Combatid por Alá […]pero no os excedáis; Alá no ama a los que se exceden” (2:190); El Coran
Religión
y violencia/José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España (Pons / Crítica).
El
País | 15 de febrero de 2015
El
abominable atentado contra el Charlie Hebdo,uno más de los actos terroristas
acogidos al manto de la yihad islámica, ha vuelto a poner sobre la mesa la
relación entre religión y violencia. Una relación que choca, en principio, con
la idea de que los mensajes religiosos son la base que sustenta principios
morales universales entre sus creyentes. Los musulmanes del mundo entero, desde
luego, se han apresurado a condenar estos asesinatos, protestando que nada
tienen que ver con las doctrinas predicadas en el Corán. Pero la historia
registra demasiadas matanzas en nombre de la fe como para que aceptemos, sin
más, tan angélicas protestas.
En
nuestro descreído mundo europeo, hoy se tiende a pensar, más bien, lo
contrario: que hay algo inherente a las religiones (especialmente a ciertas
religiones) que convierte a sus fieles en peligrosos para quienes no comulgamos
con sus ideas; que la religión, basada en la fe y no en la razón —al contrario
que el pensamiento científico—, fomenta la violencia. De ahí a decir que el
terrorismo tiene una raíz religiosa no hay más que un paso.
Es cierto
que el Corán contiene mensajes pacíficos: “Combatid por Alá […]pero no os
excedáis; Alá no ama a los que se exceden” (2:190); “Si pones la mano sobre mí
para matarme, yo no voy a ponerla sobre ti, porque temo a Alá, señor del
universo” (5:28); “Quien mate a una persona es como si matara a toda la
humanidad; quien da la vida a uno, como si la diera a toda la humanidad”
(5:33). Pero tan bellos consejos se olvidan cuando el profeta prescribe qué
hacer con los no creyentes, a quienes “ni su hacienda ni sus hijos les servirán
de nada” sino como “combustible para el fuego” (3:10); “Que no crean los
infieles que van a escapar. ¡No podrán! Preparad contra ellos toda la fuerza,
toda la caballería…” (8:59); “¡Creyentes! ¡Combatid contra los infieles que
tengáis cerca! ¡Sed duros! ¡Sabed que Alá está con los que le temen!” (9:123);
“Matad a los idólatras donde quiera que les encontréis; capturadlos, sitiadlos,
tendedles emboscadas por todas partes” (9:5).
Mensajes
igualmente contradictorios se encuentran en el Antiguo Testamento. El mismo
Levítico que prescribe “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (19:18)
recomienda: “Perseguiréis a vuestros enemigos, que caerán ante vosotros al filo
de la espada” (26:7-8). Y Jehová ordena a Saúl el genocidio de los amalaquitas con
terribles palabras: “No perdones; mata a hombres, mujeres y niños, incluidos
los de pecho” (Sam., I, 15:3). En los Evangelios, Jesucristo aconseja al que
sea abofeteado ofrecer la otra mejilla y, si quieren quitarnos la túnica,
regalar también el manto (Mat., 5:39), pero también advierte de que “no vine a
poner paz sobre la tierra, sino espada” (Mat., 10:34). En los momentos previos
al prendimiento, previene al discípulo desarmado que “venda su manto y compre
una espada”; instantes después, al llegar la cuadrilla que le busca, uno de los
discípulos pregunta: “Señor, ¿herimos con la espada?”, y, antes de recibir
respuesta, corta la oreja de uno de ellos; Jesús le dice: “Basta ya”, y cura la
oreja cortada (Luc., 22:36-51). Pero ese mismo personaje manso se deja llevar
por la indignación y la emprende a latigazos con los mercaderes del templo.
Si
de los textos revelados pasamos a la historia cristiana, encontraremos
igualmente ejemplos para las conductas más dispares. Un belicoso y antisemita
se acogerá a precedentes como Domingo de Guzmán o Vicente Ferrer, por mencionar
solo a los santificados, o invocará las Cruzadas o la Inquisición; uno pacífico
y ecologista, a Francisco de Asís, Las Casas o Teresa de Calcuta. Un
nacionalista conservador celebrará la memoria de Recaredo o Isabel la Católica;
un izquierdista, la del jesuita Ellacuría o el arzobispo Óscar Romero. Un
misógino encontrará en las escrituras mil frases y conductas que ratificarán
sus prejuicios; pero a un feminista no le faltarán pasajes bíblicos en los que
apoyarse.
