Adaptar
las vías y los métodos” la misión del Sínodo, según Pablo VI
El
Papa Francisco declaró beato a Pablo VI y recordó que ese pontífice instauró el
Sínodo de los Obispos para buscar respuestas “a las crecientes necesidades de
nuestros días”
Nota de ANDRÉS
BELTRAMO ÁLVAREZ/ Vatican Insider, 19 de octubre de 2014
Adaptar
las vías y los métodos “a las crecientes necesidades de nuestros días y a las
mutantes condiciones de la sociedad”. Esa es la misión del Sínodo de los
Obispos, según dijo el Papa Pablo VI cuando instituyó esa estructura episcopal.
Aquellas palabras fueron recordadas hoy por Francisco, justo durante la
ceremonia de beatificación de Giovanni Battista Montini y de cierre de la asamblea
sinodal dedicada analizar los desafíos actuales de la familia.
Con
el recuerdo de esa frase, Jorge Mario Bergoglio explicó indirectamente por qué
decidió beatificar a Pablo VI justo este día. Recordó que Montini pedía
“escudriñar atentamente en los signos de los tiempos”. Eso fue lo que hizo, en
los últimos 15 días, el Sínodo de los Obispos. Incluso en medio de un clima, a
veces, de animadas polémicas.
Los
“padres sinodales” que protagonizaron ese vivaz debate acompañaron al Papa este
día en el atrio de la Basílica de San Pedro. La plaza vaticana lució repleta,
bajo un intenso sol. Al inicio de la misa tuvo lugar el rito de beatificación
del pontífice que guió a la Iglesia entre junio de 1963 y agosto de 1978.
La
declaratoria fue recibida por la multitud que llenó la Plaza de San Pedro con
un aplauso mientras se llevó hasta el altar ubicado sobre el atrio de la
basílica vaticana la reliquia, una de las camisetas ensangrentadas producto del
atentado que Montini sufrió a manos de un desequilibrado en Manila (Filipinas)
en 1970.
A
un costado, el Papa emérito Benedicto XVI no pasó desapercibido. Llegó temprano
y se sentó con los demás cardenales y obispos. Portaba una casulla justamente de Pablo VI. Él, que
conoció al beato desde el Concilio Vaticano II y recibió de su parte tanto el
cuidado pastoral de la Arquidiócesis alemana de Munich (en marzo de 1977) como
el birrete colorado de cardenal, tres meses después.
Francisco
dedicó su homilía a reflexionar sobre el famoso pasaje bíblico: “Dar al César
lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
“A
la provocación de los fariseos que, por así decir, querían el examen de la
religión y conducirlo en el error, Jesús respondió con una frase irónica y
genial. Es una respuesta de efecto que el señor ofrece a todos aquellos que se
ponen problemas de conciencia, sobre todo cuando entran en juego sus
conveniencias, sus riquezas, su prestigio, su poder y su fama. Esto sucede en
todo tiempo, desde siempre”, aseguró el Papa.
En
contraparte pidió no tener miedo a responder positivamente a las “sorpresas de
Dios”. “¡Él no tiene miedo de la novedad! Por esto, continuamente nos
sorprende, abriéndonos y conduciéndonos por caminos impensados”. Estableció que
abrirse a su voluntad es dedicarle a él la propia vida y “cooperar en su reino
de misericordia, de amor y de paz”.
“Aquí
está nuestra fuerza, el fermento que hace levar y la sal que da sabor a todo
esfuerzo humano contra el pesimismo prevaleciente que nos propone el mundo. La
experiencia de Dios no es, por lo tanto, una fuga de la realidad, no es una
excusa: es restituir a Dios lo que le pertenece. Es por esto que el cristiano
mira a la realidad futura, la de Dios, para vivir plenamente la vida, con los
pies bien plantados sobre la tierra, y responder –con valentía- a los
innumerables desafíos nuevos”, apuntó.
Sostuvo
que eso mismo ocurrió en los días del Sínodo que acaba de concluir, porque la
Iglesia está llamada, sin retardos, a hacerse cargo de las “heridas que
sangran” y a encender de nuevo la esperanza de tanta gente sin esperanza.
“Hemos sembrado y continuaremos a sembrar con paciencia y perseverancia”, dijo.
Sobre
Pablo VI exclamó: “Hacia este gran Papa, con esta valentía cristiana, de este
incansable apóstol, ante Dios hoy no podemos sino decir una palabra tan simpe
cuanto sincera e importante: ¡Gracias! ¡Gracias a nuestro querido y amado Papa
Pablo VI! ¡Gracias por tu humildad y profético testimonio de amor a Cristo y a
su Iglesia!”.
Y,
citando una pasaje del diario de Montini, apuntó: “Quizás el señor me ha
llamado y me tiene en este servicio no tanto porque yo tenga alguna aptitud, o
para que gobierne y salve la Iglesia de sus presentes dificultades, sino para
que yo sufra algo por la Iglesia, y sea claro que él y no otros, la guían y la
salvan”.
