Los
huesos de Walter Benjamin/Manel Martos es doctor en Humanidades y editor de RBA.
El
Mundo | 17 de julio de 2015
Me
pregunto desde hace tiempo a qué cuento macabro viene esa manipulación
ideológica que alienta la busca y captura de huesos literarios de postín,
progresistas o rancios, cuando sabido es que aquí los escritores ofrecen magros
réditos políticos. A qué atiende esa afición siniestra, pongo por caso, a
excavar el subsuelo para que vuelvan con nosotros Federico García Lorca o
Miguel de Cervantes o a reclamar que los franceses nos devuelvan los
desventurados huesos, muy españoles y muy jacobinos, de Antonio Machado. Me
cuesta mucho entender este frenesí excavador para convertir España en una
sinécdoque de Atapuerca, y de que, ya puestos, nos gobierne algún paleontólogo
y de que nuestro territorio se convierta en una sima de los huesos.
Quiera
Dios así que el erario del Gobierno, de la Comunidad y del Consistorio
madrileño acabe con esa sopa boba del espectacular levantamiento de los huesos
de Miguel de Cervantes y de otros que pueda haber. Que se invierta ese dinero
en subvencionar el fomento de la lectura o la investigación en prótesis manuales,
por ejemplo, y que nuestro manco de Lepanto descanse en paz bajo la tierra. Y
más ahora que Francisco Rico, el rey Midas de la filología española, ha
declarado con seso que no piensa utilizar los metacarpos del autor del Quijote
como gadgets en su ¿verdaderamente última? edición de ese libro inmortal.
Desde
la recuperación de la democracia en España, las ofrendas a Walter Benjamin se
han hecho tan habituales en Portbou como los devastadores incendios forestales
que tiñen de betún el mismo mar de todos los veranos. Cuando de la recuperación
de un puñado de huesos sin tuétano se habla, por más pedigrí intelectual que
tengan y por más dosis de memoria histórica (real o ficticia) que se les
insufle, al cabo uno no puede más que traer a colación el humor jocoso de La
Trinca: “Y aquí descansan los huesos / de uno que los tenía muy gruesos”. Tan
negra como las canciones del trío catalán es la ruta del exilio de las montañas
de Portbou, singularmente el antiguo paso fronterizo que media entre el Coll
dels Belitres y el Coll de Rumpisó, donde los matorrales chamuscados estío tras
estío (también éste) son una siniestra metáfora de la tierra quemada y baldía
del infernal éxodo republicano y del oscuro periplo del sabio alemán, sin que
le importe a nadie.
Quienes
nacimos y crecimos en este pueblo estamos tan acostumbrados a descargar la
adrenalina practicando el hoy tan de moda trail running crepuscular por el
último camino de Walter Benjamin como ayudando a los bomberos frente a las
agresivas llamas del fuego mediterráneo por ese mismo paso; y, en horas de
relajación, ejerciendo de guías improvisados y un pelín caraduras por esos
escenarios de la memoria para flâneurs amigos y conocidos que saben o que no
saben quién demonios es y era ese filósofo universal y pronuncian su nombre y
apellido en una cateta mezcla angloespañola o anglocatalana.
Siempre
que se trata de exhumar cadáveres, mi subconsciente eleva el pensamiento hasta
los judíos y jodidos huesos ¿portbouenses, catalanes, españoles, berlineses o
alemanes? de Walter Benjamin, que este próximo 26 de septiembre cumplen 75 años
mal enterrados y desparramados en Portbou (Gerona), y en cuál será su destino
final si la coalición secesionista gana las elecciones plebiscitarias y si
Podemos vence en los comicios generales de otoño. Tengo el sueño de que si el
ala más estética (los benjaminianos) de Podemos manda en la cultura estatal, y
Cataluña sigue siendo España, va a ser muy activa en la prosecución de lo que
quede bajo tierra de Walter Benjamin, para así poder ilustrar con los restos de
su cráneo los dos exigentes volúmenes de los Pasajes, monstruos capitales de la
filosofía del siglo XX.
