Elecciones en Rusia.
Los datos de la comisión electoral central, basados en el 99,75% de los votos emitidos, indicaban que Dmitri Medvédev había obtenido el 70,24%, casi 52,2 millones de votos; Putin tuvo en 2004 el 71,31%, cifra ligeramnte superior, pero menos votos: 49,5 millones.
El relevo en el Kremlin el próximo mayo, pero ambos ya se entrenan; Putin pasará a ser primer ministro.
¿El poder tras del trono?
Comparto tres opiniones sobre las elecciones: Gorbachov, Andrew Wilson y Carlos Taibo.
Rusia ha elegido nuevo Presidente/Mijaíl Gorbachov
Publicado en EL PERIÓDICO, 04/03/2008;
Yo voté, y animé no solo a mis amigos y familia, sino a todos los ciudadanos de Rusia a que fueran a las urnas y depositaran sus votos, a pesar del hecho de que el resultado era predecible e incluso estaba programado.
La popularidad del presidente Vladimir Putin, quien apoyó a Dmitri Medvédev y después accedió a ser su primer ministro, hizo que el resultado fuera inevitable. Mucha gente en nuestro país se mostró crítica de esta especialísima característica de nuestras elecciones. No se dio a los votantes una auténtica oportunidad para comparar las propuestas de los candidatos sobre cómo gestionar los problemas del país. El mismo campo de candidatos dejaba mucho que desear. Y, con todo, la gente fue a las urnas y votó.
Otro tributo al fenómeno Putin.
PERO, POR importantes que las elecciones a la Duma y a la presidencia fueran en los últimos meses, lo que me preocupa es lo que pasará ahora. Disponemos de una oportunidad irrepetible para aprovechar la estabilidad y la confianza conseguidas en estos últimos años, así como unos mercados internacionales favorables para seguir con decisión por el camino de la modernización. Esto va mucho más allá que la modernización de nuestra industria. Hemos de modernizar la gobernanza, crear una economía innovadora, volver a insistir en la educación y la sanidad, y, a modo de máxima prioridad, trabajar para acortar las distancias entre ricos y pobres, mientras continúa la lucha contra la corrupción y la burocracia.
PERO, POR importantes que las elecciones a la Duma y a la presidencia fueran en los últimos meses, lo que me preocupa es lo que pasará ahora. Disponemos de una oportunidad irrepetible para aprovechar la estabilidad y la confianza conseguidas en estos últimos años, así como unos mercados internacionales favorables para seguir con decisión por el camino de la modernización. Esto va mucho más allá que la modernización de nuestra industria. Hemos de modernizar la gobernanza, crear una economía innovadora, volver a insistir en la educación y la sanidad, y, a modo de máxima prioridad, trabajar para acortar las distancias entre ricos y pobres, mientras continúa la lucha contra la corrupción y la burocracia.
En un detalle que es de agradecer, tanto el presidente Putin como el candidato Medvédev se centraron en estos retos durante los últimos días de campaña. No tengo ninguna duda de que harán todo lo que esté en sus manos. Pero sus solos esfuerzos no bastarán para triunfar.
Necesitamos importantes cambios de personal a todos los niveles –federal, regional e incluso local–. No estoy haciendo una llamada a una campaña de “echemos a estos cabrones”. Hay que educar a los oficiales en nuevas maneras de solucionar nuevos problemas; es más, necesitamos abrir paso a la juventud. Si no hacemos esto, muchas de las promesas hechas a la gente no se cumplirán, y no habrá campaña de relaciones públicas capaz de esconder este hecho.Sabemos por las experiencias de otros países que problemas de tal magnitud solo se pueden solucionar dentro de un entorno de auténtica democracia, en una sociedad civil en la que el Gobierno deba responder ante la gente, y la gente no tenga miedo a tomar la iniciativa. Algunos no estarán de acuerdo con esto, y dirán que no podemos permitirnos el lujo de “aflojar las riendas”, que lo que Rusia necesita no son más experimentos democráticos, sino una autoridad fuerte y “mano dura”. Pero una autoridad fuerte sin un auténtico apoyo de la gente puede ser impotente. Putin obtuvo su apoyo porque supo identificar correctamente lo que la gente quería –restauración de la estabilidad y reconstrucción del Estado ruso–. Ahora nos encontramos ante tareas aún más abrumadoras, tareas auténticamente históricas, y para conseguirlas necesitamos un buen nivel de intercambio de información entre el Estado y la sociedad.
