La poesía no quiere adeptos, sino amantes, por eso pone ramas de zarzamora y erizos de vidrio para que se hieran por su amor las manos que la buscan…!Garcia Lorca.
El
País | 11 de octubre de 2014- La esposa de la canción/Gustavo Martín Garzo es escritor.
“Santa
Teresa”, escribe Cioran, “era una esposa de la canción, un corazón traspasado,
el misterio del solitario, de una pasión divina imparcial, la misma fuerza, lo
mismo… Todo su tambaleo en un trance de éxtasis es la esposa del Cantar que
deambula y no encuentra, es todo el embebecimiento sabroso, es la esposa de la
canción que ha logrado su propósito, o que ha sido secuestrada por sorpresa”.
Una esposa en busca de su amado, que sigue su rastro en la oscuridad, que se
adentra con él donde nadie puede verles.
El
Dios en el que cree Santa Teresa no es una entidad abstracta, como el dios de
las grandes religiones, sino que tiene una dimensión humana. No solo habla con
él sino que llega a describirlo físicamente: habla de su cuerpo, de sus gestos,
del color de sus ojos. Habla de él como la esposa del Cantar lo hace de su
amado. Y, como la esposa, también ella busca un lugar escondido y secreto,
donde recibirle, pues todo ese mundo de visiones, arrobamientos y gozos
inefables, ese mundo de hermosos desatinos de los que ella da cuenta en sus
escritos solo hablan del cuerpo transfigurado por el amor.
Los
pasajes en que nos cuenta sus raptos no tienen nada en común con los delirios
de un psicótico. Un delirio es un sueño que no se puede compartir, que solo le
pertenece al que lo tiene, que no cabe abandonar. Y los delirios de Santa
Teresa lejos de apartarla del mundo la hacen soñar con una comunidad de
iguales, una comunidad de mujeres. En realidad, tan pronto se encuentra con
Dios corre a reunirse con sus monjas para contárselo. Y como prueba de ello ahí
está el Libro de la vida, que es sin duda uno de los libros más
extraordinarios, inclasificables y deleitosos que se han escrito en nuestra
lengua. Una Sherezade celeste es lo que Santa Teresa soñaba ser.
Santa
Teresa no se limita a hablar con Dios sino que lo ve, y se ve atravesada por
él. Este es el famoso pasaje en que Santa Teresa describe uno de esos
encuentros: “Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal…
No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía
de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan… Veíale en las manos un
dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este
me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas:
al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor
grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y
tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay desear
que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal,
sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es
un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su
bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento… Los días que duraba esto
andaba como embobada, no quisiera ver ni hablar, sino abrasarme con mi pena,
que para mí era mayor gloria, que cuantas hayan tomado lo criado”. (Vida de Santa Teresa, cap. XXIX).
Se trata de un rapto consentido, la escena de una amante arrebatada en la noche por el ser que ama. Estamos en el reino de la adoración, y adorar algo es abandonar el reino del yo, del sujeto, y desaparecer en esa noche de la que hablan las canciones de alba. Los amantes, en esas canciones, no quieren que la noche termine, no quieren que amanezca porque eso supone encontrarse con aquellos que eran antes de conocerse. “El cuerpo del amor se vuelve transparente”, escribe José Ángel Valente en uno de sus poemas. Y añade: “No busca el alba, no amanece el cantor”. Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, al alba, de lo que habla Santa Teresa en sus trances.
Se trata de un rapto consentido, la escena de una amante arrebatada en la noche por el ser que ama. Estamos en el reino de la adoración, y adorar algo es abandonar el reino del yo, del sujeto, y desaparecer en esa noche de la que hablan las canciones de alba. Los amantes, en esas canciones, no quieren que la noche termine, no quieren que amanezca porque eso supone encontrarse con aquellos que eran antes de conocerse. “El cuerpo del amor se vuelve transparente”, escribe José Ángel Valente en uno de sus poemas. Y añade: “No busca el alba, no amanece el cantor”. Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, al alba, de lo que habla Santa Teresa en sus trances.
“La
poesía”, escribió Lorca, “no quiere adeptos sino amantes. Pone ramas de
zarzamoras y erizos de cristal para que se hieran por su amor las manos que la
buscan”. Santa Teresa es una de esas amantes, por eso sufre constantes
trastornos y llega a enfermar una y otra vez en ese camino de perfección. Se ha
hablado de crisis epilépticas, de problemas histéricos, de trastornos derivados
de unas fiebres reumáticas mal curadas y de otras dolencias reales o
imaginarias. Pero su cuerpo es el cuerpo de todos los seres heridos de los
cuentos.
Los
cuerpos heridos por la pena o el desprecio de los demás, que no fue sino lo que
ella misma tuvo que sufrir a causa del origen judío de su familia y de su
condicion de mujer. Es la ley de los cuentos, que nada esté completo, por eso
su mundo está poblado de seres y lugares rotos. Seres a los que les faltan los
brazos, que no pueden ver o andar, que viven presos en torres que nadie visita,
que han perdido la voz o que tienen que realizar las tareas más complicadas o
visitar los reinos más extraños.
Santa
Teresa siempre cumple con esas tareas y regresa de esos reinos. Como el
trapecista, vuela a lo alto, pero sabe que tiene que descender, ocuparse de sus
monjas, de su escritura, de sus compromisos con el mundo y con su propia fe.
Por eso quiere reformar el Carmelo, para hacer frente a esos compromisos. Para
ella, un convento es un lugar donde vivir. De ahí su humor, la ironía que
desprenden sus escritos. La ironía transforma el templo en una casa.
“No
era grande, sino pequeño”, escribe del ángel que la visita. Ese ángel es una
metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el juego de los niños, es el
reino de lo pequeño. La celda en que escribía Santa Teresa era un lugar
diminuto. Escribía sentada en el suelo, poniendo el papel sobre el duro jergón,
ya que apenas había espacio para más. Es curioso señalar a este respecto la
importancia que tienen los diminutivos en el Libro de la vida. Se ha hablado de
su valor afectivo, y de cómo esa forma gramatical expresa el estado de pobreza
espiritual del alma que empieza su camino de perfección, pero su verdadero
significado es otro.
“Casa
de trece pobrecillas, unos trabajillos envueltos en mil contentos, una triste
pastorcilla, estas maripositas de las noches…”, todos esos diminutivos son su
manera de mantenerse en ese reino de lo pequeño esencial. Lo pequeño es el
símbolo de lo que está en el umbral, lo abierto a otras formas de realidad, al
lugar donde viven los deseos. Su mundo es el mundo de graciosa afectividad de
los villancicos y las canciones populares.
Pero
¿no es la escritura también una forma de hacerse pequeña, de desaparecer en ese
silencio que es su sola razón de existir? Santa Teresa no escribe porque se lo
hayan pedido sus superiores, pues de ser así ¿cómo sus palabras tendrían esa
gracia, estarían tan llenas de deseo? Escribir para ella es relacionarse con lo
que desconoce. La búsqueda de un interlocutor providencial que le haga decir lo
que no sabe explicar; la espera, en suma, de la gracia. Una respuesta a
preguntas que no nos habíamos hecho, eso es la gracia para ella. Tal es el misterio
de Santa Teresa, y lo que hace que cinco siglos después de su nacimiento
podamos seguir leyéndola con gozo: transforma la religión en poesía. Porque
religión y poesía no siempre son lo mismo (y esta es la desgracia de las
religiones). La religión nos ofrece respuestas; la poesía nos enseña a amar las
preguntas aun sabiendo que no pueden ser contestadas.
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