Sandra
Ávila: otro gran fracaso de Calderon/JULIO
SCHERER GARCÍA
Proceso No 1998, 14 de febrero de 2015
Desde
que la aprehendieron en septiembre de 2007, aseguró que el poder se ensañaba
contra ella. Y, al menos en México, nadie le pudo comprobar ningún delito:
Después de siete años presa –tanto en este país como en Estados Unidos– Sandra
Ávila Beltrán libró la última acusación que la mantenía encarcelada. A mediados
de 2008 conversó con Julio Scherer Gracía, fundador de Proceso, e insistió en
su inocencia. “Felipe Calderón se lanzó en mi contra (…) me acusó sin pruebas”,
declaró. La entrevista fue publicada en el libro La Reina del Pacífico: es la
hora de contar, y una parte fue reproducida por Proceso en 2013. Ahora se
republica ese trabajo, que adquiere un cariz distinto después de que Ávila Beltrán
fuera puesta en libertad el sábado 7.
–Yo
no oculto mi vida. Digo lo que soy. Pero el gobierno sí la oculta. Dice lo que
no soy. Todavía le sirvo para su propaganda. La Reina del Pacífico, personaje a
lo Pérez-Reverte, en una cárcel mexicana, nada menos. Un gol, como diría Felipe
Calderón, expresión que lastima, frívola en la dolorosa realidad cotidiana. La
tragedia, la lista de muertos que crece todos los días, no es asunto del
futbol. Pero mi imagen pública se irá gastando hasta agotarse. El gobierno no
podrá probar que soy delincuente porque no lo soy. Entonces enfrentará su
propia disyuntiva: la cárcel, la infamia que no podrá ocultar o mi libertad.
–He
leído que en ningún sitio se piensa más en la libertad como en la cárcel.
Encerrada, ¿qué piensa usted de la libertad?
–Pienso
más en la injusticia que en la libertad.
–Pero,
¿qué piensa de la libertad?
–La
pienso como un sueño, amar con alegría y saberme dueña de mis decisiones. En la
cárcel la palabra “no” está prohibida. Aquí sólo cuenta el “sí”, “sí”, “sí”.
Libre, gritaría “no” todos los días.
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Sandra
Ávila sigue la información que se ocupa del narco y todo lo que le atañe. No
les cree a los medios, menos que a ninguno a los noticieros de la televisión.
“Su manipulación la he sufrido, me consta”, dice. Pero la noticia “sin rollo”
la atrapa y así sean unos minutos puede escapar del síndrome carcelario, la
depresión.
Cuenta:
–Anoche
vi al presidente en la tele. Dijo que la guerra contra el crimen organizado
será cruenta y larga, pero sin duda la ganará el gobierno y ya la va ganando.
Yo no creo que así vayan a darse las cosas.
–¿Por
qué? –acudo a la pregunta lineal.
–El
narcotráfico y la corrupción forman parte de un mismo problema. Se alimentan.
–Causa
y efecto, efecto y causa, causa y efecto, efecto y causa, hasta que acaban
siendo lo mismo –interrumpo.
–Sí,
creo que sí. No hay manera de combatir el crimen organizado sin combatir la
corrupción del gobierno. La guerra es una sola y no habrá manera de ganar media
guerra.
En
el diálogo también preguntan los ojos, las manos, el comportamiento del cuerpo.
Escucho, en el silencio de las palabras, un “¿usted qué opina?”. Pienso que la
corrupción está en el origen de los males que agravian a una nación que alguna
vez soñó que podría acercarse a la equidad. La corrupción genera corrupción y
en México ha sido imparable. Ha crecido, me parece, en proporciones
geométricas.
Y
digo a Sandra Ávila:
–Largo
tiempo debió transcurrir para que el país descendiera a los niveles de
corrupción en los que ahora se encuentra y muchos años habrán de transcurrir
para que pueda limpiarse la costra dura que impide la salida de la sangre
envenenada.
Callo.
Para qué más.
Sandra
Ávila:
–Yo
pienso que el gobierno de Calderón se entendió con el gobierno de Fox, juntos
al final de cuentas. Vicente Fox y Marta Sahagún vivieron como quisieron y
robaron como les dio la gana. Ahora, ni quien se meta con ellos.
–¿Habla
usted con rencor?
–No
podría evitarlo. Me aprehendieron hace 10 meses y aquí estoy. Ni culpable ni inocente,
de un lado para el otro. Llevo ya 300 días en la cárcel, 300 pequeños infiernos
de un infierno grande. Pero no hablo con odio. Querría que se acabaran esas
matanzas que van a durar y durar. Pesa el rencor. Han destruido mi vida y
contra eso tendré que luchar. Me marcaron. Me tengo que limpiar.