Lo cual me lleva a la consideración que he planteado una y mil veces: para poder disponer de un sistema efectivo de gobernanza, hemos de reformar nuestro sistema electoral. Y no simplemente con unos retoques cosméticos, sino introduciendo importantes cambios en los mecanismos de las elecciones presidenciales y parlamentarias, y en la elección de los gobernadores.
Como primera prioridad, propongo una vuelta al sistema mixto de elecciones parlamentarias, de manera que la gente pueda votar tanto para listas de partido como por candidatos individuales. La gente debe tener la seguridad de que el diputado que ha elegido trabajará para ellos. Después de las elecciones a la Duma de diciembre pasado, 113 candidatos importantes de las listas de los partidos ganadores traspasaron sus mandatos a sustitutos poco conocidos. ¡Ciento trece: estamos hablando de una cuarta parte de los elegidos! Los votantes se merecen un mayor respeto. Creo que el umbral para que un partido pueda acceder a la Duma del Estado debería rebajarse del 7% al 5%, donde ya estuvo en las elecciones del 2003, antes de que la legislación cambiara en el 2006. Los gobernadores deben ser de nuevo elegidos por voto popular, en vez de que la decisión del presidente sea aprobada por las legislaturas regionales.
LA CAMPAÑA electoral incluyó algún debate sobre la política exterior rusa. Actualmente se admite que en estos últimos años Rusia ha recompuesto en gran parte su prestigio internacional. Con esto llega una mayor responsabilidad, pero también la necesidad de reconsiderar las posiciones en algunos temas, y también nuestro estilo de política exterior.
LA CAMPAÑA electoral incluyó algún debate sobre la política exterior rusa. Actualmente se admite que en estos últimos años Rusia ha recompuesto en gran parte su prestigio internacional. Con esto llega una mayor responsabilidad, pero también la necesidad de reconsiderar las posiciones en algunos temas, y también nuestro estilo de política exterior.
Los socios de Rusia necesitan también esforzarse más para conseguir una comprensión mutua. Algunos de ellos, en vez de hacer análisis objetivos, insisten en culpar a Rusia de problemas reales e imaginarios. Y algunos medios de comunicación occidentales están como obsesionados con estereotipos antirrusos y una crítica global hacia nuestro país.
A lo que respondo: nuestro pueblo es más democrático de lo que pensáis, a pesar de las vicisitudes de la historia de Rusia. Esta nación soportó 250 años de dominio mongol, seguido de la servidumbre bajo los zares y las décadas de vida sin libertad bajo el comunismo. Pero nuestro pueblo puede aprender de su pasado. Sabrá elegir bien, discerniendo entre lo que hay que aceptar y lo que hay que rechazar. Eso comportará algún tiempo, pero para Rusia sólo hay un futuro posible: la democracia.
Encuentro con Medvédev/Andrew Wilson, analista principal sobre asuntos políticos del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores
Publicado en LA VANGUARDIA, 05/03/2008;
En el 2001, George W. Bush afirmó que había mirado a los ojos a Vladimir Putin y había visto un alma gemela para Occidente. Después Putin se puso a restaurar el gobierno autoritario en Rusia. Hoy los dirigentes occidentales pueden estar a punto de repetir el mismo error con Dimitri Medvedev.