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A continuación la homilia completa pronunciada por el Santo Padre:
Acabamos de escuchar una de las frases más famosas de todo el Evangelio: «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
Jesús responde con esta frase irónica y genial a la provocación de los fariseos que, por decirlo de alguna manera, querían hacerle el examen de religión y ponerlo a prueba. Es una respuesta inmediata que el Señor da a todos aquellos que tienen problemas de conciencia, sobre todo cuando están en juego su conveniencia, sus riquezas, su prestigio, su poder y su fama. Y esto ha sucedido siempre.
Evidentemente, Jesús pone el acento en la segunda parte de la frase: «Y [dar] a Dios lo que es de Dios». Lo cual quiere decir reconocer y creer firmemente –frente a cualquier tipo de poder– que sólo Dios es el Señor del hombre, y no hay ningún otro. Ésta es la novedad perenne que hemos de redescubrir cada día, superando el temor que a menudo nos atenaza ante las sorpresas de Dios.
¡Él no tiene miedo de las novedades! Por eso, continuamente nos sorprende, mostrándonos y llevándonos por caminos imprevistos. Nos renueva, es decir, nos hace siempre "nuevos". Un cristiano que vive el Evangelio es "la novedad de Dios" en la Iglesia y en el mundo. Y a Dios le gusta mucho esta "novedad".
«Dar a Dios lo que es de Dios» significa estar dispuesto a hacer su voluntad y dedicarle nuestra vida y colaborar con su Reino de misericordia, de amor y de paz.
En eso reside nuestra verdadera fuerza, la levadura que fermenta y la sal que da sabor a todo esfuerzo humano contra el pesimismo generalizado que nos ofrece el mundo. En eso reside nuestra esperanza, porque la esperanza en Dios no es una huida de la realidad, no es una coartada: es ponerse manos a la obra para devolver a Dios lo que le pertenece. Por eso, el cristiano mira a la realidad futura, a la realidad de Dios, para vivir plenamente la vida –con los pies bien puestos en la tierra– y responder, con valentía, a los incesantes retos nuevos.
Lo hemos visto en estos días durante el Sínodo extraordinario de los Obispos –"sínodo" quiere decir "caminar juntos"–. Y, de hecho, pastores y laicos de todas las partes del mundo han traído aquí a Roma la voz de sus Iglesias particulares para ayudar a las familias de hoy a seguir el camino del Evangelio, con la mirada fija en Jesús. Ha sido una gran experiencia, en la que hemos vivido la sinodalidad y la colegialidad, y hemos sentido la fuerza del Espíritu Santo que guía y renueva sin cesar a la Iglesia, llamada, con premura, a hacerse cargo de las heridas abiertas y a devolver la esperanza a tantas personas que la han perdido.
Por el don de este Sínodo y por el espíritu constructivo con que todos han colaborado, con el Apóstol Pablo, «damos gracias a Dios por todos ustedes y los tenemos presentes en nuestras oraciones». Y que el Espíritu Santo que, en estos días intensos, nos ha concedido trabajar generosamente con verdadera libertad y humilde creatividad, acompañe ahora, en las Iglesias de toda la tierra, el camino de preparación del Sínodo Ordinario de los Obispos del próximo mes de octubre de 2015. Hemos sembrado y seguiremos sembrando con paciencia y perseverancia, con la certeza de que es el Señor quien da el crecimiento.
En este día de la beatificación del Papa Pablo VI, me vienen a la mente las palabras con que instituyó el Sínodo de los Obispos: «Después de haber observado atentamente los signos de los tiempos, nos esforzamos por adaptar los métodos de apostolado a las múltiples necesidades de nuestro tiempo y a las nuevas condiciones de la sociedad» (Carta ap. Motu proprio Apostolica sollicitudo).
Contemplando a este gran Papa, a este cristiano comprometido, a este apóstol incansable, ante Dios hoy no podemos más que decir una palabra tan sencilla como sincera e importante: Gracias. Gracias a nuestro querido y amado Papa Pablo VI. Gracias por tu humilde y profético testimonio de amor a Cristo y a su Iglesia.
El que fuera gran timonel del Concilio, al día siguiente de su clausura, anotaba en su diario personal: «Quizás el Señor me ha llamado y me ha puesto en este servicio no tanto porque yo tenga algunas aptitudes, o para que gobierne y salve la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que sufra algo por la Iglesia, y quede claro que Él, y no otros, es quien la guía y la salva». En esta humildad resplandece la grandeza del Beato Pablo VI que, en el momento en que estaba surgiendo una sociedad secularizada y hostil, supo conducir con sabiduría y con visión de futuro –y quizás en solitario– el timón de la barca de Pedro sin perder nunca la alegría y la fe en el Señor.
Pablo VI supo de verdad dar a Dios lo que es de Dios dedicando toda su vida a la «sagrada, solemne y grave tarea de continuar en el tiempo y extender en la tierra la misión de Cristo», amando a la Iglesia y guiando a la Iglesia para que sea «al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación».