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Con
una voz que raspa, dice:
–El
día de mi captura, Felipe Calderón se lanzó en mi contra. Olvidó que es
presidente y me acusó sin pruebas. Dijo que soy enlace con los cárteles de
Colombia. Se creyó la ley. El poder no es para eso.
“En
mi caso, sus palabras las sentí como una avalancha que se me venía encima.
Llegó a decir que soy una de las delincuentes más peligrosas de América Latina
y en su ignorancia me llamó la Reina del Pacífico o del Sur, así, literalmente,
una u otra. Cualquiera sabe que la Reina del Sur es un personaje de ficción del
escritor Pérez-Reverte, y yo de ficción nada tengo, que de carne y hueso soy.
En términos parecidos, Felipe Calderón se lanzó contra Juan Diego Espinosa.
“¿Qué
derecho le asistía para abusar del poder como lo hizo? Además, poco sabe de
esos asuntos. ¿Tiene idea de que a los capos los resguardaban decenas,
centenares de guardaespaldas y que en mi caso no hubo quien me protegiera, un
solo hombre, una sola escolta, siendo, como dijo, una de las figuras más
importantes del narcotráfico en América Latina? ¿Tuvo en cuenta que,
peligrosísima como soy, fui aprehendida en el Vips de San Jerónimo, sin un solo
jaloneo? Calderón me citó con mi nombre y mi nombre lo infama. Yo siempre podré
decir: me marcó. Y él no podrá negarlo. Con él, el abuso del poder se da con
todas las ventajas. Un presidente, nada menos, que condena desde sus alturas
inaccesibles.”
–Usted
es leyenda y, le guste o no le guste, se le conoce como la Reina del Pacífico.
¿De dónde parte la historia, un capítulo de su vida?
–Yo
era conocida por mi manera de ser, sociable y amiguera. También por mis
parejas. Alternaba con los hombres y me consentían. El día de mi consignación
por la Procuraduría de la República todo cambió. Mi casa de Guadalajara fue
allanada. También la de mi mamá. Se me involucró con un barco, denunciado por
la DEA, que transportaba droga; y el escritor Arturo Pérez-Reverte tuvo éxito
internacional con La Reina del Sur. La heroína de su libro, Teresa Montoya, es
de Culiacán, y yo había vivido en Culiacán, y soy de Tijuana, pero también soy
de Culiacán. Mi asunto, la captura escandalosa y simple en un Vips, llegó a la
procuraduría y se habló de mí. Me cuenta Ricardo Sodi, mi abogado, que precisamente
en la Procu se habló del seudónimo.
“En
2004 se escuchaba un corrido a la Reina del Pacífico. El corrido se llama
‘Fiesta en la Sierra’. Los Tucanes de Tijuana no estuvieron ahí, pero alguien
tuvo que contarles, narrarles exactamente cómo fue la fiesta, porque en verdad
la letra estuvo muy apegada a lo que ocurrió. Más tarde, para halagarme,
algunos amigos me regalaron ese corrido en bonita letra escrita.”
–¿Por
qué no lo canta? Cántelo, señora.
Su
silencio es para ella.
El
corrido completo, cantado por Los Tucanes, subraya la convivencia entre
narcotraficantes y federales.
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Sandra
Ávila fue detenida el 28 de septiembre de 2007. El 29 de septiembre de 2007, el
Ministerio Público de la Federación adscrito a la Subprocuraduría de
Investigaciones Especiales en Delincuencia Organizada (SIEDO) informó del
ejercicio de la acción penal en contra de la Reina del Pacífico, quien fue
recluida en el Centro de Readaptación Social Femenil Santa Martha Acatitla por
su probable comisión de los delitos de delincuencia organizada, contra la salud
en la modalidad de fomento para posibilitar la ejecución de dicho ilícito y
operaciones con recursos de procedencia ilícita.
–La
víspera de mi captura dormí mal. A las 9:30 de la mañana recordé un pendiente.
Unos amigos me esperaban en el Vips de San Jerónimo. Al llegar al desayuno,
estacioné mi camioneta BMW, miré alrededor, temerosa de las personas y de las
sombras. Ya sabía sin saber lo que me esperaba.
“El
desayuno duró un par de horas. Mientras platicábamos, una señora me alteró. De
pie, mirándome, hizo una llamada por teléfono y después fue a su carro.
“Pedimos
la cuenta y aún tardamos un rato platicando en el estacionamiento. Ahí pude
observar un vehículo lleno de gente. Les digo a mis amigos: ‘No me gustan ésos’.
