Discurso
del papa Francisco en el Consistorio de la creación de cardenales
Ciudad
del Vaticano, 14 de febrero de 2015
Queridos
hermanos cardenales
El
cardenalato ciertamente es una dignidad, pero no una distinción honorífica.
Ya el mismo nombre de «cardenal», que remite a la palabra latina «cardo -
quicio», nos lleva a pensar, no en algo accesorio o decorativo, como una
condecoración, sino en un perno, un punto de apoyo y un eje esencial para la
vida de la comunidad. Sois «quicios» y estáis incardinados en la Iglesia de
Roma, que «preside toda la comunidad de la caridad» (Conc. Ecum. Vat. II,
Const. Lumen gentium, 13; cf. Ign. Ant., Ad Rom., Prólogo).
En
la Iglesia, toda presidencia proviene de la caridad, se desarrolla en la
caridad y tiene como fin la caridad. La Iglesia que está en Roma tiene
también en esto un papel ejemplar: al igual que ella preside en la caridad,
toda Iglesia particular, en su ámbito, está llamada a presidir en la caridad.
Por
eso creo que el «himno a la caridad», de la primera carta de san Pablo a los
Corintios, puede servir de pauta para esta celebración y para vuestro ministerio,
especialmente para los que desde este momento entran a formar parte del Colegio
Cardenalicio. Será bueno que todos, yo en primer lugar y vosotros conmigo, nos
dejemos guiar por las palabras inspiradas del apóstol Pablo, en particular
aquellas con las que describe las características de la caridad. Que María
nuestra Madre nos ayude en esta escucha. Ella dio al mundo a Aquel que es «el
camino más excelente» (cf. 1 Co 12,31): Jesús, caridad encarnada; que nos
ayude a acoger esta Palabra y a seguir siempre este camino. Que nos ayude con
su actitud humilde y tierna de madre, porque la caridad, don de Dios, crece
donde hay humildad y ternura.
En
primer lugar, san Pablo nos dice que la caridad es «magnánima» y
«benevolente». Cuanto más crece la responsabilidad en el servicio de la
Iglesia, tanto más hay que ensanchar el corazón, dilatarlo según la medida
del Corazón de Cristo. La magnanimidad es, en cierto sentido, sinónimo de
catolicidad: es saber amar sin límites, pero al mismo tiempo con fidelidad a
las situaciones particulares y con gestos concretos. Amar lo que es grande, sin
descuidar lo que es pequeño; amar las cosas pequeñas en el horizonte de las
grandes, porque «non coerceri a maximo, contineri tamen a minimo divinum est».
Saber amar con gestos de bondad. La benevolencia es la intención firme y
constante de querer el bien, siempre y para todos, incluso para los que no nos
aman.
A
continuación, el apóstol dice que la caridad «no tiene envidia; no presume;
no se engríe». Esto es realmente un milagro de la caridad, porque los seres
humanos –todos, y en todas las etapas de la vida– tendemos a la envidia y al
orgullo a causa de nuestra naturaleza herida por el pecado. Tampoco las
dignidades eclesiásticas están inmunes a esta tentación. Pero precisamente
por eso, queridos hermanos, puede resaltar todavía más en nosotros la fuerza
divina de la caridad, que transforma el corazón, de modo que ya no eres tú el
que vive, sino que Cristo vive en ti. Y Jesús es todo amor.
Además,
la caridad «no es mal educada ni egoísta». Estos dos rasgos revelan que quien
vive en la caridad está des-centrado de sí mismo. El que está auto-centrado
carece de respeto, y muchas veces ni siquiera lo advierte, porque el «respeto»
es la capacidad de tener en cuenta al otro, su dignidad, su condición, sus
necesidades. El que está auto-centrado busca inevitablemente su propio
interés, y cree que esto es normal, casi un deber. Este «interés» puede estar
cubierto de nobles apariencias, pero en el fondo se trata siempre de «interés
personal». En cambio, la caridad te des-centra y te pone en el verdadero
centro, que es sólo Cristo. Entonces sí, serás una persona respetuosa y
preocupada por el bien de los demás.
La
caridad, dice Pablo, «no se irrita; no lleva cuentas del mal». Al pastor que
vive en contacto con la gente no le faltan ocasiones para enojarse. Y tal vez
entre nosotros, hermanos sacerdotes, que tenemos menos disculpa, el peligro de
enojarnos sea mayor. También de esto es la caridad, y sólo ella, la que nos
libra. Nos libra del peligro de reaccionar impulsivamente, de decir y hacer
cosas que no están bien; y sobre todo nos libra del peligro mortal de la ira
acumulada, «alimentada» dentro de ti, que te hace llevar cuentas del mal
recibido. No. Esto no es aceptable en un hombre de Iglesia. Aunque es posible
entender un enfado momentáneo que pasa rápido, no así el rencor. Que Dios
nos proteja y libre de ello.
La
caridad, añade el Apóstol, «no se alegra de la injusticia, sino que goza con
la verdad». El que está llamado al servicio de gobierno en la Iglesia debe
tener un fuerte sentido de la justicia, de modo que no acepte ninguna
injusticia, ni siquiera la que podría ser beneficiosa para él o para la
Iglesia. Al mismo tiempo, «goza con la verdad»: ¡Qué hermosa es esta
expresión! El hombre de Dios es aquel que está fascinado por la verdad y la
encuentra plenamente en la Palabra y en la Carne de Jesucristo. Él es la
fuente inagotable de nuestra alegría. Que el Pueblo de Dios vea siempre en
nosotros la firme denuncia de la injusticia y el servicio alegre de la verdad.
Por
último, la caridad «disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin
límites, aguanta sin límites». Aquí hay, en cuatro palabras, todo un
programa de vida espiritual y pastoral. El amor de Cristo, derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo, nos permite vivir así, ser así:
personas capaces de perdonar siempre; de dar siempre confianza, porque estamos
llenos de fe en Dios; capaces de infundir siempre esperanza, porque estamos
llenos de esperanza en Dios; personas que saben soportar con paciencia toda
situación y a todo hermano y hermana, en unión con Jesús, que llevó con
amor el peso de todos nuestros pecados.
Queridos
hermanos, todo esto no viene de nosotros, sino de Dios. Dios es amor y lleva a
cabo todo esto si somos dóciles a la acción de su Santo Espíritu. Por tanto,
así es como tenemos que ser: incardinados y dóciles. Cuanto más incardinados
estamos en la Iglesia que está en Roma, más dóciles tenemos que ser al
Espíritu, para que la caridad pueda dar forma y sentido a todo lo que somos y
hacemos. Incardinados en la Iglesia que preside en la caridad, dóciles al
Espíritu Santo que derrama en nuestros corazones el amor de Dios (cf. Rm 5,5).
Que así sea.
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