Revista Proceso No. 1980, 11 de
octubre de 2014
Contra
los “ayotzinapos”, odio criminal
MARCELA
TURATI
Entre
los policías de Iguala, ministerios públicos y militares, el desprecio hacia
los normalistas de Ayotzinapa es manifiesto. El médico Ricardo Herrera –quien
denunció a los estudiantes heridos que penetraron en su clínica en demanda de
atención– sostiene sin rubor que “los ayotzinapos” son agresivos y por eso les
volvió la espalda. Con ese estigma se tratan de ocultar las tropelías de un
partido –el PRD– y un alcalde intolerante
–José Luis Abarca–, a quien desde hace meses se le acusa por el
asesinato del activista Arturo Hernández y por sus presuntos nexos con un grupo
de narcotraficantes.
“‘Los
ayotzinapos’ vienen agresivos, violentos, sacan a los pacientes, destruyen,
vienen como delincuentes. Si de veras son estudiantes, eso no se hace”. Esa
reacción es similar a la de muchos igualtecos, quienes al igual que militares,
paramédicos, ministerios públicos y policías estatales dieron la espalda a los
estudiantes de esa escuela donde se forman profesores rurales y donde el
requisito para matricularse es ser pobre.
Se
fueron. Les aseguraron que pronto pasaría una ambulancia por el herido.
Abordaron el taxi que envió un conocido al hospital.
El
joven tenía pesadillas, lo dormían con sedantes, cuenta el padre. Perdió la voz
y una parte de la cara. Tiene inflamado el rostro y se comunica a través de la
escritura. El miércoles 8 fue trasladado al Distrito Federal para someterlo a
cirugías.
Enseguida
está el hermano de otro de los heridos, en coma. Está conectado por ventilador.
Lo poco que mueve del cuerpo es por reflejo. No pudieron trasladarlo a un hospital
de alta especialidad porque requiere estar conectado y su cerebro está
inflamado.
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En
fotografías y videos tomados la tarde del 26 de septiembre, antes de que
ocurriera la tragedia, se ve a 3 mil acarreados, un templete adornado con
flores y un escenario con el rostro amplificado de María de los Ángeles Pineda
Villa, la esposa del alcalde perredista José Luis Abarca. Era el escenario para
que ella diera su informe como presidenta del DIF, el lanzamiento disfrazado de
su campaña para suceder a su marido en la alcaldía.
A
su lado, en primera fila, estaba el jefe del Estado Mayor del 27 Batallón de
Infantería, coronel Juvenal Mariano García.
José
Luis y María de los Ángeles se enriquecieron con el negocio del oro que hizo
nuevos ricos a muchos en esta ciudad en los noventa. Ambos se convirtieron en
propietarios de decenas de locales en el centro joyero y de una plaza
comercial, de casas y ranchos. Por su cercanía con Lázaro Mazón, el actual
secretario de Salud, Abarca fue impuesto como candidato del PRD, partido al que
se afilió, con el que ganó las elecciones y en el que su esposa escaló hasta
ser consejera.
En
la entrada del palacio municipal y en los documentos la señora no escribía
nunca su segundo apellido, que la vinculaba directamente con sus hermanos
Salomón Pineda Villa, El Molón, jefe de plaza de Guerreros Unidos; Alberto
Pineda Villa, El Borrado, y Mario Pineda Villa, El MP, exoperadores de los
Beltrán Leyva asesinados, y con María Leonor Villa Orduño, a quien señalan como
su madre y operadora y prestanombres del capo.
Los
estudiantes de la Normal de Ayotzinapa habían llegado a Iguala la tarde del 26
de septiembre a fin de pedir dinero para acudir a la manifestación anual del 2
de octubre y sacar camiones de la terminal de autobuses que los transportaran,
pues en Chilpancingo se los habían impedido.
Tras
el escándalo se supo que el secretario de Seguridad Pública, Felipe Flores
Vázquez, era clonador de patrullas utilizadas para delinquir y una pieza del
Cártel Guerreros Unidos. Hoy está prófugo, al igual que Abarca.
