¿De verdad es prudente utilizar la ley para prohibir opiniones?
Amordazados
en nombre de la libertad/Ian Buruma is Professor of Democracy, Human Rights, and Journalism at Bard College. He is the author of numerous books, including Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance and, most recently, Year Zero: A History of 1945.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Project
Syndicate |12 de febrero de 2015
Los
actos terroristas pueden infligir daños terribles, pero no pueden destruir una
sociedad abierta. Sólo quienes gobiernan nuestras democracias pueden hacerlo,
al limitar nuestras libertades en nombre de la libertad.
Shinzo
Abe, el Primer Ministro nacionalista de derecha del Japón, no necesita
demasiado aliento para endurecer las leyes sobre secretos, conceder más poderes
a la policía o volver más fácil la utilización de la fuerza militar. Las
espeluznantes ejecuciones de dos ciudadanos japoneses atrapados por terroristas
del Estado Islámico en Siria han brindado precisamente el aliento que Abe
necesita para aplicar semejantes medidas.
Pero
el Japón nunca ha sido un bastión de la libertad de expresión ni tampoco se
esfuerza demasiado en demostrar que lo sea. Francia, sí. En eso consistió sin
lugar a dudas la manifestación de solidaridad ante los ataques terroristas del
mes pasado en París. De todos los países, Francia es el que más evitaría la
trampa en que han caído otras grandes repúblicas occidentales que afirman ser
un foro de libertad en el mundo.
El
miedo a la violencia terrorista después de los ataques del 11-S hizo más daño a
la libertad de los Estados Unidos que el asesinato suicida de miles de
ciudadanos. Por miedo, los americanos permiten que su Gobierno los espíe
indiscriminadamente y que los sospechosos de terrorismo sean torturados y
encerrados indefinidamente sin juicio.
Como
la mayoría de los demás países de la Unión Europea, Francia tiene ya leyes que
prohíben la expresión del odio. No se puede insultar legalmente a las personas
por razones de raza, creencias u orientación sexual y en Francia, como en los
algunos otros países, se puede procesar a quienes nieguen la realidad del
Holocausto y otros genocidios del pasado.
El
Presidente François Hollande, que no es un nacionalista de derecha como Abe,
ahora quiere reforzar esas prohibiciones. Ha propuesto nuevas leyes que harían
responsables a entidades como Google y Facebook de cualquier “expresión de
oído” por parte de sus usuarios.
Ex
Jefes de Estado de la UE han respaldado también una propuesta de dirigentes
judíos europeos de tipificar como delito penal en todos los países de la UE no
sólo el antisemitismo y la negación del genocidio, sino también la “xenofobia”
en general. Pocas personas desearían defender expresiones de xenofobia o
antisemitismo, pero, ¿de verdad es prudente utilizar la ley para prohibir
opiniones?
En
primer lugar, no es probable que semejantes leyes, si se promulgan, reduzcan el
riesgo de actos terroristas. Prohibir la expresión de opiniones no los hará
desaparecer. Seguirán expresándose, de forma más secreta tal vez, por lo que
resultarán aún más tóxicas. Y una prohibición pública de la expresión xenófoba
no hará desaparecer la base política y social del terrorismo, en Oriente Medio
y en otras partes.
Pero
existe un peligro mayor al utilizar la ley para vigilar lo que las personas
piensen. Puede sofocar el debate público. Dicho peligro subyace a la
consideración, que aún existe en los EE.UU., de que las opiniones, por
repugnantes que sean, se deben poder expresar con libertad para que se les
puedan oponer argumentos contrarios.
Naturalmente,
sería una ingenuidad creer que los extremistas religiosos o políticos están
interesados en intercambiar opiniones, pero la incitación a la violencia
también está prohibida en los EE.UU. La Primera Enmienda de la Constitución no
protege la libertad de expresión en los casos en los que se pueda demostrar que
crean un peligro de violencia inminente.
Las
opiniones xenófobas o la negación del genocidio son repelentes, pero no
necesariamente son consecuencia de semejante amenaza. En la mayoría de las
sociedades, incluidos los EE.UU., la expresión pública de semejantes opiniones
está limitada por un firme consenso sobre lo que es socialmente respetable.
Dicho consenso cambia con el tiempo. A los editores, escritores, políticos y
otros que se expresan en público es a quienes corresponde moldearla.
Los
humoristas gráficos, los artistas, los titulares de bitácoras digitales y los
cómicos a veces gustan de desafiar el consenso de la respetabilidad. Algunos de
esos desafíos podrían escandalizar (al fin y al cabo, ésa es la intención con
frecuencia), pero, mientras no fomenten la violencia, prohibirlos por ley sería
más perjudicial que benéfico. Permitir al Gobierno que decida qué opiniones son
permisibles es peligroso no sólo porque sofoca el debate, sino también porque
los gobiernos pueden ser arbitrarios o interesados.
En
el actual clima de miedo, sería útil recordar un famoso caso de expresión del
odio en los EE.UU. En 1977, el Partido Nazi Americano se propuso hacer una
manifestación en Skokie, suburbio de Chicago con una gran población judía. Un
tribunal local, movido por el escándalo y el miedo de la opinión pública,
decidió que se debía prohibir la exhibición de esvásticas y uniformes nazis y
la distribución de octavillas. Según se sostuvo de forma totalmente
convincente, semejante manifestación sería un insulto a una comunidad de la que
formaban partes supervivientes del Holocausto.
Pero
la Unión Americana de Libertades Cívicas la impugnó por considerarla una
infracción de la Primera Enmienda. El argumento de los abogados de la Unión, la
mayoría de los cuales eran judíos progresistas, no se basaba en apoyo alguno a
los símbolos o las opiniones nazis. Su argumento era el de que, si se permite
al Gobierno prohibir opiniones que detestamos o despreciamos, se debilita
nuestro derecho a oponernos a una prohibición similar sobre opiniones con las
que podríamos estar de acuerdo.
Dicho
de otro modo, la libertad de expresión debe significar también libertad para la
expresión del odio, mientras no amenace o fomente la violencia. La mayoría de
los gobiernos europeos ya adoptan una actitud más estricta con los insultos
públicos que la Constitución de los EE.UU. Sería un gran error añadir aún más
restricciones. Los ataques terroristas están haciendo ya bastante daño en vidas
y propiedades. No hay razón para que los Gobiernos empeoren la situación
manipulando las libertades de sus ciudadanos.
Ian
Buruma is Professor of Democracy, Human Rights, and Journalism at Bard College.
He is the author of numerous books, including Murder in Amsterdam: The Death of
Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance and, most recently, Year Zero: A
History of 1945. Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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