Su elección el domingo fue una coronación más que una competición. Los únicos oponentes de Medvedev eran viejas glorias del decenio de 1990, como Vladimir Zhirinovsky, que hace mucho se convirtió de protofascista en leal al Kremlin, y Andrei Bogdanov, un sucedáneo de demócrata a quien el Kremlin ha permitido presentarse como candidato para hacer creer a Occidente que se trataba de una auténtica contienda.
Así pues, resulta asombroso que en Occidente muchos lo aclamen como a un “liberal”. ¿Se deberá a que se nos ha hecho temer engañosamente a alguien peor, un bravucón silovik (miembro pasado o presente de los servicios de seguridad), como el ex ministro de Defensa Serguei Ivanov? ¿O representa Medvedev una verdadera oportunidad de descongelar la actual miniguerra fría entre Rusia y Occidente?
Medvedev es una persona agradable. Es un abogado que ha atacado el “nihilismo jurídico” de Rusia y ha denunciado el concepto en boga de “democracia soberana”. Tras siete años de presidente del consejo de administración de Gazprom, Medvedev está familiarizado con el mundo de los negocios. No desentona en Davos. Viste con trajes elegantes. No parece el arquetípico burócrata o agente del KGB postsoviético. Es un gran admirador del grupo de rock Deep Purple del decenio de 1970.
Pero, antes de apresurarnos a acoger una nueva cara que puede resultar ser simplemente una mejora cosmética, debemos entender el sistema que hizo a Medvedev. El problema de Rusia no es el de ser una democracia imperfecta, sino el de que su forma de gobierno está corrompida por la llamada “tecnología política”, que entraña algo más que llenar las urnas con votos fraudulentos. La tecnología política significa el patrocinio secreto de políticos falsificados como Bogdanov, la creación de ONG falsas y falsos movimientos juveniles patrióticos, como Nashi (Nuestro), para impedir una versión rusa de la revolución naranja de Ucrania y la movilización de los votantes contra un enemigo cuidadosamente fabricado. En 1996, el enemigo eran los comunistas; en 1999-2000, los chechenos; en el 2003-04, los oligarcas. Ahora somos nosotros: el Occidente supuestamente hostil y la amenaza representada por las “revoluciones de color” para la estabilidad de Rusia, que tanto ha costado lograr.
El propio Medvedev puede considerar esa política total o parcialmente desagradable, ahora Rusia tiene toda una industria de la manipulación política cuya desaparición de la noche a la mañana no es probable. En el marco ruso, ser liberal no significa poco más que oponerse a los siloviki.Significa pertenecer a un clan diferente, a una parte diferente del abrevadero.
Las incertidumbres de la sucesión han creado una guerra encubierta por la propiedad y la influencia entre un puñado de clanes diferentes, pero el sistema no puede permitirse el lujo de que haya un vencedor indiscutible.
En los últimos meses, el clan más poderoso, encabezado por el subdirector de la Administración del Kremlin, Igor Sechin, cuya compañía, Rosneft, recibió el pedazo mayor de Yukos en el 2004, ha amenazado con devorar a las demás. Otra compañía, Russneft, cuyos activos ascienden a entre 8.000 y 9.000 millones de dólares, parece ir por el mismo camino, después de que su propietario, Mijail Gutseriyev, fue desalojado mediante el mismo procedimiento de amenazas jurídicas y embargos fiscales que se utilizó contra Yukos.
Corren rumores de que el clan de Sechin tiene puestas sus miras en el Fondo de Estabilización de Rusia, cuyo valor han inflado hasta más de 140.000 millones de dólares los desorbitados precios de la energía.
Dicho de otro modo, la de reequilibrar el sistema - y no deseo repentino alguno de invertir el rumbo cada vez menos liberal que Rusia ha seguido desde el 2003- fue la razón principal para elegir a Medvedev. La ambición de Putin de permanecer en el poder como primer ministro tiene que ver también con esa operación de reequilibrio. Debe permanecer como niñero de Medvedev para impedir que un clan domine a los demás. Sechin e Ivanov lo vigilarán estrechamente para advertir cualquier señal de debilidad.