“En
Guerrero el narco siempre ha estado ligado a los políticos. Siempre ligado al
combate de las luchas sociales. Siempre han sido narcos los que gobiernan”,
dice Sergio Ocampo, corresponsal de La Jornada en Chilpancingo, el más
informado del estado. La narcopolítica que asomó sus garras tiene raíces
visibles desde la década de los setenta.
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El
municipio vivía asolado desde antes. Durante la administración anterior los
policías instalaron “filtros” sobre las carreteras federales donde a su
arbitrio detenían todos los vehículos que cruzaban por las tres entradas a la
ciudad, interrogaban conductores y ahí decidían su suerte.
Los
afectados, según un recuento del semanario Trinchera, fueron el coordinador de
la CRAC (Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias) de la casa de
Justicia de San Luis Acatlán, Eliseo Villar Castillo (detenido y golpeado en
agosto de 2013); el integrante de la dirección colectiva de la APPG, Alfonso
Sánchez Celis (detenido, atado, golpeado al regresar de una marcha en apoyo de
mineros en huelga, en julio y en septiembre sufrió un intento de levantón junto
con tres comisarios ejidales, pero fueron rescatados); el abogado de la Unión
de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), Manuel Vázquez
Quintero y dos acompañantes (detenidos, golpeados y amenazados, en agosto);
también fueron desaparecidos cinco miembros de una familia que trasladaban a un
herido de bala a Chilpancingo. Este año las primeras víctimas conocidas fueron
cinco elementos de la Policía Municipal de Pungarabato y otros cinco de
Altamirano (levantados y torturados en enero).
En
una nota publicada el 3 de febrero último consta la denuncia de comerciantes
anónimos que acusaban a la policía de estar coludida con el crimen organizado.
Seis meses antes, siete uniformados fueron encarcelados luego de que militares
los encontraron en una patrulla clonada. Estaban acusados de atacar a balazos
el palacio municipal de Teloloapan, donde fallecieron dos policías.
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“No
le puedo decir nada. Son intocables esos muchachos desde hace tiempo. Nomás
vaya a la salida a Chilpancingo, robaban diesel a la población. Nosotros no nos
metíamos”, se queja un policía sesentón con 12 años de servicio mientras espera
su turno para abordar el autobús que llevará a todos los policías que no están
detenidos –22 son acusados por la noche de terror– a un curso de
profesionalización en Tlaxcala.
“Ellos
se dedican a destruir, a agredir a las personas. Hacen miles de cosas y no les
dicen nada. Cierran casetas, roban todo, hasta la bolsa de señoras jalonearon
esta vez. Pero eso no lo ven, ¿verdad? Y si nosotros no actuamos, está mal; si
sí actuamos, está mal. A ellos todo les permiten”, dice furiosa una mujer
policía.
El
desprecio está implícito en los comentarios de los policías municipales que son
llevados a Tlaxcala para capacitarse. Varios aseguran que los compañeros
detenidos son inocentes y que fue una trampa para borrarlos del mapa.
“¿No
le parece raro que policías federales y militares nunca intervinieron? ¿Quiénes
teníamos que ir si no éramos nosotros?”, razona uno de ellos.
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La
noche del 26 de septiembre Abarca, su esposa y sus invitados bailaron cumbia al
ritmo de Luz Roja. Siguieron su fiesta a pesar de que estaba la cacería de
estudiantes. Desde la medianoche los normalistas muertos yacían en el piso,
sobre charcos de sangre. Otros se escondían aterrados en los montes, algunos
pocos recibieron refugio en casas. No volvió a acercarse ningún policía. Los
militares sólo acudieron a los reportes de robos, como el de la clínica
Cristina.
Pasadas
las cuatro y media de la mañana llegaron los primeros ministerios públicos a
cubrir a los muertos con una cobija. Los normalistas estuvieron seis horas
tirados en el pavimento. Solos. A nadie le importaron.
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