Nostalgia
de París/Mario Vargas Llosa,
El
País | 19 de octubre de 2014
Cada
vez que vengo a París siento una curiosa sensación, hecha de reminiscencias y
nostalgia. Los recuerdos, que fluyen como una torrentera, van sustituyendo
continuamente la ciudad real y actual por la que fue y solo existe ya en mi
memoria, como mi juventud. He vivido en muchos lugares y con ningún otro me
ocurre nada parecido. Tal vez porque con ninguna ciudad soñé tanto de niño,
atizado por las lecturas de Julio Verne, de Alejandro Dumas y de Victor Hugo, y
a ninguna otra quise tanto llegar y echar allí raíces, convencido como estaba,
de adolescente, que solo viviendo en París llegaría a ser algún día un
escritor.
Era
una gran ingenuidad, por supuesto, y sin embargo, de algún modo, resultó
cierto. En una buhardilla del Wetter Hotel, en el Barrio Latino, terminé mi
primera novela y en los casi siete años que viví en París publiqué mis primeros
tres libros y empecé a sentirme y funcionar en la vida ni más ni menos que como
un escribidor. En el París de fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta
vivían todavía Sartre, Mauriac, Malraux, Camus, y un día descubrí a André
Breton, de saco y corbata, comprando pescado en el mercadito de la rue de Buci.
Una tarde, en la Biblioteca Nacional de entonces, junto a la Bolsa, tuve de
vecina a una Simone de Beauvoir que no apartaba un instante la vista de la
montaña de libros en la que estaba medio enterrada. Eran los años del teatro
del absurdo, de Beckett, Ionesco y Adamov, y a éste y sus ojos enloquecidos se
lo veía todas las tardes escribiendo furiosamente en la terraza del Mabillon.
La
ducha en el hotel costaba 100 francos de entonces —uno de ahora—, exactamente
lo mismo que un almuerzo en el restaurante universitario y que una entrada a la
Comédie-Française en las matinés de los jueves, dedicadas a los escolares. Los
debates y mesas redondas de la Mutualité eran gratis y yo no me perdía ninguno.
Allí vi una noche la más inteligente, elegante y hechicera confrontación
política que he presenciado en mi vida, entre el primer ministro de De Gaulle,
Michel Debré, y el líder de la oposición, Pierre Mendès-France. Me parecía
imposible que quienes se movían con esa desenvoltura en el mundo de las ideas y
de la cultura fueran solo políticos. Ahora las películas de la Nouvelle Vague
no parecen tan importantes, pero en esos años teníamos la idea de que François
Truffaut, Jean-Luc Godard, Alain Resnais y Louis Malle y su órgano teórico,
Cahiers du Cinéma, estaban revolucionando el séptimo arte.
Pero,
tal vez, si tengo que elegir el más vivo y fulgurante de mis recuerdos de esos
años, sería el de los de los discursos de André Malraux. Siempre he creído que
fue un grandísimo escritor y que La condición humana es una de las obras
maestras del siglo veinte (el menosprecio literario de que ha sido víctima se
debe exclusivamente a los prejuicios de una izquierda sectaria que nunca le
perdonó su gaullismo). Era también un orador fuera de serie, capaz de inventar
un país fabuloso en pocas frases, como lo vi hacer respondiendo, en una
ceremonia callejera, al Presidente Prado, del Perú, en visita oficial a
Francia: habló de un “país donde las princesas incas morían en las nieves de
los Andes con sus papagayos bajo el brazo”. Nunca olvidaré la noche en que, en
un Barrio Latino a oscuras, iluminado solo por las antorchas de los
sobrevivientes de los campos nazis de exterminio, evocó al mítico Jean Moulin,
cuyas cenizas se depositaban en el Panthéon. Entre los propios periodistas que
me rodeaban había algunos que no podían contener las lágrimas. O su homenaje a
Le Corbusier, con motivo de su fallecimiento, en el patio del Louvre,
enumerando sus obras principales, de la India a Brasil, como si fueran un
poema. Y el discurso con el que abrió la campaña electoral, luego de la
renuncia de De Gaulle a la presidencia, con esa frase profética: “Qué extraña
época, dirán de la nuestra, los historiadores del futuro, en que la derecha no
era la derecha, la izquierda no era la izquierda, y el centro no estaba en el
medio”.