Me contestaron: son gente del senador Bartlett, que está adentro, en el área de
las revistas. Nerviosa, quise platicar como si nada. Nos besamos todos en la
mejilla. Nos despedimos, y al tiempo que abría la portezuela de mi camioneta y
me disponía a abordarla, se me vinieron encima esas sombras a las que tanto
temía y de las que ya sabía, porque las había soñado, sombras horribles.
“Yo
ignoraba de quiénes se trataba, si policías, secuestradores o enemigos
encubiertos. Les pedí que se identificaran y me enseñaron una credencial. Me
jaloneaban. Eran monólogos autoritarios, en el tono de un tú despreciativo:
“‘Identifícate,
identifícate’. ‘Bájate, acompáñanos’. ‘Identifícate’. ‘A ver, a ver, déjame
verla bien’. Tuve ante la cara, casi pegadas, las credenciales, una, dos, tres.
Me sentí un poquito mejor. A lo mejor hasta eran policías y, de serlo, por lo
pronto no me matarían.”
–¿Eran
policías?
–Era
la PGR. En el trayecto, uno sacó un oficio al tiempo que me preguntaba: “¿Usted
es Sandra Ávila Beltrán?”. “Sí”. Tuve entre las manos una hoja que llevaba mi
nombre y escuché: “Es una orden de presentación con fines de extradición”. Me
calmé un poco. Había una causa: mi detención. En fin, no era la fatalidad del
secuestro o el crimen o lo que fuera.
“Enseguida,
me preguntaron por Juan Diego. Respondí que de él, nada sabía. Me amenazaron.
Me llevaron supuestamente a las oficinas de la SIEDO. Después me entero de que
no es la SIEDO la que me detiene sino la Policía Federal Preventiva (PFP).
Vuelve la angustia: los policías también secuestran y matan.
“En
la SIEDO me ofrecieron comida, evitaron los separos y me tuvieron en las
oficinas. Cuando ya me iban a sacar para trasladarme aquí, a Santa Martha, en
la noche, como a las 11:30, me di cuenta de que también tenían a Juan Diego.”
–¿Cómo
se da cuenta?
–Cuando
me van sacando, alcanzo a ver que a Juan Diego le están tomando fotos.
–¿Y
hablan ustedes?
–No.
–¿Cómo
siguen las horas?
–No
me toman declaración. Me hacen muchas preguntas, me toman varias fotografías. Y
me muestran otras. Señalando a un sujeto, preguntan: “¿Lo conoces?”. Se trata
de una fotografía donde estamos él, mi esposo y yo. Contesto que no. “¿Cómo se
llama?”, insisten. “No sé”. “Sí sabes. ¿Cómo se llama? Dinos cómo se llama”.
“No sé su nombre”. Siguen insistiendo, cuatro o cinco veces. Entonces, uno me
dice: “Es el Mayo Zambada”. A lo que respondo: “Entonces para qué me estás
preguntando, si tú sabes. Han de ser hasta amigos”. Y nada más se me quedan
mirando, así como con rabia, con ganas de muchas cosas. Les dije: “A ustedes es
a quienes debían detener, no a mí. Ustedes son los que protegen a la
delincuencia”. “¿Nos has visto alguna vez?”. “Sí –les dije–, a todos ustedes,
en fiestas siempre, aquí no entra nada ni nadie si no es por ustedes”.
Me
mostraron varias fotografías de mi esposo, mías, de otras personas. Unas fotos
de mi boda con gente que de veras asistió, pero que yo no conozco o no
recuerdo. “¿Éste quién es?”. “Pues no sé, invitados de mi esposo”. Imagínense,
eran fotos de hace 20 años. Esas mismas personas habrán cambiado. Al Mayo
Zambada no lo reconocería después de 20 años de haber conversado con él. “La
foto puede ser una prueba, pero por ahora es un indicio serio. Aténgase”,
escuchaba.
–¿Qué
sigue, señora? –le pregunto.
–Me
trajeron aquí, a Santa Martha. Me internaron a la media noche. Me sentía
helada. Estábamos a finales de septiembre. Yo traía un abrigo de mink por el
frío de la mañana, era un abrigo corto. Me lo quitaron.
–¿Reclamó
el abrigo?
–Sí,
pero no me lo devolvieron. Son unos rateros. Aquí me metieron en una celda,
sola, y no me dieron ni una cobija para taparme. Pasé toda la noche tiritando,
agachada, metiendo mi cabeza entre las piernas para calentarme un poquito. Me
echaban las luces y me gritaban: “Duérmete”. Callada, nada más los miraba y
volvía a agachar la cabeza y al rato venían y me echaban las luces.
“Pensé
que se trataba de un proceso, y que éste tarde o temprano tendría que suceder.
Sería mejor aclararlo todo y demostrar la verdad. Mis amigas me platicarían,
entre otras cosas, que también se decía que alguien me quería matar.”
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