Poeta global/ESTRELLA DE DIEGO
El País Semanal, 09/10/2011;
EN LA TIERRA NATAL
Siempre poético. En apariencia contradictorio, pero fiel a una búsqueda tenaz de algo que podría considerarse "auténtico". Joan Miró fue un pintor preciso e incluso implacable con su trabajo. Una gran exposición con más de un centenar de obras, que muestran el compromiso del artista con su tiempo, aterriza en Barcelona tras su paso por la Tate Modern de Londres. Después viajará a Washington.
"Esta semana espero poder acabar dos paisajes. Como ves, trabajo con mucha lentitud. Cuando pinto un lienzo me enamoro de él; un amor que nace de la lenta comprensión. Comprensión lenta de la extraordinaria riqueza de matices que produce el sol. Gozo al aprender a comprender una brizna de hierba en el paisaje. ¿Por qué empequeñecerla? Exceptuando a los primitivos y a los japoneses, casi nadie se fija en esas menudencias, que son tan divinas. Todo el mundo admira y pinta solamente la gran masa de los árboles o de las montañas, sin sentir la música de las hierbas y las florecillas, y sin hacer caso de las pequeñas piedras de un barranco".
Es verano de 1918, concretamente el 1 de agosto, y Joan Miró, con apenas veinticinco años, escribe unas reflexiones que resumen, ya entonces, la que va a ser la filosofía de este artista preciso, incansable, incluso implacable con su propio trabajo; poético siempre, contradictorio en apariencia a veces, aunque fiel a una búsqueda tenaz de algo que se podría llamar lo "auténtico", a pesar de que lo "auténtico" cambie a menudo y vaya tomando formas diferentes tras las cuales se camufla y se esconde.
Son reflexiones que escribe en una carta dirigida al amigo Josep Francesc Ràfols, artista e historiador catalán, y redactada desde el lugar que se ha convertido para Joan en una especie de retiro con mucho de regreso a cierta tierra natal. Allí se trascienden hasta las raíces de la familia paterna, del abuelo, herrero en una localidad próxima en la provincia de Tarragona. Montroig es el nombre que desde esos años y para siempre pasará a la historia como referente para este pintor delicado y prodigioso. Es el paraje donde las cosas se colocan en su lugar y cobran un sentido preciso en el cosmos. Nada podría ocupar otro hueco, igual que ocurre con cada uno de los seres y enseres que saturan La masía -de 1921-1922-, bisagra entre una época gobernada por el preciosismo y los detalles y otra en la cual, poco a poco, el universo se transforma en trazos de apariencia abstractizante.
El camino hasta ese cuadro no ha sido fácil. Joan, hijo de Miquel Miró, un próspero orfebre que vive en un edificio de su propiedad en el centro de Barcelona, y de Dolors Ferrà, de origen mallorquín y padre ebanista, es obligado por la familia a trabajar en un despacho, mientras él sueña con ser pintor. No tiene cualidades de oficinista, sino que ha heredado más bien la tenacidad y la precisión de sus antepasados, con un poco de artesano y un poco de orfebre. Y porque no tiene cualidades de oficinista, aprovecha el tifus, que le obliga a pasar una larga temporada en Montroig recuperando la salud, para emprender ese nuevo camino que es una especie de reencuentro con algo vago y esencial.
En Montroig no solo es consciente de su necesidad de ser pintor, sino de su destino de ser un pintor catalán, algo que le emparenta con una generación de intelectuales que persiguen las mismas metas, aquellas que definen el propio espíritu local en la Cataluña de esos años. "Nosotros, los catalanes, creemos que quien quiera volar por las alturas debe tener los pies sólidamente dispuestos sobre la tierra", reflexiona Miró. Próximo a esa tierra originaria que tiene mucho de vuelta a la naturaleza, los árboles y las hierbas locales -"La tierra, la tierra es algo más fuerte que yo..."-, Miró vuelve a su vez la mirada hacia la tradición medieval que atrapa entonces a los intelectuales catalanes, como hace notar Maria Josep Balsach en su brillante libro Joan Miró -un recorrido por la raíces de la iconografía mironiana incluido su "país natal"- cuando cita al poeta Foix, fascinado con los trovadores occitanos: "Me exalta lo nuevo y me enamora lo antiguo". Es un mundo donde el espacio parece rebosar, si bien, igual que ocurre con el universo románico -y hasta gótico-, cada detalle está regido por una precisión de orfebre. Son bordados en oro: nada sobra y nada falta. Es la forma de pintar que Miró ensaya en Huerto con asno, de 1918, donde las reglas espaciales impuestas se han roto por completo. Miró ha tenido ya contacto con la pintura extranjera y aparenta ser poco fauve y un poco cubista, pero, bien visto, su espacio proviene de otro lugar, el de la tradición de los frescos de las iglesias altomedievales que va encontrando, y bebe con los ojos y con la mente, durante sus excursiones por Cataluña.
EL VIAJE A PARÍS
A finales de los años diez está a punto de iniciar su viaje hacia París, como tantos otros, y allí le espera un destino que va a cambiar su vida otra vez. Como explica el historiador Roland Penrose -portavoz el grupo surrealista-, a cada paso Miró parece transformar su estilo, romper con lo anterior bajo una existencia plácida y sobre todo sensata; cataclismos que después van trazando una línea coherente y sólida que gobierna su pintura.
Antes de salir hacia París ha tenido ocasión de mostrar su trabajo en Barcelona y tal vez la incomprensión de buena parte del público es lo que decide el viaje. Miró no encaja con lo conocido. Como comenta Harry Cooper, conservador de la National Gallery de Washington, "su larga carrera se escapa a las categorías. Ataca sin tregua los materiales y las convenciones de la pintura, exigiendo a esa pintura que haga más cosas que las que ha hecho hasta entonces, incluso más de las que podría hacer".
Tampoco en sus años de estudiante de Bellas Artes en Barcelona es comprendido en su esencia única. Su profesor Modest Urgell reconoce en él una enorme capacidad para hacer dibujos del natural, pero no despunta como Picasso, quien asombra con su talento y su brío. Este es quizá el principio del malentendido, esa comparación que por la época que les toca vivir siempre salpica a los dos artistas, tan diferentes en estilo y personalidad que resulta absurda. Si Picasso es hacia fuera, Miró es hacia dentro, un pintor oculto, discreto, de vida ordenada -con los pies en la tierra-, un matrimonio estable, siempre en busca del anonimato. No solo. Si Picasso es la inmediatez, Miró es lo minucioso, lo obsesivo, el perfeccionismo, enamorarse del lienzo, como escribe en la carta a Ràfols.
Y borra. Borra para renacer en cada trazo, que es una forma de buscar: "Borraba mucho y comencé a deshacerme de influencias extranjeras para reanudar mi contacto con Cataluña", explica en una conversación con Francesc Trabal de 1928. Nunca está satisfecho con lo que hace y, a la manera de los artesanos, toca y retoca. Porque las cosas nunca están acabadas y, como en un exorcismo, nadie puede verlas durante el proceso. Lo aprenderán los amigos surrealistas parisienses cuando llegan una noche hasta su estudio, donde la luz siempre estaba encendida, para dar la vuelta a los lienzos celosamente protegidos de las miradas. Y lo cuenta el amigo André Masson, quien vive en el estudio contiguo durante la primera etapa parisiense de Miró -la casa de Masson, llena de desorden, bullicio y familia, frente a la habitación impoluta y ordenada de Miró-. Un día le llama para ver La masía. Los más íntimos que han visto el cuadro, que intuían terminado, no comprenden qué podía faltar en un lienzo tan sobrecargado de elementos. Ahí están: las pisadas en el camino. Eso faltaba.
En su viaje a París lleva consigo La masía, el cuadro que ha comenzado a pintar en Montroig. Plasma un mundo en apariencia reducido y compacto que debe de haberse llevado impreso en la retina, porque el cuadro desvela cada uno de los detalles con una precisión exasperante. Pintar de memoria Montroig desde Barcelona primero y luego desde París, la herencia del pasado que traslada hasta el futuro. "Tren de paso sin parada", dice un cartel a la puerta de su segundo estudio en la ciudad del Sena. Es cierto, el viaje poético de Miró es imparable. "La obra de Miró consigue, como la de sus amigos poetas, abrirnos caminos hacia las sugerencias y la imaginación", reflexiona Rosa María Malet, directora de la Fundación Joan Miró de Barcelona.
Miró lleva a París unas hierbas de Montroig y La masía a medio terminar, cuadro que, cuenta Penrose, compra Ernest Hemingway. El escritor estadounidense dice que no está dispuesto a cambiarlo por nada del mundo. Allí, en París, encuentra a sus nuevos amigos surrealistas, sobre todo a los poetas -Benjamin Peret, Paul Eluard, Robert Desnos-, con los cuales va a establecer una relación de complicidades, quién sabe si ese mundo que desde siempre había anhelado, que le empuja a entrar en una etapa distinta en la cual los objetos adquieren algo de ensueño. "Traspasar el hecho plástico para fusionar pintura y poesía fue probablemente uno de sus mayores logros", comenta Teresa Montaner, conservadora de la Fundación Joan Miró de Barcelona y una de las comisarias de la muestra La escalera de la evasión.
MÁS QUE UN SURREALISTA
Sea como fuere, tampoco en París, entre los poetas del inconsciente, deja de tener los pies en la tierra y no se le sube a la cabeza el modo en el cual se convierte en uno de los artistas favoritos del marchante Pierre Loeb. Incluso recuerda lo pobre que era y el hambre que pasaba, causa tal vez de sus alucinaciones frente a las elaboradas teorías sobre el automatismo del resto de los surrealistas. Lo cuenta en una de las conversaciones con James Sweeney al rememorar cómo muchos días su única comida era un puñado de higos secos: "El hambre era la gran fuente de aquellas alucinaciones. Solía sentarme largos ratos frente a las paredes desnudas de mi estudio tratando de captar aquellas formas fantásticas y reproducirlas sobre el papel o el lienzo".
Es la época que se conoce a veces como "pinturas oníricas", de mediados de los años veinte, un momento en el cual Miró, siempre sorprendente, acaba volviendo la mirada hacia un vocabulario de números y letras o hacia algunas de esas técnicas de automatismo y collage que aprende de Max Ernst, poemas-cuadros limpios y despojados, con apenas escasos elementos que preludian de alguna manera su fascinación por el la cultura de masas. Aunque sigue pintando. Lo prueba otro cuadro indescriptible, El perro ladrando a la luna, donde cada elemento se ha trastocado en una escena presidida por esa "escalera de la evasión", como el propio Miró la denomina, en una forma que pasa de plástica a poética -advierte- y que reenvía a ese otro Miró posterior, el que en medio de una Europa destruida y una España anestesiada por el franquismo vuelve a tratar de buscar algún atisbo de la tierra de origen, de territorio de pertenencia, en Mallorca.
En cualquier caso, de los surrealistas no aprende la ironía -esa la trae consigo: es la particular retranca, tan catalana-. Por eso congenia con el sentido crítico del antropólogo y escritor Leiris, autor de África fantasmal, y por eso Breton le denomina "el más surrealista de todos nosotros", al menos hasta recibir Miró el encargo para la escenografía de Romeo y Julieta para los ballets rusos, recomendado por Picasso, uno de sus más fieles admiradores. El intransigente Breton lee el gesto como una rendición burguesa, pero las expulsiones del grupo son tantas que no merece la pena ni comentarlas. Tampoco preocupa mucho a Miró: pese a sus buenas relaciones con los miembros del grupo, su ironía y su obstinación por vivir al margen logran mantenerle hasta cierto punto distanciado de los surrealistas. También aquí mantuvo los pies en la tierra.
Sin embargo, uno de los más destacados miembros, Arp, marido de la genial bailarina dadaísta Sophie Taeuber y de orígenes dadaístas él mismo, le introduce en la filosofía dadá, aliento tal vez para uno de sus gestos más radicales: "Asesinar la pintura", como llega a decir. Entonces Miró cultiva imágenes de la baja cultura, esas imágenes de pin-ups que Félix Fanés -en su libro sobre Miró y la cultura de masas- recuerda que aparecen sobre la mesa de ebanista donde trabaja en el estudio de Mallorca, tal y como lo muestran las fotos de Gomis. También cultivará como nadie el mundo de lo ínfimo, igual que ocurre con la cerámica, la escultura , los murales... "Miró trabajó en una cantidad tan asombrosa de medios durante su larga carrera que es artista muy difícil de definir. Desde su papel en el movimiento surrealista en París hasta sus relaciones con el expresionismo abstracto en América y las generaciones más jóvenes de artistas en España, ha sido una figura de enorme influencia para el siglo XX", comentan Matthew Gale y Marko Daniel, también comisarios de La escalera de la evasión.
De hecho, es importante tener presente el resto de las propuestas mironianas que a veces tiende a eclipsar la etapa surrealista, muy popular, como siempre ocurre con este movimiento. Y no solo por la enorme influencia de su trabajo en los expresionistas americanos y la pintura matérica, tantas veces recordada, pues como bien reflexiona Earl A. Powell III, director de la National Gallery de Washington, "Miró inventó un vocabulario que es lírico e inmediatamente reconocible. Lo que muchos no llegan a ver es cuántos otros vocabularios inventó también. Por esta razón ha sido y sigue siendo un referente importante para muchos tipos de arte hoy".
Algo esencial en su trabajo y que refleja de forma contundente la muestra La escalera de la evasión es el compromiso político de Miró, aunque Harry Cooper piensa que en realidad "no hace arte político, sino que registra algunos de los momentos más apasionantes de las crisis políticas". Sea como fuere, ligada a una de esas grandes crisis aparece su brillante serie Constelaciones, donde vuelve al detalle tras su huida de París hacia Normandía durante la Segunda Guerra Mundial. Después, cuando sale de París tras la ocupación y se refugia en Mallorca en busca otra vez de la tierra natal, la serie en blanco y negro Barcelona Suite habla de la situación triste y monocroma que le toca vivir. Que su discreción no llame, pues, a engaño: para algunos, como para Tomás Llorens exconservador jefe de la Fundación Thyssen de Madrid y comisario de la muestra Miró tierra, "en su última etapa, Miró es más radical incluso que Picasso".
¿Por qué entonces este pintor discreto, casi secreto, a veces complejo, cambiante, un desafío para las categorías, que trabaja infatigable desde lo local, tiene un éxito internacional tan rotundo? Sobre este punto, todos parecen estar de acuerdo: su mundo personal refleja lo universal de manera clara, como opinan Teresa Montaner -"A pesar de estar profundamente ligado a su tierra, conecta con una sensibilidad universal"- y Rosa María Malet -"El reconocimiento internacional es consecuencia de la capacidad de Miró para hablar de temas universales a partir de lo inmediato"-. "Tiene una sensibilidad completamente original y personal", comenta el galerista Richard Gray. "Nadie ha sabido expresar de una manera tan fuerte y poética sus sentimientos más personales", explica Esperanza Sobrino, directora de la galería Acquabella.
Y ahí sigue Miró, discreto y firme, sensato, trabajando sin red, huyendo de las alharacas que tanto gustaron a sus coetáneos Dalí y Picasso. Miró siempre en busca del anonimato porque de eso trata el arte y la radicalidad del arte. "Hay que ir hacia el anonimato", comenta en una entrevista a finales de los cincuenta. "Lo anónimo permite alcanzar lo universal. Estoy convencido: cuanto más local una cosa, más universal. El anonimato me permite renunciar a mí mismo, pero al renunciar a mí mismo llego a afirmarme más". Sí, ahí sigue el poeta: a la intemperie.
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