Homilía dominical del papa Francisco con nuevos cardenales sobre la
caridad
VATICANO,
15 Feb. 15 /
LA homilía, gracias a la traducción de Radio Vaticano:
Imaginen
cuánto sufrimiento y cuánta vergüenza debía sentir un leproso: físicamente,
socialmente, psicológicamente y espiritualmente. No es sólo víctima de una
enfermedad, sino que también se siente culpable, castigado por sus pecados. Es
un muerto viviente, como «si su padre le hubiera escupido en la cara» (Nm
12,14).
Además,
el leproso infunde miedo, desprecio, disgusto y por esto viene abandonado por
los propios familiares, evitado por las otras personas, marginado por la
sociedad, es más, la misma sociedad lo expulsa y lo fuerza a vivir en lugares
alejados de los sanos, lo excluye. Y esto hasta el punto de que si un individuo
sano se hubiese acercado a un leproso, habría sido severamente castigado y,
muchas veces, tratado, a su vez, como un leproso.
La
finalidad de esa norma de comportamiento era la de salvar a los sanos, proteger
a los justos y, para salvaguardarlos de todo riesgo, marginar el peligro,
tratando sin piedad al contagiado. De aquí, que el Sumo Sacerdote Caifás
exclamase: «Conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación
entera» (Jn 11,50).
Integración:
Jesús revoluciona y sacude fuertemente aquella mentalidad cerrada por el miedo
y recluida en los prejuicios. Él, sin embargo, no deroga la Ley de Moisés, sino
que la lleva a plenitud (cf. Mt 5, 17), declarando, por ejemplo, la ineficacia
contraproducente de la ley del talión; declarando que Dios no se complace en la
observancia del Sábado que desprecia al hombre y lo condena; o cuando ante la
mujer pecadora, no la condena, sino que la salva de la intransigencia de
aquellos que estaban ya preparados para lapidarla sin piedad, pretendiendo aplicar
la Ley de Moisés.
Jesús
revoluciona también las conciencias en el Discurso de la montaña (cf. Mt 5)
abriendo nuevos horizontes para la humanidad y revelando plenamente la lógica
de Dios. La lógica del amor que no se basa en el miedo sino en la libertad, en
la caridad, en el sano celo y en el deseo salvífico de Dios, Nuestro Salvador,
«que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm
2,4). «Misericordia quiero y no sacrifico» (Mt 12,7; Os 6,6).
Jesús,
nuevo Moisés, ha querido curar al leproso, ha querido tocar, ha querido
reintegrar en la comunidad, sin autolimitarse por los prejuicios; sin adecuarse
a la mentalidad dominante de la gente; sin preocuparse para nada del contagio.
Jesús responde a la súplica del leproso sin dilación y sin los consabidos
aplazamientos para estudiar la situación y todas sus eventuales consecuencias.
Para Jesús lo que cuenta, sobre todo, es alcanzar y salvar a los lejanos, curar
las heridas de los enfermos, reintegrar a todos en la familia de Dios. Y eso
escandaliza a algunos.
Jesús
no tiene miedo de este tipo de escándalo. Él no piensa en las personas obtusas
que se escandalizan incluso de una curación, que se escandalizan de cualquier
apertura, a cualquier paso que no entre en sus esquemas mentales o
espirituales, a cualquier caricia o ternura que no corresponda a su forma de
pensar y a su pureza ritualista. Él ha querido integrar a los marginados,
salvar a los que están fuera del campamento (cf. Jn 10).
Son
dos lógicas de pensamiento y de fe: el miedo de perder a los salvados y el
deseo de salvar a los perdidos. Hoy también nos encontramos en la encrucijada
de estas dos lógicas: a veces, la de los doctores de la ley, o sea, alejarse
del peligro apartándose de la persona contagiada, y la lógica de Dios que, con
su misericordia, abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien,
la condena en salvación y la exclusión en anuncio.
Estas
dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar. San
Pablo, dando cumplimiento al mandamiento del Señor de llevar el anuncio del
Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Mt 28,19), escandalizó
y encontró una fuerte resistencia y una gran hostilidad sobre todo de parte de
aquellos que exigían una incondicional observancia de la Ley mosaica, incluso a
los paganos convertidos. También san Pedro fue duramente criticado por la
comunidad cuando entró en la casa de Cornelio, el centurión pagano (cf. Hch
10).
