la necesidad de salvaguardar el derecho de defensa. La redacción de la ley
General Penitenciaria y la amplia facultad de la Ley procesal proporcionan
racionales espacios para la duda. Moverse en esos ámbitos inestables y
problemáticos seguramente ha motivado el stress hermenéutico que ha confesado
sufrir el juez instructor y el reconocimiento del vacío legal por parte del
magistrado que redacta la sentencia.
Para
condenar han tenido que construir previamente, sin otra base que su propia
convicción, un decidido, específico y perverso ánimo de prevaricar. Según se
puede leer en las actuaciones, el juez Garzón actuó movido exclusivamente por
“la finalidad de obtener información de relevancia para el proceso que no tenía
la seguridad de poder obtener mediante la utilización de medios lícitos”.
Excluyen cualquier propósito distinto y consideran que la cláusula de
salvaguardia del derecho de defensa es un artificio o cobertura formal que
adoptó el juez para enmascarar sus delictivas intenciones.
Siete jueces
del Supremo firman la expulsión del juez Garzón de la función judicial. La
sentencia, cargada de abrumadoras citas jurisprudenciales, elude la cuestión
principal. En mi opinión, han perdido la oportunidad de abordar un tema
importante para garantizar la confidencialidad de las conversaciones del
abogado con su cliente en el curso de un proceso penal. Todas las alegaciones
relativas a la vigencia de las Directivas europeas sobre blanqueo de capitales
han sido marginadas. Sobran muchas páginas y lugares comunes sobre el valor de
las garantías y su papel relevante en las sociedades democráticas. Sobre todo,
podían haberse ahorrado zaherir al condenado imputándole comportamientos
totalitarios.
A los
amantes de la exquisita técnica jurídica les recuerdo que Carl Schmitt y
Edmundo Mezger, eximios juristas, construyeron y reforzaron el arco jurídico
del III Reich. Ya lo dijo Cicerón cuando advertía, en uno de sus textos:
“Summun ius, summa iniura”. A veces, el exceso de formalismo nos puede llevar a
la injusticia.
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