En
aquel París, un joven letraherido insolvente podía vivir con muy poco dinero, y
disfrutar de una solidaridad amistosa y hospitalaria de la gente nativa, algo
inconcebible en la Europa crispada, desconfiada y xenófoba de nuestros días.
Había una picaresca de la supervivencia que, con la ayuda de la Unión Nacional
de Estudiantes de Francia, permitía a millares de jóvenes extranjeros comer por
lo menos una vez al día y dormir bajo techo, recogiendo periódicos, descargando
costales de verduras en Les Halles, cuidando inválidos, lavando y leyendo a
ciegos o —los trabajitos mejor pagados— haciendo de extra en las películas que
se rodaban en los estudios de Gennevilliers. En uno de los momentos más
difíciles de mi primera época en París yo tuve la suerte de que el locutor que
narraba en español Les Actualités Françaises perdiera la voz y me tocara
reemplazarlo.
París
fue siempre una ciudad de librerías y, aunque las estadísticas digan lo
contrario y aseguren que se cierran a la misma velocidad que se cierran los
viejos bistrots, la verdad es que sigue siéndolo, por lo menos por los
alrededores de la Place Saint Sulpice y el Luxemburgo, el barrio donde vivo y
donde ayer, en un paseo de menos de una hora, conté, entre nuevas y viejas, más
de una veintena. Claro que ninguna de ellas tiene, para mí, el atractivo
sentimental de La Joie de Lire, de François Maspero, de la rue Saint Severin,
donde, el mismo día que llegué a París, en el verano del año 58, compré el
ejemplar de Madame Bovary que cambiaría mi vida. Esa librería, situada en el
corazón del Barrio Latino, era la mejor provista de novedades culturales y
políticas, la más actual y también la más militante en cuestiones
revolucionarias y tercermundistas, razón por la cual los fascistas de la OAS le
pusieron una bomba. Todavía recuerdo aquella vez, años más tarde de los que
estoy evocando, en que llegué a París, corrí a la La Joie de Lire y descubrí
que la había reemplazado una agencia de viajes. Probablemente fue allí cuando
sentí por primera vez que el esplendoroso tiempo de mi juventud había comenzado
a desaparecer. La muerte de esta maravillosa librería fue, me dicen, obra de
los robos. Maspero había hecho saber que no denunciaría a los ladrones a la
policía, a ver si con este argumento moral aquellos disminuían. Parece que más
bien se multiplicaron, hasta quebrarla. Indicio claro de que París empezaba a
modernizarse.
Algo
no ha cambiado, sin embargo; sigue allí, intacta, idéntica a mis recuerdos de
hace cincuenta y tantos años: Notre Dame. Yo vivía en París cuando, luego de
tempestuosas discusiones, la idea de Malraux, ministro de Cultura, de “limpiar”
los viejos monumentos prevaleció. Liberada de la mugre con que los siglos la
habían ido recubriendo, apareció entonces, radiante, perfecta, milagrosa,
eterna y nuevecita, con sus mil y una maravillas, refulgiendo en el sol,
misteriosa entre la niebla, profunda en las noches, fresca y como recién bañada
en las aguas del Sena en los amaneceres. Desde que era joven me hacía bien ir a
dar un paseo alrededor de Notre Dame cuando tenía un amago de desmoralización,
una parálisis en el trabajo, necesidad de una inyección de entusiasmo. Nunca me
falló y la receta me sigue funcionando todavía. Contemplar Notre Dame, por
dentro y por afuera, por delante, por detrás o por los costados, sigue siendo
una experiencia exaltante, que me disipa los malos humores y me devuelve el
amor a las gentes y a los libros, las ganas de ponerme a trabajar, y me
recuerda que, pese a todo, París es todavía París.
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