La
democracia en China/ Guy Sorman
ABC
| 12 de octubre de 2014
Por
lo general, los europeos consideran que los chinos no saben qué es la
democracia y que no aspiran a ella. Este relativismo viene de antiguo: en el
siglo XVIII, los primeros escritos sobre China, obra de misioneros jesuitas,
daban a entender que se trataba de una civilización radicalmente diferente en
la que el régimen político ideal era el despotismo ilustrado de un emperador
benevolente ayudado por una burocracia instruida. Los actuales dirigentes
comunistas chinos, tras haber jugado la carta de la revolución mundial en los
sesenta, se han reconvertido en herederos del imperio de antaño. Lo que resulta
tranquilizador para los occidentales es que el nuevo discurso chino coincide
con los prejuicios del pasado.
Esta
convergencia de los estereotipos no describe la verdadera historia de China, ni
la imperial ni la comunista. Los emperadores fueron cuestionados; las
dinastías, derrocadas; la guerra civil, permanente, y la burocracia, corrupta.
Si existe una continuidad entre la China imperial y la comunista es la
corrupción de los representantes del Estado y su negativa a compartir la
autoridad. El emperador solo aceptaba la sumisión de sus súbditos y de los
representantes extranjeros. Del mismo modo, los dirigentes comunistas creen que
tienen el monopolio de la verdad, aunque cambian de rumbo sin cesar; pero nunca
negocian y no soportan la más mínima crítica. Tanto hoy como ayer, cuando surge
un conflicto entre el pueblo y sus gobernantes, los dirigentes chinos no dialogan,
reprimen. En 1989, cuando unos estudiantes se manifestaban contra la corrupción
del Partido Comunista en la plaza de Tienanmen, Deng Xiaoping envió al Ejército
y aplastó la protesta. El primer secretario del partido, Zhao Ziyang, fue
destituido por haberse planteado negociar con los estudiantes. Desde aquella
época, el pueblo ha sido apaciguado por el crecimiento, aunque no del todo;
cada año se producen varios miles de acontecimientos «ilegales», según el
vocabulario del partido, siempre reprimidos con violencia por unas fuerzas de
policía especiales, e incluso por gánsteres (las triadas), en connivencia con
el partido. Estos «incidentes» siempre surgen por conflictos locales con los
dirigentes comunistas, quienes, ya sea en el pueblo, en el barrio o en la
empresa, se comportan de la misma manera que el Poder central.
La
única vía para resolver los conflictos autorizada por la Constitución es la
petición a las autoridades superiores, una herencia imperial, pero los
peticionarios reciben una paliza y son encarcelados. Recordemos que Liu Xiaobo,
Nobel de la Paz de 2010, ha sido condenado a once años de cárcel por haber
solicitado en internet que se iniciase una negociación entre los disidentes
demócratas, a los que lideraba, y el partido, para una evolución a largo plazo
de China hacia la democracia, que es lo que prevé la Constitución.
Liu
Xiaobo, escritor, se encuentra encarcelado desde entonces por atentar contra la
seguridad del Estado; su esposa Liu Xia, poeta y fotógrafa, también está
encarcelada, por ser la mujer de Liu Xiaobo. Por eso, el único recurso de los
estudiantes de Hong Kong para exigir unas elecciones democráticas –que había
aceptado Pekín cuando se produjo la devolución por parte de Gran Bretaña– es
manifestarse. En China, y en el Hong Kong recuperado por China, no hay más
opción que la de enfrentarse al poder, ya que este no escucha ni dialoga, o
solo finge que lo hace.
¿Son
estos estudiantes de Hong Kong, como los de Tienanmen, unos marginados en la
sociedad china o la representan? La misma pregunta se planteó cuando se produjo
la controvertida concesión del Nobel a Liu Xiaobo: ¿era un portavoz legítimo o
una criatura occidental? A falta de sondeos o de elecciones libres, no se puede
responder a esta pregunta, pero la mayoría de los chinos no se la plantean en
estos términos teóricos. Cuando viajamos a China y dialogamos allí con chinos
de cualquier condición, su deseo es el de poder elegir a sus dirigentes
locales, el de acceder a una justicia independiente, el de tratar con
funcionarios honestos y, sobre todo, el de ser «escuchados». «¡No nos
escuchan!», es la queja generalizada. Los estudiantes que se manifiestan están
en un callejón sin salida porque no van a escucharles, y los dirigentes
comunistas también, porque se condenan a la censura o a la violencia, que
reducen su legitimidad.
¿Es
posible una evolución democrática del régimen comunista? Xi Jinping, el
presidente chino, la ha excluido explícitamente: «La democracia no es china»,
ha afirmado. El propio Liu Xiaobo nunca se ha mostrado optimista respecto al
futuro democrático chino: «Tardaremos siglos», señalaba, en que el pueblo
interiorice la idea del Estado de Derecho. Liu Xiaobo también escribió que Hong
Kong tuvo el privilegio de ser colonizado por los británicos, una escuela de la
democracia de la que no ha podido beneficiarse el resto del continente chino.
En
realidad, lo que amenaza al Partido Comunista no son tanto las rebeliones
locales en el interior o las manifestaciones de estudiantes, sino la
incertidumbre económica, como el estallido de la burbuja especulativa
inmobiliaria. La clase media china invierte sus ahorros en el ladrillo, por lo
que, si los precios se desploman, estos nuevos chinos, que son la base del
partido, se verán en la ruina. Los chinos, como dice de ellos el economista
«disidente» Mao Yushi, toleran renunciar a la libertad, pero no le perdonarían
al Partido Comunista perder sus ahorros.
De
entre todos los futuros posibles en China, el statu quo es factible, pero no es
seguro. El país es un campo de minas que pueden estallar en cualquier momento
en los lugares más improbables.
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