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A continuación la homilia completa pronunciada por el Santo Padre:
Acabamos de escuchar una de las frases más famosas de todo el Evangelio: «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
Jesús responde con esta frase irónica y genial a la provocación de los fariseos que, por decirlo de alguna manera, querían hacerle el examen de religión y ponerlo a prueba. Es una respuesta inmediata que el Señor da a todos aquellos que tienen problemas de conciencia, sobre todo cuando están en juego su conveniencia, sus riquezas, su prestigio, su poder y su fama. Y esto ha sucedido siempre.
Evidentemente, Jesús pone el acento en la segunda parte de la frase: «Y [dar] a Dios lo que es de Dios». Lo cual quiere decir reconocer y creer firmemente –frente a cualquier tipo de poder– que sólo Dios es el Señor del hombre, y no hay ningún otro. Ésta es la novedad perenne que hemos de redescubrir cada día, superando el temor que a menudo nos atenaza ante las sorpresas de Dios.
¡Él no tiene miedo de las novedades! Por eso, continuamente nos sorprende, mostrándonos y llevándonos por caminos imprevistos. Nos renueva, es decir, nos hace siempre "nuevos". Un cristiano que vive el Evangelio es "la novedad de Dios" en la Iglesia y en el mundo. Y a Dios le gusta mucho esta "novedad".
«Dar a Dios lo que es de Dios» significa estar dispuesto a hacer su voluntad y dedicarle nuestra vida y colaborar con su Reino de misericordia, de amor y de paz.
En eso reside nuestra verdadera fuerza, la levadura que fermenta y la sal que da sabor a todo esfuerzo humano contra el pesimismo generalizado que nos ofrece el mundo. En eso reside nuestra esperanza, porque la esperanza en Dios no es una huida de la realidad, no es una coartada: es ponerse manos a la obra para devolver a Dios lo que le pertenece. Por eso, el cristiano mira a la realidad futura, a la realidad de Dios, para vivir plenamente la vida –con los pies bien puestos en la tierra– y responder, con valentía, a los incesantes retos nuevos.
Lo hemos visto en estos días durante el Sínodo extraordinario de los Obispos –"sínodo" quiere decir "caminar juntos"–. Y, de hecho, pastores y laicos de todas las partes del mundo han traído aquí a Roma la voz de sus Iglesias particulares para ayudar a las familias de hoy a seguir el camino del Evangelio, con la mirada fija en Jesús. Ha sido una gran experiencia, en la que hemos vivido la sinodalidad y la colegialidad, y hemos sentido la fuerza del Espíritu Santo que guía y renueva sin cesar a la Iglesia, llamada, con premura, a hacerse cargo de las heridas abiertas y a devolver la esperanza a tantas personas que la han perdido.
Por el don de este Sínodo y por el espíritu constructivo con que todos han colaborado, con el Apóstol Pablo, «damos gracias a Dios por todos ustedes y los tenemos presentes en nuestras oraciones». Y que el Espíritu Santo que, en estos días intensos, nos ha concedido trabajar generosamente con verdadera libertad y humilde creatividad, acompañe ahora, en las Iglesias de toda la tierra, el camino de preparación del Sínodo Ordinario de los Obispos del próximo mes de octubre de 2015. Hemos sembrado y seguiremos sembrando con paciencia y perseverancia, con la certeza de que es el Señor quien da el crecimiento.
En este día de la beatificación del Papa Pablo VI, me vienen a la mente las palabras con que instituyó el Sínodo de los Obispos: «Después de haber observado atentamente los signos de los tiempos, nos esforzamos por adaptar los métodos de apostolado a las múltiples necesidades de nuestro tiempo y a las nuevas condiciones de la sociedad» (Carta ap. Motu proprio Apostolica sollicitudo).
Contemplando a este gran Papa, a este cristiano comprometido, a este apóstol incansable, ante Dios hoy no podemos más que decir una palabra tan sencilla como sincera e importante: Gracias. Gracias a nuestro querido y amado Papa Pablo VI. Gracias por tu humilde y profético testimonio de amor a Cristo y a su Iglesia.
El que fuera gran timonel del Concilio, al día siguiente de su clausura, anotaba en su diario personal: «Quizás el Señor me ha llamado y me ha puesto en este servicio no tanto porque yo tenga algunas aptitudes, o para que gobierne y salve la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que sufra algo por la Iglesia, y quede claro que Él, y no otros, es quien la guía y la salva». En esta humildad resplandece la grandeza del Beato Pablo VI que, en el momento en que estaba surgiendo una sociedad secularizada y hostil, supo conducir con sabiduría y con visión de futuro –y quizás en solitario– el timón de la barca de Pedro sin perder nunca la alegría y la fe en el Señor.
Pablo VI supo de verdad dar a Dios lo que es de Dios dedicando toda su vida a la «sagrada, solemne y grave tarea de continuar en el tiempo y extender en la tierra la misión de Cristo», amando a la Iglesia y guiando a la Iglesia para que sea «al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación».
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