Así, pues, los gobiernos europeos pueden acoger con agrado la elección de Medvedev, pero su respuesta debe ser cuidadosamente calibrada conforme a los cambios reales que este pueda hacer. Europa debe procurar no repetir la exagerada reacción de muchos dirigentes cuando Putin sucedió al enfermo Yeltsin en el 2000. No debe haber una carrera para ser el nuevo mejor amigo de Medvedev ni se debe mirarlo a los ojos y elucubrar sobre su alma. Debemos centrarnos en lo que Medvedev haga y no en lo que diga, porque hasta que empiece a determinar el sistema, si es que lo hace, en lugar de verse determinado por él, no puede haber transición en Rusia.
Su elección el domingo fue una coronación más que una competición. Los únicos oponentes de Medvedev eran viejas glorias del decenio de 1990, como Vladimir Zhirinovsky, que hace mucho se convirtió de protofascista en leal al Kremlin, y Andrei Bogdanov, un sucedáneo de demócrata a quien el Kremlin ha permitido presentarse como candidato para hacer creer a Occidente que se trataba de una auténtica contienda.
Así pues, resulta asombroso que en Occidente muchos lo aclamen como a un “liberal”. ¿Se deberá a que se nos ha hecho temer engañosamente a alguien peor, un bravucón silovik (miembro pasado o presente de los servicios de seguridad), como el ex ministro de Defensa Serguei Ivanov? ¿O representa Medvedev una verdadera oportunidad de descongelar la actual miniguerra fría entre Rusia y Occidente?
Medvedev es una persona agradable. Es un abogado que ha atacado el “nihilismo jurídico” de Rusia y ha denunciado el concepto en boga de “democracia soberana”. Tras siete años de presidente del consejo de administración de Gazprom, Medvedev está familiarizado con el mundo de los negocios. No desentona en Davos. Viste con trajes elegantes. No parece el arquetípico burócrata o agente del KGB postsoviético. Es un gran admirador del grupo de rock Deep Purple del decenio de 1970.
Pero, antes de apresurarnos a acoger una nueva cara que puede resultar ser simplemente una mejora cosmética, debemos entender el sistema que hizo a Medvedev. El problema de Rusia no es el de ser una democracia imperfecta, sino el de que su forma de gobierno está corrompida por la llamada “tecnología política”, que entraña algo más que llenar las urnas con votos fraudulentos. La tecnología política significa el patrocinio secreto de políticos falsificados como Bogdanov, la creación de ONG falsas y falsos movimientos juveniles patrióticos, como Nashi (Nuestro), para impedir una versión rusa de la revolución naranja de Ucrania y la movilización de los votantes contra un enemigo cuidadosamente fabricado. En 1996, el enemigo eran los comunistas; en 1999-2000, los chechenos; en el 2003-04, los oligarcas. Ahora somos nosotros: el Occidente supuestamente hostil y la amenaza representada por las “revoluciones de color” para la estabilidad de Rusia, que tanto ha costado lograr.
El propio Medvedev puede considerar esa política total o parcialmente desagradable, ahora Rusia tiene toda una industria de la manipulación política cuya desaparición de la noche a la mañana no es probable. En el marco ruso, ser liberal no significa poco más que oponerse a los siloviki.Significa pertenecer a un clan diferente, a una parte diferente del abrevadero.
Las incertidumbres de la sucesión han creado una guerra encubierta por la propiedad y la influencia entre un puñado de clanes diferentes, pero el sistema no puede permitirse el lujo de que haya un vencedor indiscutible.
En los últimos meses, el clan más poderoso, encabezado por el subdirector de la Administración del Kremlin, Igor Sechin, cuya compañía, Rosneft, recibió el pedazo mayor de Yukos en el 2004, ha amenazado con devorar a las demás. Otra compañía, Russneft, cuyos activos ascienden a entre 8.000 y 9.000 millones de dólares, parece ir por el mismo camino, después de que su propietario, Mijail Gutseriyev, fue desalojado mediante el mismo procedimiento de amenazas jurídicas y embargos fiscales que se utilizó contra Yukos.