En
la historia, el islam no se ha distinguido de otras religiones por una especial
intolerancia o sed de sangre. Refiriéndonos a nuestra Península, la zona
musulmana fue más tolerante que la cristiana. Los cristianos sobrevivieron y
practicaron su culto bajo el califato de Córdoba, mientras que los musulmanes
fueron obligados a convertirse o salir de la monarquía católica —e incluso
convertidos, algunos sinceramente, sufrieron nueva expulsión un siglo más
tarde—.
En
Europa, la reforma luterana abrió un período particularmente sangriento, con
hechos como La Noche de San Bartolomé, en la que los católicos franceses
pasaron por el cuchillo a varios miles de protestantes. En el siglo XX, las
mayores masacres, con millones de víctimas, han sido de inspiración pagana pero
se han producido en una Europa de raíces culturales cristianas; parecidas han
sido algunas matanzas asiáticas, en zonas de tradición religiosa taoísta,
budista o confuciana.
Pocos
hechos comparables se registran en el mundo musulmán, salvo el genocidio
armenio —tampoco estrictamente religioso—. La ferocidad actual de Al Qaeda o
del Estado Islámico no debe hacernos olvidar a personajes como Malala
Yousafzai, que arriesga su vida en defensa de la educación de las niñas, o los
abogados iraníes o paquistaníes encarcelados o asesinados por defender los
derechos humanos y la tolerancia religiosa. Son héroes de la libertad y son
musulmanes.
Con
lo que, al final, ni los textos ni las conductas ejemplares permiten distinguir
radicalmente entre unas religiones y otras. Todos los mensajes revelados son
maleables; todos necesitan arduos trabajos de glosa e interpretación; en todos
encontramos afirmaciones que ratifican nuestras posturas preconcebidas. Las
doctrinas, además, no se traducen de manera automática en acción. Son los
intolerantes y fanáticos los que se escudan en los mensajes que les convienen
para justificar sus pulsiones. Más útil, por tanto, que comparar textos me
parece comparar las situaciones históricas en las que se hallan las identidades
culturales.
Porque
la religión es una identidad colectiva, semejante al linaje o la nación. Una
identidad que nos adscribe a un determinado grupo humano, del que recibimos
nombre y cultura. Y la identidad es muy distinta a las creencias, como
demuestra el simple hecho de que en España el porcentaje de quienes se
consideran católicos sea superior al de aquellos que declaran creer en Dios.
Esas
identidades culturales, de las que forma parte la religión, pasan por distintas
fases. Cuando nuestra forma de vida es envidiada e imitada por todos, podemos
ser optimistas y generosos. Pero cuando está postergada, y corre el riesgo de
desaparecer, surgen las tensiones y las reacciones violentas.
En
los últimos siglos, las identidades religiosas tradicionales han tenido que
adaptarse al choque con la modernidad. El catolicismo sufrió el embate del
luteranismo, de las revoluciones filosófica y científica, la Ilustración, la
industrialización, las revoluciones liberales, la democracia. Enfurruñado ante
la incomprensión universal, Pío IX condenó la modernidad in toto y se encerró
en el Vaticano. Pero otro Papa, 70 años después, abandonó el encierro y aceptó
lo inevitable. Lo inevitable era la separación entre la Iglesia y el poder
político, la libertad de opinión, la diversidad de creencias entre los
ciudadanos, la desaparición del papel del clero como monopolizador de las
verdades sociales.
El
islam —como cultura, no como religión— no ha tenido protestantismo, ilustración
ni revoluciones liberales. Y sigue sin adaptarse a la modernidad en, al menos,
tres terrenos fundamentales: la separación Iglesia-Estado, lograda en Occidente
tras la huella ilustrada; la igualdad de géneros, conquista de los movimientos
feministas del XIX y XX; y la pluralidad de creencias como base de la
convivencia libre. Sin aceptar estos principios, las tensiones que produce el
impacto de la modernidad llevarán a la crispación y, en los más locos, a la
violencia asesina. Con lo cual, al final, resulta que sí, que en el islam hay
problemas específicos que generan tensiones y, en casos extremos, terrorismo.
Aunque no se derivan de sus doctrinas —tan maleables como otras—, sino de su
inadaptación a la modernidad.
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