Discriminar desde la ley/Editorial
El Universal, 23 de diciembre de 2008
Un indígena, de acuerdo con el artículo segundo de la Constitución, tiene derecho a contar con un abogado gratuito que hable y conozca su lengua y su cultura. En los hechos, sin embargo, esa garantía se ve obstaculizada por una limitante fundamental: en todo México, un país con alrededor de 12 millones de indígenas, existen sólo 14 defensores públicos con los conocimientos lingüísticos y de usos y costumbres necesarios para atender a esta diversidad de grupos.
Sebastiana, una mujer tzotzil, es una víctima de esta situación. Fue utilizada para transportar cocaína, detenida en agosto de 2004 y posteriormente consignada. Le fue asignado un defensor público federal que, al desconocer su lengua y cultura, llevó el caso apoyado por un traductor.
Después de un año, fue declarada culpable de delitos contra la salud, aunque no se sabe a cuántos años de prisión la sentenciaron. Luego de esa resolución, un nuevo abogado —que tampoco hablaba tzotzil— asumió su defensa y promovió un juicio de amparo argumentando que las garantías de Sebastiana habían sido violadas puesto que el sistema de justicia no le había proporcionado un defensor que conociera la lengua, los usos y costumbres de su comunidad.
Ya en 2006, un tribunal ordenó la apertura de un nuevo juicio, pero éste no pudo ser atendido porque el único defensor público en Chiapas que domina el toztzil está a cargo de otros casos.
En esa cadena de trabas, aunque la Suprema Corte de Justicia de la Nación atrajo el asunto y tres ministros —José Ramón Cossío, Sergio Valls y Olga Sánchez Cordero— se pronunciaron en favor de amparar la mujer y liberarla, dos de ellos —José de Jesús Gudiño y Juan Silva— votaron en contra. La sentencia, por lo tanto, se quedó esperando cuando menos hasta enero, como Sebastiana.
Las reformas de 2002 a los códigos federales Penal y de Procedimientos Penales, derivadas a su vez de la reforma al artículo segundo constitucional, debieron haber previsto la escasez de defensores públicos capacitados para ocuparse de los mexicanos a los que se aseguraba se buscaba beneficiar con ellas: los indígenas.
Frente a tales antecedentes, cabe reparar en que la discriminación que desde las instituciones del Estado se ejerce contra esta diversidad de grupos no es un mero accidente, sino una práctica sistemática que produce y reproduce desigualdad.
No en balde, según la Encuesta sobre Discriminación en México de 2005, elaborada por la Sedesol y el Conapred, 43% de las personas opina que un indígena siempre tendrá una limitación ante la sociedad por sus características raciales. En ese mismo tenor, tres de cada cuatro indígenas considera tener pocas o nulas posibilidades para mejorar sus condiciones de vida.
En ese sentido, más preocupante resulta ese estado de cosas cuando las distinciones arbitrarias y los dobles o triples raseros provienen del mismo aparato encargado de impartir justicia.
El Poder Judicial y una Suprema Corte garantista en particular deben fijar las bases de la legalidad y preservar los derechos de los ciudadanos. Pero si no funcionan adecuadamente como promotores y protectores de la igualdad jurídica de los mexicanos, requisito básico de la democracia, el impacto se siente en todos los ámbitos de la esfera pública: político, educativo, laboral.
Jueces, magistrados, ministros y secretarios, pues, deben demostrar con hechos que, como declaró el presidente de la Corte, Guillermo Ortiz Mayagoitia, durante su más reciente informe de labores, trabajan “día a día para garantizar una justicia accesible”. Al hacerlo contribuirían al conjunto de la vida democrática nacional.
Un indígena, de acuerdo con el artículo segundo de la Constitución, tiene derecho a contar con un abogado gratuito que hable y conozca su lengua y su cultura. En los hechos, sin embargo, esa garantía se ve obstaculizada por una limitante fundamental: en todo México, un país con alrededor de 12 millones de indígenas, existen sólo 14 defensores públicos con los conocimientos lingüísticos y de usos y costumbres necesarios para atender a esta diversidad de grupos.
Sebastiana, una mujer tzotzil, es una víctima de esta situación. Fue utilizada para transportar cocaína, detenida en agosto de 2004 y posteriormente consignada. Le fue asignado un defensor público federal que, al desconocer su lengua y cultura, llevó el caso apoyado por un traductor.
Después de un año, fue declarada culpable de delitos contra la salud, aunque no se sabe a cuántos años de prisión la sentenciaron. Luego de esa resolución, un nuevo abogado —que tampoco hablaba tzotzil— asumió su defensa y promovió un juicio de amparo argumentando que las garantías de Sebastiana habían sido violadas puesto que el sistema de justicia no le había proporcionado un defensor que conociera la lengua, los usos y costumbres de su comunidad.
Ya en 2006, un tribunal ordenó la apertura de un nuevo juicio, pero éste no pudo ser atendido porque el único defensor público en Chiapas que domina el toztzil está a cargo de otros casos.
En esa cadena de trabas, aunque la Suprema Corte de Justicia de la Nación atrajo el asunto y tres ministros —José Ramón Cossío, Sergio Valls y Olga Sánchez Cordero— se pronunciaron en favor de amparar la mujer y liberarla, dos de ellos —José de Jesús Gudiño y Juan Silva— votaron en contra. La sentencia, por lo tanto, se quedó esperando cuando menos hasta enero, como Sebastiana.
Las reformas de 2002 a los códigos federales Penal y de Procedimientos Penales, derivadas a su vez de la reforma al artículo segundo constitucional, debieron haber previsto la escasez de defensores públicos capacitados para ocuparse de los mexicanos a los que se aseguraba se buscaba beneficiar con ellas: los indígenas.
Frente a tales antecedentes, cabe reparar en que la discriminación que desde las instituciones del Estado se ejerce contra esta diversidad de grupos no es un mero accidente, sino una práctica sistemática que produce y reproduce desigualdad.
No en balde, según la Encuesta sobre Discriminación en México de 2005, elaborada por la Sedesol y el Conapred, 43% de las personas opina que un indígena siempre tendrá una limitación ante la sociedad por sus características raciales. En ese mismo tenor, tres de cada cuatro indígenas considera tener pocas o nulas posibilidades para mejorar sus condiciones de vida.
En ese sentido, más preocupante resulta ese estado de cosas cuando las distinciones arbitrarias y los dobles o triples raseros provienen del mismo aparato encargado de impartir justicia.
El Poder Judicial y una Suprema Corte garantista en particular deben fijar las bases de la legalidad y preservar los derechos de los ciudadanos. Pero si no funcionan adecuadamente como promotores y protectores de la igualdad jurídica de los mexicanos, requisito básico de la democracia, el impacto se siente en todos los ámbitos de la esfera pública: político, educativo, laboral.
Jueces, magistrados, ministros y secretarios, pues, deben demostrar con hechos que, como declaró el presidente de la Corte, Guillermo Ortiz Mayagoitia, durante su más reciente informe de labores, trabajan “día a día para garantizar una justicia accesible”. Al hacerlo contribuirían al conjunto de la vida democrática nacional.
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