La población
y el papa/Peter Singer is Professor of Bioethics at Princeton University and Laureate Professor at the University of Melbourne. His books include Animal Liberation, Practical Ethics, One World, The Ethics of What We Eat (with Jim Mason), Rethinking Life and Death, and, most recently, The Point of View of the Universe, co-authored with Katarzyna de Lazari-Radek. In 2013, he was named the world’s third “most influential contemporary thinker” by the Gottlieb Duttweiler Institute.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
Project
Syndicate | 13 de febrero de 2015
Durante
el regreso del papa Francisco a Roma desde las Filipinas el mes pasado, les
contó a los periodistas sobre una mujer que había tenido siete hijos por
cesárea y estaba nuevamente embarazada. Eso fue, dijo, «tentar a Dios». Le
preguntó si deseaba dejar a siete huérfanos. Los católicos han aprobado formas
de control de la natalidad, prosiguió, y deben practicar la «paternidad
responsable», en vez de reproducirse «como conejos».
Si
bien el comentario sobre los «conejos» de Francisco tuvo amplia cobertura en
muchos medios, menos informaron que también afirmó que ninguna institución
externa debe imponer sus ideas sobre la regulación del tamaño familiar al mundo
en vías de desarrollo. «Todos los pueblos» insistió, deben poder mantener sus
identidades sin ser «colonizados ideológicamente».
La
ironía de esta aseveración es que en las Filipinas, un país con más de 100
millones de personas de las cuales cuatro de cada cinco son católicas romanas,
es precisamente la iglesia la que ha funcionado como colonizador ideológico. Es
la iglesia, después de todo, la que ha buscado vigorosamente imponer su
negativa a la anticoncepción en la población, oponiéndose incluso a la
provisión de anticonceptivos por el gobierno a los pobres rurales.
Mientras
tanto, las encuestas han mostrado reiteradamente que la mayoría de los
filipinos están a favor de la disponibilidad de anticonceptivos, algo que no
sorprende dado que los métodos de control de la natalidad aprobados por la
iglesia y mencionados por Francisco han demostrado ser menos confiables que las
alternativas modernas. Resulta difícil creer que si las Filipinas hubieran sido
colonizadas por, digamos, la Inglaterra protestante en vez de la España
católica, el uso de anticonceptivos sería un problema hoy.
La
cuestión mayor que Francisco trae a discusión, sin embargo, es la legitimidad
de las agencias externas para promover la planificación familiar en los países
en desarrollo. Hay varios motivos que la avalan. En primer lugar, dejando de
lado la cuestión «ideológica» de si la planificación familiar es un derecho,
existe abrumadora evidencia que muestra que la falta de acceso a la
anticoncepción es mala para la salud femenina.
Los
embarazos frecuentes, especialmente en países sin atención sanitaria universal
moderna, están asociados con una elevada mortalidad derivada de la maternidad.
La asistencia de las agencias externas para ayudar a que los países en
desarrollo reduzcan las muertes prematuras de mujeres no es seguramente una
«colonización ideológica».
En
segundo lugar, cuando los nacimientos son más espaciados, a los niños les va
mejor, tanto físicamente como en términos de sus logros educativos. Todos
debiéramos estar de acuerdo en que es deseable que las organizaciones de ayuda
promuevan la salud y la educación de los niños en los países en desarrollo.
El
motivo más amplio y controvertido para promover la planificación familiar, sin
embargo, es que proporcionarla a todos quienes la desean redunda en beneficio
de los siete millones de personas que habitamos el mundo y de las generaciones
que, a menos que ocurra un desastre, debieran poder vivir en el planeta durante
incalculables milenios. Es aquí donde la relación entre el cambio climático y
el control de la natalidad debe pasar al primer plano.
Los
hechos clave del cambio climático son bien conocidos: la atmósfera de nuestro
planeta ya ha absorbido tal cantidad de gases de efecto invernadero producidos
por los seres humanos que el calentamiento global está en camino, con más olas
de calor extremo, sequías e inundaciones que nunca antes. Los hielos del océano
Ártico se están derritiendo y el creciente nivel del mar amenaza con inundar
regiones costeras bajas y densamente pobladas en muchos países. Si cambian los
regímenes de precipitaciones, cientos de millones de personas podrían
convertirse en refugiados climáticos.
Además,
la abrumadora mayoría de los científicos en los campos relevantes cree que
vamos camino a superar el nivel de calentamiento global en el cual los
mecanismos de retroalimentación se activarán y el cambio climático se tornará
incontrolable, con consecuencias impredecibles y posiblemente catastróficas.
A
menudo se señala que son los países ricos quienes han causado el problema,
debido a sus mayores emisiones de gases de efecto invernadero durante los
últimos dos siglos. Esos países continúan teniendo los mayores niveles de
emisiones per cápita y son quienes pueden reducir sus emisiones con menos
privaciones. No hay duda de que, éticamente, los países desarrollados del mundo
deben liderar la reducción de las emisiones.
Lo
que no se menciona tan frecuentemente, sin embargo, es el grado en que el
continuo crecimiento de la población mundial socavará el impacto de las
reducciones de emisiones de las que puedan ser persuadidos los países ricos.
Cuatro
factores influyen sobre el nivel de emisiones: el producto económico per
cápita; las unidades energéticas usadas para generar cada unidad de producto
económico; los gases de efecto invernadero emitidos por unidad energética; y la
población total. Una reducción en cualquiera de los primeros tres factores será
compensada por un aumento del cuarto. En el «Resumen para responsables de
políticas» de su Quinto Informe de Evaluación de 2014, el Grupo
Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático afirmó que, a nivel
global, el crecimiento económico y poblacional continúan siendo los
«principales responsables» del aumento de las emisiones de CO2 por el uso de
combustibles fósiles.
Según
la Organización Mundial de la Salud, se estima que 222 millones de mujeres en
los países en desarrollo no desean tener hijos ahora, pero carecen de los
medios para evitar la concepción. Proporcionarles acceso a la anticoncepción
las ayudaría a planificar sus vidas como lo desean, debilitaría la demanda de
abortos, reduciría las muertes relacionadas con la maternidad, daría a los
niños una mejor situación inicial en sus vidas, y ayudaría a reducir el
crecimiento de la población y de las emisiones de gases de efecto invernadero,
beneficiándonos así a todos.
¿Quién
podría oponerse a una propuesta donde tan obviamente todos ganamos? Los únicos
negativistas, podemos sospechar, son aquellos atrapados en una ideología
religiosa que buscan imponer a otros sin importar cuáles serán las
consecuencias para las mujeres, los niños y el resto del mundo en la actualidad
y por los siglos de los siglos.
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