Corren rumores de que el clan de Sechin tiene puestas sus miras en el Fondo de Estabilización de Rusia, cuyo valor han inflado hasta más de 140.000 millones de dólares los desorbitados precios de la energía.
Dicho de otro modo, la de reequilibrar el sistema - y no deseo repentino alguno de invertir el rumbo cada vez menos liberal que Rusia ha seguido desde el 2003- fue la razón principal para elegir a Medvedev. La ambición de Putin de permanecer en el poder como primer ministro tiene que ver también con esa operación de reequilibrio. Debe permanecer como niñero de Medvedev para impedir que un clan domine a los demás. Sechin e Ivanov lo vigilarán estrechamente para advertir cualquier señal de debilidad.
Así, pues, los gobiernos europeos pueden acoger con agrado la elección de Medvedev, pero su respuesta debe ser cuidadosamente calibrada conforme a los cambios reales que este pueda hacer. Europa debe procurar no repetir la exagerada reacción de muchos dirigentes cuando Putin sucedió al enfermo Yeltsin en el 2000. No debe haber una carrera para ser el nuevo mejor amigo de Medvedev ni se debe mirarlo a los ojos y elucubrar sobre su alma. Debemos centrarnos en lo que Medvedev haga y no en lo que diga, porque hasta que empiece a determinar el sistema, si es que lo hace, en lugar de verse determinado por él, no puede haber transición en Rusia.
Medvénev: receemos de las certezas/Carlos Taibo
Publicado en EL CORREO DIGITAL, 04/03/2008;
Sabido es que en las elecciones presidenciales rusas que acaban de celebrarse todo el pescado estaba vendido. Las únicas incógnitas, menores, que había que despejar afectaban a dos cuestiones. Si la primera era la relativa a los porcentajes de voto de los candidatos ‘opositores’ -un 18% para el del Partido Comunista y un 10% para el del Liberal Demócrata-, la segunda, más enjundiosa, nos obligaba a preguntarnos por los niveles de abstención. Limitémonos a reseñar al respecto de esta última que los datos son poco concluyentes, en la medida en que tanto puede decirse que esa tercera parte de abstencionistas refleja el malestar de una parte significada de la sociedad como invocar la presunta desidia, a la hora de acudir a los colegios electorales, de muchos ciudadanos que sabían que el resultado de las presidenciales estaba cantado desde mucho tiempo atrás. Bien es cierto que el hecho de que Ziugánov, el representante comunista, haya obtenido un resultado moderadamente digno invita a concluir que, habida cuenta de que en su caso sí se ha hecho valer una oposición férrea al actual establishment político, las señales de descontento no son menores.
Balances aparte, parece razonable aducir que el hecho de que el candidato triunfador haya arrasado en esta primera y única vuelta -ha alcanzado, no se olvide, cerca de un 70% de los votos- poco bueno dice de la salud democrática de Rusia. Y ello es así tanto más cuanto que, por enésima vez, hemos tenido que asistir al espectáculo de unas autoridades que, pese a estar las cosas muy claras, se han mostrado bien poco magnánimas con una oposición -ésta ha pagado también, y por su cuenta, sus pecados- a la que han condenado a galeras. El delirio hipercontrolador, y en su caso represivo, carece, sin más, de explicaciones racionales.
Sobre el papel, y en otro orden de cosas, el triunfo de Dmitri Medvédev nos emplaza -lo dicen todos los analistas- ante un horizonte de estricto continuismo. Conviene guardar las distancias, con todo, ante las certezas, abrumadoras, que suelen acompañar a ese diagnóstico. Hay quien dirá, por lo pronto, que también se auguró un franco continuismo de todas las políticas cuando Yeltsin, hace ocho años, designó a Putin como sucesor in pectore. Claro es que el escenario es hoy muy diferente y aconseja recelar, también, de la comparación: mientras las reglas del juego se hallaban precariamente formalizadas en 1999, hoy no puede decirse lo mismo, toda vez que el esquema de intereses que opera por detrás de Putin se ha consolidado con rotundidad a lo largo de sus dos mandatos presidenciales.
