Revista Proceso
No. 1981, 18 de octubre de 2014
“Ellos
siguen mandando aquí”/MARCELA TURATI
IGUALA,
GRO.- La regidora Marina Hernández de la Garza, del PRI, se pelea a los gritos,
mienta madres, señala con rabia al hombre del pantalón café que ahora platica
con otros dos pero que la espía desde afuera de su oficina: vigila si habla con
periodistas, si va al baño, si se encuentra con alguna persona. Y lo informa a
alguien.
Aunque
la Gendarmería tomó la ciudad acéfala de poderes políticos –el presidente municipal
perredista José Luis Abarca, su esposa y tres funcionarios investigados por sus
vínculos con el narcotráfico están prófugos desde el 1 de octubre–, Iguala se
mantiene controlada por poderes paralelos.
La
poca gente que tiene información y se anima a hablar avisa que está dictando su
sentencia de muerte.
“Me
da mucho temor hablar, pero creo que ya no tengo vuelta atrás, ya no tengo
forma de callar”, dice tragando saliva la regidora Sofía Mendoza Martínez, del
PRD, viuda de Arturo Hernández Cardona, el luchador social de cuya muerte se
acusa al alcalde fugado, al momento de relatar la historia de la represión que
nadie escuchó hasta que el gobierno federal puso el ojo en ese municipio.
“Debe
haber una coordinación entre la policía y esos grupos. El ayuntamiento todavía
lo controlan ellos pues ahí están sus familiares; los regidores aprobaban todo,
no se discutía nada”, señala en una cafetería donde accede a expresarse, aunque
a cada tanto repite: “Me da miedo hablar, pero ya no tengo vuelta atrás; callar
para mí implicaría más riesgo”.
Todos
parecieran tener miedo. El familiar de un policía detenido, que pide una
entrevista pero no quiere identificarse, explica la razón: “¿Sabe por qué no
hablamos? Hablar es ir al panteón”.
Su
pariente es uno de los 22 elementos municipales acusados por el asesinato de
seis personas (tres de ellas normalistas), por herir a una veintena (una de las
cuales está en coma) y por desaparecer a 43 estudiantes –a quienes, según la
fiscalía estatal, entregaron a sicarios del cártel dominante.
A
pesar del despliegue territorial de las fuerzas federales, en estos días
Iguala, ciudad con 140 mil habitantes y a una hora de la capital del estado,
pareciera tener una cumbre mundial de halcones, para más seña: “orejas” que en
otros lados son llamados simplemente “informantes”.
Ellos
siguen a los blancos conflictivos por todos lados. Si los periodistas suben al
cerro a ver las fosas, los escoltan en motocicletas. Si bajan del cerro y
llegan a una tienda a hidratarse, otros están ahí para tomarles fotografías –el
descaro es mayor o menor según el personaje–. Si se meten a un restaurante a
pedir cena, pronto llegarán otros tres a sentarse en la mesa contigua y uno más
se quedará afuera, fingiendo que espera a alguien. Si hacen rondines por la
escena de la tragedia, éstos pasan en algún automóvil que de tantas vueltas se
vuelve familiar.
Lo
mismo ocurre a regidores y miembros de organizaciones.
Pocas
personas hablan en este lugar que fue famoso por sus minas de oro y hoy lo es
por las fosas con cadáveres que han sido descubiertas a partir de la búsqueda
de los desaparecidos.
De
los que saben cosas pero no hablan, algunos están en la nómina del Cártel
Guerreros Unidos; otros callan por miedo preventivo: saben lo que a muchos les
ha costado abrir la boca.
Bajo
los dos años de presidencia municipal de José Luis Abarca, los pocos que
hablaron sufrieron golpizas o torturas o desapariciones o asesinatos. (Proceso
1980.)
Lo
mismo pasa entre periodistas: o estaban amenazados o fueron comprados.
“Un
día la señora se acercó a un compañero y lo amenazó diciendo: ‘Te voy a cortar
las orejas’. Él contestó con una broma, y le dijo que no fuera mala, que no le
iban a quedar los lentes, y ella le contestó seria que se los tendría que poner
con liguillas. Pero sabemos que la amenaza era seria”, comenta un reportero.