Toda
esta buena gente está dispuesta a acercarse a Colliure para rendir honores a
Antonio Machado, a pesar de que no ha leído ni piensa leer un verso de Campos
de Castilla o la primera línea de Juan de Mairena, ni sabe ni le interesa saber
si el poeta nació en Sevilla o vivió en Soria ni por qué está enterrado en ese
municipio francés. Es esa una propuesta que enciende a quienes nos hemos
especializado desde chicos en el cementerio de Portbou, que conocemos sin
navegadores no sólo la prosaica ubicación de nuestros familiares difuntos sino
también a nuestro muerto más ilustre, la elogiosa descripción de Hannah Arendt,
los diversos enclaves de la fosa común, el túmulo de las monjas benedictinas
del santo sacramento o el rincón discreto de Rafael Santos Torroella junto a
los inquietantes nichos de masones con compases invertidos.
Y,
cómo no, todos los macabros detalles sobre las últimas horas morfinómanas de
Walter Benjamin, con tanto glamour novelesco como el morboso armario de Ludwig
Wittgenstein, un episodio con muchas capas de cebolla que está esperando
todavía su Javier Cercas.
Por
eso, los autóctonos seguimos y agradecemos desde siempre las meritorias iniciativas
para recuperar más y mejor su vida y su muerte encriptada que su obra críptica:
en lo político, las placas conmemorativas descubiertas por el primer
ayuntamiento democrático y las sucesivas apariciones de Jordi Pujol en
helicóptero y en chapurreado alemán; en lo cultural, las nuevas traducciones de
la editorial Abada, la biografía de Bruno Tackels, los artículos de Stephen
Schwartz o Stuart Jeffries, la revista de Josep Ramoneda, los seminarios de
Jordi Llovet, las elucubraciones de Reyes Mate, las crónicas de Josep Playà, la
tesis de Eduardo Maura, el monumento de Dani Karavan, la ópera que anuncia
Antoni Ros Marbà y cualquier otra película de quienes nos han hecho creer sin
mala fe que la maleta y los despojos de este mito absoluto están muy bien roídos
en Alemania.
Así
que cuando los nativos de Portbou, con todo el complejo de inferioridad mental
que arrastramos, por meridionales y por rústicos, nos dejamos caer
peregrinamente por Berlín, primero por la globalizada Avenida de los Tilos y
después por algunos rincones del barrio judío, la Nueva Sinagoga y otros
parajes por los que trasegó sus huesos vivos Walter Benjamin, descubrimos con
estupor que un guía profesional, un bibliotecario u otros berlineses con
presunción de cultivados europeos no tienen pajolera idea de quién es ese judío
alemán insigne, y no acaso porque los extranjeros profieran su nombre en
spanglish, ni de qué narices es esa cosa de los Pasajes.
Estos
meses algunos medios de comunicación ya han advertido y jaleado que se están
montando algunas “iniciativas privadas para suplir la desidia institucional”
para volver a celebrar “el adiós de Benjamin en Portbou”. Dicen los expertos
que la coincidencia con las elecciones autonómicas catalanas, fijadas para el
27 de septiembre, el día siguiente del aniversario, va a capar los recursos y
restar protagonismo a la efeméride, así que es posible que el coco alemán se
quede sin el acostumbrado homenaje quinquenal.
¡Qué
triste va a ser que la agenda del Mas más mesiánico le impida el ritual de la visita
funeraria, siendo ese día jornada de reflexión! ¡Qué grave va a ser que la
desconexión de Cataluña tenga que pasar por el ninguneo del berlinés y que no
sepamos quién será en el futuro el usufructuario de sus huesos! ¡Qué pena nos
da no poder disponer de los dineros de un Gobierno tan culto como el de
Podemos!
Mientras
tanto, junto al pedrusco funerario de Walter Benjamin y al gris del mármol mate
empiezan a verse lápidas de colores vistosos con mezclas de bandera
cuatribarrada y estelada, que confieren al conjunto un insólito aire
carnavalesco, un documento de la incultura que lo es, sobre todo, de la
barbarie. Veremos en qué bando quedan finalmente los huesos del filósofo si la
independencia de Cataluña empieza en el cementerio de Portbou y quién se los
acabará mondando.
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