Otra fuente de controversias lo es, inequívocamente, el tablero en el que se apresta a desenvolver la relación entre el nuevo presidente, Medvédev, y quien, si todos los pronósticos se confirman, ejercerá de primer ministro, Putin. Hay quien ha descrito el nuevo escenario con la metáfora de un conductor, el mentado primer ministro, que guiará el automóvil desde el asiento de atrás. Que el juego puede tener sus atrancos parece, sin embargo, evidente, y ello por mucho que los analistas ya hayan anunciado qué es lo que cabe esperar: una redistribución de atribuciones en virtud de la cual la presidencia, rebajada en adelante a una condición representativo-ceremonial, perderá potestades en provecho del jefe de gobierno, quien pasará a detentar en plenitud el poder ejecutivo. No está fuera de lugar recordar al respecto que Rusia es un país en el que las normas que rigen estas cosas beben más de hábitos de largo aliento que de la letra recogida en una Constitución, la que está en vigor desde 1993, por lo demás muy maleable.
Tampoco estamos obligados a aceptar, sin más, que Medvédev se comportará en adelante como un dócil empleado de Putin. Aunque lo ocurrido los últimos años, y la propia decisión de este último en provecho del nuevo presidente, alimentan esa interpretación, una vez más la prudencia es aconsejable. Es verdad que Medvédev se nos presenta como un dirigente, ante todo un gestor de perfil tecnocrático, menos entregado a la confrontación y poco amigo, por rescatar un dato, de sonoras declaraciones de contestación de unas u otras políticas occidentales. Pero no es menos cierto que el puesto que el nuevo presidente ha desempeñado hasta ahora en cabeza de Gazprom, el cuasi monopolio del gas natural, emplazaba a nuestro hombre lejos de las trifulcas políticas al uso y, también, del terreno propio de unas a menudo tensas relaciones internacionales. Digámoslo de otra manera: para saber quién es Medvédev en este ámbito habrá que aguardar a verlo ejercer como presidente efectivo del país.
Forzado parece agregar una apreciación más: los escasos problemas que se anuncian en la relación de Putin y Medvédev pueden dejar de serlo cuando se haga evidente -y esto acabará por ocurrir pese al balón de oxígeno que proporcionan los precios del petróleo y pese al bloque informativo que padecen los rusos- que el primero no ha sido tan eficiente en su gestión como se suele pensar entre nosotros. Ahí están, para demostrarlo, un maltrecho Estado federal, unos oligarcas que campan por sus respetos, una abusiva dependencia de la economía con respecto a las materias primas energéticas, una situación social que sigue presentando perfiles muy delicados, ese agujero negro llamado Chechenia o, en fin, una política exterior repleta de contenciosos sin cerrar (en su mayoría creados, bien es cierto, por la prepotencia y la agresividad de Estados Unidos).
Importa, y mucho, subrayar, con todo, que nada sería más equivocado que concluir que Putin y Medvédev, Medvédev y Putin, están solos. Y no pienso ahora en el notable apoyo popular que han recibido, sino en los tramados intereses que han creado -o que les han sido impuestos- en los últimos años.
Balances aparte, parece razonable aducir que el hecho de que el candidato triunfador haya arrasado en esta primera y única vuelta -ha alcanzado, no se olvide, cerca de un 70% de los votos- poco bueno dice de la salud democrática de Rusia. Y ello es así tanto más cuanto que, por enésima vez, hemos tenido que asistir al espectáculo de unas autoridades que, pese a estar las cosas muy claras, se han mostrado bien poco magnánimas con una oposición -ésta ha pagado también, y por su cuenta, sus pecados- a la que han condenado a galeras. El delirio hipercontrolador, y en su caso represivo, carece, sin más, de explicaciones racionales.
