Las
vírgenes suicidas/Gustavo Martín Garzo, escritor
Publicado en EL PAÍS, 19/02/12.
Son cinco
guapas hermanas, de 13, 14, 15, 16 y 17 años, que en apenas unos meses deciden
quitarse la vida. Nos cuentan su historia los chicos del barrio que las vieron
crecer. Han jugado con ellas en calles y parques, han sido sus compañeros de
clase y sus primeros amores y no pueden entender qué les ha llevado a tomar una
decisión así. La noticia de su muerte marca sus vidas para siempre. Veinte años
después todavía siguen hablando de su misterioso y terrible final. Conservan
informes médicos y policiales, fragmentos de diarios, fotografías, restos de
aquel mundo que compartieron con ellas, y cuando se reúnen hablan de lo que pasó
y tratan de entender la razón que las llevó a suicidarse.
Se trata
de la primera película de Sofía Coppola, basada en la novela del mismo título
de Jeffrey Eugenides, uno de los más grandes escritores norteamericanos
actuales. Las vírgenes suicidas es una obra llena de humor y ternura, que
indaga en el secreto de la feminidad, el deseo y la muerte; una novela sobre
esa belleza indisociable del dolor que es uno de los misterios más hondos de la
existencia humana. En una de sus primeras escenas el doctor visita a Cecilia,
la pequeña de las hermanas, después de su primer intento de suicidio, y le
pregunta: “¿Qué haces aquí, guapa? Si todavía no tienes edad para saber lo mala
que es la vida…” La respuesta de la niña no se hace esperar. “Está muy claro,
doctor, que usted nunca ha sido una niña de 13 años”.
La
película de Sofía Coppola habla de esa eterna disociación entre la realidad y
el deseo que no ha dejado de torturar a los hombres, y que es sin duda el
descubrimiento más doloroso a que se tienen que enfrentar los adolescentes en
su tránsito hacia la edad adulta. Todos deben aceptar que esa vida a la que se
encaminan es demasiado estrecha para albergar los anhelos que albergan en su
interior. Tal es la enseñanza de la película de Sofia Coppola: la muerte de las
tiernas vírgenes no se debe a un rechazo de la vida sino a un exceso de amor.
Aman tanto la vida que no pueden soportar la idea de que esa verdad que ocultan
nunca llegue a ser real.
Walter
Benjamin dice que uno de los problemas del mundo actual es la pobreza de la
experiencia. “Así como fue privado de su biografía, escribe Giorgio Agamben
glosando al autor alemán, al hombre contemporáneo se le ha privado de su
experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás
sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo”. La banalidad
de nuestra vida se confunde con la banalidad de gran parte de la cultura y el
mundo que nos rodea. Viajamos sin descanso, acudimos a museos y exposiciones,
leemos libros que compramos precipitadamente en las librerías de aeropuertos,
estaciones y grandes almacenes, para abandonar al momento en cualquier rincón,
asistimos a grandes eventos deportivos, pero nada de esto tiene el poder de
cambiarnos. Regresamos de nuestros viajes cargados de fotografías que nada
significan; las lecturas pasan por nuestra vida como las hojas vanas de los
calendarios; abandonamos las salas de los museos tan ciegos y somnolientos como
habíamos entrado; y pasamos de unas historias a otras sin que ninguna deje en
nuestros labios unas pocas palabras que merezca la pena conservar. Para
enfrentarnos a ese vacío, nos hemos rodeado de expertos, comentaristas y guías
de todo tipo que nos dicen cómo debemos comportarnos. Hay guías turísticas, de
lectura, guías sobre cómo enfrentarnos a nuestros fracasos sentimentales. Si
vamos a una ciudad, nos explican los itinerarios que tenemos que seguir; si
entramos en un museo, los cuadros ante los que debemos detenernos; en nuestra
vida afectiva, cómo evitar el sufrimiento; si se trata de nuestros hijos, cómo
comportarnos para que nos dejen dormir. Todo debe ser fácilmente sustituible,
nuestras lecturas, nuestros amantes, las ciudades que visitamos, las salas de
los museos. Los hombres y las mujeres actuales viven sin apenas poner límites a
sus deseos, y sin embargo pocas veces han tenido menos cosas que contarse. La
ausencia de relatos define su convivencia, y la política actual es el ejemplo
más visible de esta dolorosa carencia. La crisis de la cultura del relato
oculta, una crisis más honda: esa pobreza de la experiencia de que habló
Benjamin. Y la experiencia tiene que ver con la palabra y el relato, pues vivir
es encontrar cosas que contar y compartir: el cuento de nunca acabar. La
literatura es el trabajo de la ostra: toma un instante en apariencia banal y lo
transforma en algo que tiene el poder de revelar lo que somos. Por eso dice
Proust que “la verdadera vida, la única vida realmente vivida es la literatura.
Gracias a ella se nos revela el mundo. Sin la literatura, nuestra propia vida
nos sería desconocida”.
Los
griegos tenían dos dioses del tiempo: Cronos y Kairós. Cronos era el dios del
tiempo cronológico, cuantitativo, el tiempo de los calendarios y de los días
que se suceden sin destino. Kairós, el dios de lo vivido, de los instantes
únicos. La cultura tiene que ver con este dios de la experiencia del momento
oportuno. El alma de un pueblo está en los relatos que guardan la memoria de
tales momentos de epifanía. Troya es la locura visionaria de Casandra, el
temblor de Paris en los brazos de Helena, la desesperación de Príamo ante la
muerte de Héctor. Es un mundo que ha dejado de pertenecernos, y basta con ver
los monumentos que presiden nuestras calles y plazas. Generales de dudosa
reputación, políticos rancios, alegorías simples, escritores y pintores sin
demasiado interés: un mundo cuyas historias nadie recuerda, es todo lo que
tenemos. Para volver a hablar necesitamos recuperar la memoria de los bellos
relatos. Sherezade, así, podría tener una estatua a la entrada de las bibliotecas;
el capitán Achab, en las dársenas de los puertos; y Eros y Psique, en las zonas
más umbrías de los parques. La figura de Tom Sawyer podría acompañar a los
adolescentes en sus paseos en barca, y la de Mowgli a las familias que van al
mercado a comprar. “Tenemos la misma sangre tú y yo”, les decía el niño lobo de
El libro de la selva a los animales. Se me objetará que son personajes de
ficción, pero ¿qué es la ficción sino el esfuerzo de explorar la verdad? El
hombre no puede alimentarse sólo de realidad. Necesita relatos que le permitan
transformar las pequeñas circunstancias de su vida en algo significativo y
precioso que pueda compartir con sus vecinos. Por eso es tan decisiva la
cultura. Si la comparamos con una hoguera lo que importa, como decía Benjamín,
no es hablar de la madera que la alimenta sino del misterio de la llama que la
hace arder. Sólo ella “custodia un enigma: el de la vida”. Avivar esas llamas
es lo que necesitamos. Lejos de los magnos eventos, de los congresos anunciados
a bombo y platillo, de las inauguraciones llenas de autoridades somnolientas y
de los tristes manuales de autoayuda, la verdadera cultura es algo tan simple
como preguntarse qué oculta el corazón de una niña de 13 años.
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