Aquiles
y la tortuga/Guy Sorman
ABC
|19 de octubre de 2014
¿Por
qué los pobres lo siguen siendo? La economía es una ciencia ingrata ya que, en
teoría, sabemos cómo pasar de la miseria a la prosperidad gracias a la combinación
adecuada de capital y de trabajo. También sabemos que esta alquimia es más
eficaz cuando la crea un empresario privado y la vigila un Estado legítimo,
árbitro del juego. Cuando, tras la caída del pseudomodelo soviético, el mundo
entero se sumó a esta receta liberal, a la mayoría de los economistas les
pareció evidente que todos los países, al aplicar estas reglas, convergirían
hacia una prosperidad común. Esta teoría de la convergencia parecía confirmada
inicialmente por la práctica. Así, entre 2000 y 2009, según el Banco Mundial,
los países pobres avanzaron un 7,6 por ciento, y los países ricos un 3 por
ciento. A ese ritmo, en treinta años, la renta personal del 80 por ciento de
los habitantes más pobres se habría equiparado más o menos a la renta personal
de los europeos occidentales y de los estadounidenses.
Aquí hacemos referencia
a la riqueza personal, no a la producción nacional, que se calcula en función
del número de habitantes y que no nos informa sobre la vida real en los países
concernidos. China es la segunda economía mundial por su población, pero es la
93ª en renta por habitante. Para vivir bien, más vale ser estadounidense o
europeo que chino, aunque algunos ideólogos manipulan las estadísticas para
convencernos de lo contrario.
Esta
convergencia de las rentas personales recuerda al precedente occidental. A
principios del siglo XIX, los británicos contaban con una renta que superaba al
menos en un tercio a la de los europeos del continente; justo antes de la
Segunda Guerra Mundial, todos los europeos disponían de unas rentas
comparables, tras haber aplicado en sus países los métodos británicos.
Por
desgracia, esta teoría de la convergencia se derrumba ante nuestros ojos para
dar paso a una alternativa intelectualmente menos satisfactoria: la de la
divergencia. Como la economía occidental, especialmente en Estados Unidos, ha
recuperado su impulso mientras que los países llamados emergentes son, de repente,
«inmergentes», los pobres del mundo, lejos de equipararse a los países ricos,
se alejan de ellos. El Banco Mundial calcula ahora que el tiempo de
equiparación será de un siglo, en lugar de treinta años años, y el Fondo
Monetario Internacional (cuyas estadísticas son más fiables porque está menos
politizado), de cerca de tres siglos. Evidentemente, solo se trata de
previsiones que parten de la base de que nada cambiará en la configuración de
los estados nacionales, en su deseo de crecimiento (una idea relativamente
nueva en nuestra historia), en las herramientas técnicas y en las políticas
disponibles. Lo que se pretende con estas hipótesis no es tanto adivinar si un
indio vivirá tan cómodamente como un europeo dentro de treinta años años o
dentro de tres siglos, sino entender por qué el mundo pobre acaba de pasar
repentinamente de la convergencia a la divergencia.
La
explicación más probable es que el periodo de emergencia rápida, 2000-2009, fue
una feliz excepción, pero no una norma histórica de larga duración. Al
renunciar al socialismo, China, India y Brasil han liberado el espíritu de
empresa, han importado técnicas de producción y capital occidental, han
desplazado a millones de campesinos hacia las fábricas, y se han beneficiado de
la repentina apertura del comercio internacional y de la rapidez de las
comunicaciones por internet y de los transportes por contenedores. Nunca en la
historia económica se han dado tantos elementos favorables a los países
emergentes. Pero esta euforia ha terminado porque estos países emergentes no
han sabido crear las condiciones duraderas para una prosperidad que no
dependiese sobre todo de la innovación científica y del consumo concentrados en
el mundo ya desarrollado. Los países emergentes creyeron que les bastaría con
explotar indefinidamente su mano de obra barata y sus recursos naturales, pero
no se prepararon para la revolución tecnológica que permite la
reindustrialización de los países ricos.
Podemos
ilustrar este error de los países emergentes con un antiguo enigma matemático,
el de la carrera de Aquiles y la tortuga. Si la tortuga sale primero, Aquiles
no la alcanzará jamás: para alcanzarla, tendría que cruzar la línea mediana que
le separa de la tortuga. Cuanto más avanza Aquiles, más disminuye la línea
mediana, pero no desaparece nunca.
Dejo
al lector sumido en la perplejidad y vuelvo a la economía. La línea mediana que
separa a los emergentes «inmergentes» de los que ya han emergido se llama
innovación, ciencia, propiedad intelectual y Estado de Derecho. Los dragones de
Asia –Japón, Corea del Sur, Taiwán y Singapur– han recuperado el retraso con el
mundo occidental en una generación o dos por haberlo entendido y por no haberse
dejado intoxicar por los beneficios inmediatos de la globalización. Estos
países, los dragones asiáticos, invirtieron sus beneficios en las
infraestructuras políticas y educativas de un desarrollo duradero. Comprendemos
entonces por qué, hoy en día, algunos países divergen en vez de converger. Por
ejemplo, Argentina destruye el Estado de Derecho; China cierra su mercado
interior y copia más de lo que innova; India se niega a exponer a sus
agricultores a la competencia; en África, los estados se disgregan; y en Egipto
el Gobierno vuelve a nacionalizar la economía.
La
economía es realmente una ciencia ingrata porque la mayoría de las veces
favorece a la tortuga por el simple hecho de haber salido la primera y de que
casi nunca se desvía de su camino.
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