Sobre el papel, y en otro orden de cosas, el triunfo de Dmitri Medvédev nos emplaza -lo dicen todos los analistas- ante un horizonte de estricto continuismo. Conviene guardar las distancias, con todo, ante las certezas, abrumadoras, que suelen acompañar a ese diagnóstico. Hay quien dirá, por lo pronto, que también se auguró un franco continuismo de todas las políticas cuando Yeltsin, hace ocho años, designó a Putin como sucesor in pectore. Claro es que el escenario es hoy muy diferente y aconseja recelar, también, de la comparación: mientras las reglas del juego se hallaban precariamente formalizadas en 1999, hoy no puede decirse lo mismo, toda vez que el esquema de intereses que opera por detrás de Putin se ha consolidado con rotundidad a lo largo de sus dos mandatos presidenciales.
Otra fuente de controversias lo es, inequívocamente, el tablero en el que se apresta a desenvolver la relación entre el nuevo presidente, Medvédev, y quien, si todos los pronósticos se confirman, ejercerá de primer ministro, Putin. Hay quien ha descrito el nuevo escenario con la metáfora de un conductor, el mentado primer ministro, que guiará el automóvil desde el asiento de atrás. Que el juego puede tener sus atrancos parece, sin embargo, evidente, y ello por mucho que los analistas ya hayan anunciado qué es lo que cabe esperar: una redistribución de atribuciones en virtud de la cual la presidencia, rebajada en adelante a una condición representativo-ceremonial, perderá potestades en provecho del jefe de gobierno, quien pasará a detentar en plenitud el poder ejecutivo. No está fuera de lugar recordar al respecto que Rusia es un país en el que las normas que rigen estas cosas beben más de hábitos de largo aliento que de la letra recogida en una Constitución, la que está en vigor desde 1993, por lo demás muy maleable.
Tampoco estamos obligados a aceptar, sin más, que Medvédev se comportará en adelante como un dócil empleado de Putin. Aunque lo ocurrido los últimos años, y la propia decisión de este último en provecho del nuevo presidente, alimentan esa interpretación, una vez más la prudencia es aconsejable. Es verdad que Medvédev se nos presenta como un dirigente, ante todo un gestor de perfil tecnocrático, menos entregado a la confrontación y poco amigo, por rescatar un dato, de sonoras declaraciones de contestación de unas u otras políticas occidentales. Pero no es menos cierto que el puesto que el nuevo presidente ha desempeñado hasta ahora en cabeza de Gazprom, el cuasi monopolio del gas natural, emplazaba a nuestro hombre lejos de las trifulcas políticas al uso y, también, del terreno propio de unas a menudo tensas relaciones internacionales. Digámoslo de otra manera: para saber quién es Medvédev en este ámbito habrá que aguardar a verlo ejercer como presidente efectivo del país.
Forzado parece agregar una apreciación más: los escasos problemas que se anuncian en la relación de Putin y Medvédev pueden dejar de serlo cuando se haga evidente -y esto acabará por ocurrir pese al balón de oxígeno que proporcionan los precios del petróleo y pese al bloque informativo que padecen los rusos- que el primero no ha sido tan eficiente en su gestión como se suele pensar entre nosotros. Ahí están, para demostrarlo, un maltrecho Estado federal, unos oligarcas que campan por sus respetos, una abusiva dependencia de la economía con respecto a las materias primas energéticas, una situación social que sigue presentando perfiles muy delicados, ese agujero negro llamado Chechenia o, en fin, una política exterior repleta de contenciosos sin cerrar (en su mayoría creados, bien es cierto, por la prepotencia y la agresividad de Estados Unidos).
Importa, y mucho, subrayar, con todo, que nada sería más equivocado que concluir que Putin y Medvédev, Medvédev y Putin, están solos. Y no pienso ahora en el notable apoyo popular que han recibido, sino en los tramados intereses que han creado -o que les han sido impuestos- en los últimos años.
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