El
camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el
camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración. Esto no quiere
decir menospreciar los peligros o hacer entrar los lobos en el rebaño, sino
acoger al hijo pródigo arrepentido; sanar con determinación y valor las heridas
del pecado; actuar decididamente y no quedarse mirando de forma pasiva el
sufrimiento del mundo.
El
camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la
misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el
camino de la Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto para ir a
buscar a los lejanos en las “periferias” de la existencia; es el de adoptar
integralmente la lógica de Dios; el de seguir al Maestro que dice: «No
necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5,31-32).
Curando
al leproso, Jesús no hace ningún daño al que está sano, es más, lo libra del
miedo; no lo expone a un peligro sino que le da un hermano; no desprecia la Ley
sino que valora al hombre, para el cual Dios ha inspirado la Ley. En efecto,
Jesús libra a los sanos de la tentación del «hermano mayor» (cf. Lc 15,11-32) y
del peso de la envidia y de la murmuración de los trabajadores que han
soportado el peso de la jornada y el calor (cf. Mt 20,1-16).
En
consecuencia: la caridad no puede ser neutra, indiferente, tibia o imparcial.
La caridad contagia, apasiona, arriesga y compromete. Porque la caridad
verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita (cf. 1Cor 13). La
caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje adecuado para comunicar con
aquellos que son considerados incurables y, por lo tanto, intocables.
El
contacto es el auténtico lenguaje que transmite, fue el lenguaje afectivo, el
que proporcionó la curación al leproso. ¡Cuántas curaciones podemos realizar y
transmitir aprendiendo este lenguaje! Era un leproso y se hay convertido en
mensajero del amor de Dios. Dice el Evangelio: «Pero cuando se fue, empezó a
pregonar bien alto y a divulgar el hecho» (Mc 1,45).
Queridos
nuevos Cardenales, ésta es la lógica de Jesús, éste es el camino de la Iglesia:
no sólo acoger y integrar, con valor evangélico, aquellos que llaman a la
puerta, sino ir a buscar, sin prejuicios y sin miedos, a los lejanos,
manifestándoles gratuitamente aquello que también nosotros hemos recibido
gratuitamente. «Quien dice que permanece en Él debe caminar como Él caminó»
(1Jn 2,6). ¡La disponibilidad total para servir a los demás es nuestro signo
distintivo, es nuestro único título de honor!
En
esta Eucaristía que nos reúne entorno al altar, invocamos la intercesión de
María, Madre de la Iglesia, que sufrió en primera persona la marginación
causada por las calumnias (cf. Jn 8,41) y el exilio (cf. Mt 2,13-23), para que
nos conceda el ser siervos fieles de Dios.
Ella,
que es la Madre, nos enseñe a no tener miedo de acoger con ternura a los
marginados; a no tener miedo de la ternura y de la compasión; nos revista de
paciencia para acompañarlos en su camino, sin buscar los resultados del éxito
mundano; nos muestre a Jesús y nos haga caminar como Él.
Queridos
hermanos, mirando a Jesús y a nuestra Madre María, los exhorto a servir a la
Iglesia, en modo tal que los cristianos – edificados por nuestro testimonio –
no tengan la tentación de estar con Jesús sin querer estar con los marginados,
aislándose en una casta que nada tiene de auténticamente eclesial.
Los
invito a servir a Jesús crucificado en toda persona marginada, por el motivo
que sea; a ver al Señor en cada persona excluida que tiene hambre, que tiene
sed, que está desnuda; al Señor que está presente también en aquellos que han
perdido la fe, o que, alejados, no viven la propia fe; al Señor que está en la
cárcel, que está enfermo, que no tiene trabajo, que es perseguido; al Señor que
está en el leproso – de cuerpo o de alma -, que está discriminado. No
descubrimos al Señor, si no acogemos auténticamente al marginado.
Recordemos
siempre la imagen de san Francisco que no ha tenido miedo de abrazar al leproso
y de acoger aquellos que sufren cualquier tipo de marginación. En realidad,
sobre el evangelio de los marginados, se descubre y se revela nuestra
credibilidad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario