¿hasta dónde tiene que llegar el poder de los dueños de un legado literario?
Cómo tachar un libro con la mano de Borges/Benjamín Prado, escritor
Publicado en EL PAÍS, 08/10/11):
La polémica que acaba de enfrentar a los herederos de Jorge Luis Borges con el escritor Agustín Fernández Mallo, al que han forzado a retirar del mercado un libro, El hacedor (de Borges), Remake, en el que recreaba el célebre relato en prosa y verso del autor de El Aleph, pone de nuevo sobre la mesa una pregunta antigua: ¿dónde acaba en estos casos el homenaje y empieza la apropiación indebida?
Los abogados de María Kodama, la viuda de Borges, tenían tan clara la respuesta que tras una llamada suya, la editorial Alfaguara ha retirado de la circulación la obra de Fernández Mallo, pero mientras las puertas de las librerías se cierran, las interrogaciones vuelven a abrirse: ¿hasta qué punto se pueden retomar los personajes o las historias de otros para crear las propias? Bertolt Brecht hizo una secuela de El buen soldado Švejk, de Jaroslav Hašek, titulada Švejk en la II Guerra Mundial. Ezra Pound publicó docenas de poemas en los que parafrasea a Dante, Propercio, James Joyce, Baudelaire, Yeats, Lope de Vega o Confucio. Y a Cervantes le salieron discípulos e imitadores de toda clase, desde el impostor que firmaba como Alonso Fernández de Avellaneda y que publicó en 1614 un falso Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, hasta el propio Borges, autor de Pierre Menard, autor del Quijote; pasando por Andrés Trapiello, que imaginó en Al morir don Quijote la vida de algunos personajes de la novela tras la desaparición de su protagonista, y hasta es posible que por el mismo William Shakespeare, que según algunos investigadores escribió junto a su amigo John Fletcher un drama titulado Cardenio que se inspirada en uno de los secundarios de la obra maestra de Cervantes, cuya primera parte había leído porque fue muy pronto traducida al inglés, y que se llegó a representar dos veces en Londres, poco antes de que el manuscrito desapareciera en un incendio. ¿Si hubieran existido los teléfonos en 1613, los abogados de Cervantes habrían llamado a los de Shakespeare para exigirle que el telón del teatro Globe cayera como una guillotina sobre aquella farsa?
El ejemplo de Cervantes explica que no es lo mismo que te sigan Shakespeare o Borges a que lo haga el oportunista Avellaneda. William Thackeray escribió, además de La feria de las vanidades y Barry Lyndon, una secuela del Ivanhoe de Walter Scott, titulada Rebeca y Rowena, y un autor portugués llamado Alfredo Possolo Hogan, que era contemporáneo de Alejandro Dumas, una continuación barata de El conde de Montecristo llamada La mano del muerto. Dos notables narradores como Peter Ackroyd y Brian Aldiss se atrevieron a seguir el Frankenstein de Mary Shelley en Diario de Victor Frankenstein y Frankenstein encadenado, pero otros tres mucho menos de fiar, Alexandra Ripley, Katherine Pinotti y Donald McCaig, tuvieron el valor de seguir Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, en Scarlett, Los vientos de Tara y Rhett Butler. Y un nieto de Bram Stoker quiso emular a su abuelo en Drácula: el no-muerto.
Son solo unos cuantos ejemplos que demuestran que todo tiene sus matices. En España, la editorial 451 promueve una serie de volúmenes colectivos en los que autores como Ángela Vallvey, Isaac Rosa, Lorenzo Silva, Luis Sepúlveda, Antonio Orejudo, Juan Bonilla, José Ovejero, Alicia Giménez Bartlett, Juan Madrid, José Carlos Somoza o Jesús Ferrero, entre otros muchos, han recreado desde Las mil y una noches y los Artículos de Larra hasta el Poema de mio Cid. Y, en Gran Bretaña y en el otro extremo de esta cuestión, el sello Quirk Classics se dedica a transformar los clásicos en literatura-basura. Entre sus volúmenes de más éxito, algunos de los cuales han sido traducidos a nuestro idioma en la editorial Umbriel, se cuentan Sentido y sensibilidad y monstruos marinos y Orgullo y prejuicio y zombis, en las que los personajes de Jane Austen son devorados a la orilla de los lagos por pulpos asesinos o se dedican a cazar seres de ultratumba. Incluso se han atrevido a convertir en robot a la Ana Karenina de Tolstói, transformada en Andoide Karenina, y a alterar La metamorfosis de Kafka en The Meowmorphosis, algo así como La miaumorfosis, en la que se cuenta cómo Gregorio Samsa despierta una mañana convertido en un adorable gato doméstico. Los autores de esa colección usan seudónimos, pero se rumorea que uno de ellos, el que firma como Coleridge Cook -el cocinero de Coleridge- es un escritor muy famoso.
Fernández Mallo escribió El hacedor (de Borges), Remake a partir de las ideas que le sugería la lectura de El hacedor, e incluyó en su texto algunos fragmentos literales del original, algo que sin duda puede ser tan discutible como cuando Leon Garfield acabó El misterio de Edwin Drood, la famosa novela de misterio que había dejado a medias Dickens, o Robert B. Parquer escribió el final que le faltaba a La historia de Poodle Springs, de Raymond Chandler, o un hijo de Hemingway editó la novela inconclusa de su padre, True at First Light, reduciendo sus casi 900 páginas a poco más de 300. Pero una cosa es que se comparta o no su manera de agasajar a Borges, o que lo hiciese con más o menos fortuna, y otra que se le pueda impedir hacerlo y, de esa forma, dar a entender que el tributo es un plagio, cosa que podrá ver que no es cualquiera que lea los dos libros.
En el fondo del problema hay un conflicto que va más allá de Fernández Mallo y los propietarios de los derechos de Borges: ¿hasta dónde tiene que llegar el poder de los dueños de un legado literario? Por una parte, en España, como en casi toda Europa, los descendientes de un escritor pierden los derechos de sus obras pasados 70 años de su muerte, cosa que no le ocurre a los de un banquero o una duquesa, por ejemplo, cuyos bienes nunca van a pasar al dominio público aunque se trate de un cuadro de Goya, de Velázquez o de El Greco, o de un palacio neoclásico. Y eso, sin duda, es un agravio comparativo.
En la otra orilla del asunto, mientras los propietarios de los derechos de un escritor poseen el control de su obra, pueden ejercer la censura sin límites y, entre otras cosas, evitar que se publiquen ediciones críticas de sus libros, que se haga pública su correspondencia o que se representen sus obras en un teatro si el montaje no es de su gusto, algo que aquí ha ocurrido, por una u otra razón, con autores del nivel de Valle-Inclán, Alberti, García Lorca o Pedro Salinas. En este caso concreto, los límites están claros: los dueños de la obra de Borges han ido mucho más lejos que él, que no hizo nada contra Guillermo Cabrera Infante ni contra el narrador argentino Fogwill cuando uno y otro publicaron, respectivamente, una imitación del epílogo de El hacedor, en su libro Exorcismos de esti(l)o, y una parodia erótica de El Aleph, convertido en Help a él.
Sin duda, María Kodama, quien por otra parte defiende y propaga desde hace tanto tiempo y con una perseverancia tan admirable la obra de su marido, tendrá sus razones y sus argumentos para actuar del modo en que lo han hecho sus abogados, pero seguro que le habrá inquietado hacer que se ponga la palabra prohibido en la portada premonitoriamente negra del libro de Agustín Fernández Mallo. A Borges no le hubiera gustado tener ese lápiz rojo entre los dedos.
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