Uno
de los representantes en Iguala del Sindicato Nacional de Prensa admite que
muchos de sus colegas estaban en la nómina del alcalde, o los medios tenían
convenios con éste. “Él decía con quién iba a hablar y con quién no”, agrega,
pero pide para sí el anonimato.
Un
reportero asignado a cubrir el ayuntamiento estima que si en esta ciudad
existen 35 periodistas, al menos 10 recibieron amenazas. Él entre ellos, pero
no quiere detallar su caso.
“Nos
están viendo, no podemos hablar”, se excusa.
Una
reportera que también solicita no mencionar su nombre, aunque dice que todos al
leer la nota se darán cuenta de que ella es la informante, refiere: “Yo fui una
de las amenazadas. A Abarca le molestó que cubría las protestas que hacía el
licenciado (Arturo Hernández) Cardona. A veces recibía mensajes en los que me
decían que me iban a levantar”.
Otro
reportero revela: “Se desquitaron con mi familia. Desde la primera nota que
saqué despidieron a varios de mis familiares de su trabajo en el ayuntamiento”.
Un
documento oficial del ayuntamiento de Iguala de la Independencia, Guerrero, da
cuenta de los gastos y modificaciones presupuestales durante los primeros seis
meses de 2014. Existe un rubro de cine, radio y televisión por 298 mil pesos.
“La
mayoría de los medios estaban comprados, no sacaban nada de lo que aquí
ocurría”, asegura un miembro del cabildo que cree que se gastaba más en
mantener silenciada a la prensa.
La
regidora priista Hernández, quien junto con la perredista Mendoza fue una de
las voces críticas durante la gestión de Abarca, denuncia que todavía el lunes
6 de octubre, cuando tomaron la seguridad del municipio las nuevas autoridades,
una “mano negra” saboteó su participación en la reunión. Recibió el mensaje con
la invitación a las siete y media de la tarde, aunque la reunión había empezado
una hora antes.
“No
se han ido”
En
la esquina se ven arreglos florales y veladoras. En las casas contiguas hay
incrustaciones de balazos. La mujer empalidece cuando abre la puerta y
encuentra a una periodista que le pregunta si escuchó algo la noche del 26 de
septiembre.
Ella
mira hacia ambos lados de la calle, atenta de que nadie la vea. Susurra una
dirección donde podemos encontrarnos y cierra la puerta. La cita es en una
bodega. Allí comienza a repetir: “Si hablo me matan, si hablo me matan. Ellos
no se han ido. Ustedes no saben lo que pasa aquí. Estoy rodeada de halcones,
trabajan para ellos”.
Empieza
a llorar y, sin alzar la mirada, cuenta que en la noche los vecinos de la
colonia Juan N. Álvarez –donde la
policía arrinconó a los estudiantes– escucharon que los estudiantes de
Ayotzinapa pedían ayuda, gritaban que iban desarmados, pero los uniformados les
dispararon.
Ella
y su familia, impotentes, tirados en el suelo, las luces apagadas, no pudieron
ayudarlos. No se animaron a abrir la puerta para auxiliar a los heridos.
Un
maestro de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero
(CETEG), quien acudió a ayudar a los estudiantes baleados y sobrevivió a la
segunda balacera, tampoco se anima a decir mucho. Una noche, a oscuras dentro
de una escuela, junto con otro maestro, relata lo que vivió la noche del 26 y
la madrugada del 27.
“Lo
que tememos es lo que pueda pasar después, lo que pase después de que se vayan
todos y nos quedemos solos nosotros”, manifiesta luego de explicar cómo la
Policía Municipal siempre estuvo aliada con el narcotráfico.
Una
de las dueñas de las fondas instaladas enfrente de los separos de la Policía
Municipal, clausurados con sellos amarillos como los que se usan en las escenas
del crimen, empieza a defender a los policías pero de inmediato se calla.
No
ponga mi nombre, no se puede decir nada. Usted no sabe cómo está esto”, ruega
miedosa.
Por
las noches, aunque la ciudad está tomada por al menos 300 elementos federales
con carros artillados, el centro luce vacío, el palacio municipal sin
vigilancia, como si nadie permaneciera de guardia. Sólo se ven algunos policías
federales, cuidando sus propios vehículos y en las entradas de los hoteles
donde se hospedan.
Al
amanecer aparecen mantas con amenazas contra todos –incluidos inocentes– en
represalia por la captura de los policías.
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