Revista Proceso No. 1980, 11 de
octubre de 2014
- “Eran
buenos muchachos, la ‘maña’ los levantó”/JESUSA
CERVANTES
Entre
la veintena de jóvenes muertos la madrugada del 30 de junio en una bodega de
Tlatlaya, presuntamente ejecutados por militares, había de todo: mexiquenses y
guerrerenses que se dedicaban al campo o eran empleados de comercios. Algunos
estaban casados y eran padres. Con excepciones, como reconocen sus familiares,
era gente de bien levantada por el crimen organizado para obligarla a servir a
sus propósitos. Madres, abuelas y viudas de esos muchachos hablan con Proceso y
narran la pesadilla de recoger los cadáveres deshechos, varios con huellas de
golpes.
SAN
PEDRO LIMÓN, MÉX.- “A los muchachos les dieron el día libre y su comandante se
quedó por ahí, cerquita de la bodega”, relata un habitante de San Pedro Limón
–comunidad del municipio mexiquense de Tlatlaya–, en referencia a los 22
jóvenes (21 hombres y una mujer) presuntamente ejecutados la madrugada del
pasado 30 de junio por soldados del 102 Batallón de Infantería.
Algunos
de los familiares de las víctimas tenían días de no verlas. Según sus
testimonios, los jóvenes eran campesinos, empleados de supermercados o
dependientes de refaccionarias, quienes, aseguran, “fueron levantados” en
distintos momentos por “la maña” (como llaman a la mafia).
“Estaban
como golpeados”
A
José Guadalupe Ocampo Raya, de 22 años, le gustaba jugar pelota (futbol),
trabajaba en la milpa, muy cerca de donde nació y donde vivía con sus ocho
hermanos, La Montaña, una ranchería de no más de 40 familias cerca de la
cabecera municipal de Arcelia, en el vecino Guerrero.
–¿Qué
hacía su hijo, doña Ema?
–Trabajaba
con mi esposo sembrando maíz y ajonjolí, pero más después ya estaba en el
Aurrerá –responde doña Ema Raya Durán, de 45 años, quien arrastra el dolor de
haber perdido a uno de sus hijos, cuyo cuerpo ni siquiera pudo ver directamente
para reconocerlo; tuvo que hacerlo en imágenes de una computadora del Servicio
Médico Forense (Semefo) de Tejupilco, Estado de México, donde fueron llevados
los 22 cadáveres.
José
Guadalupe entró a trabajar el 11 de octubre de 2013 a la Bodega Aurrerá de
Arcelia, municipio que forma parte, según las autoridades, de la ruta del
trasiego de drogas que va de Iguala a Teloloapan, Guerrero, pasando por sus
vecinos mexiquenses Tlatlaya, Mayaltepec y Mihualtepec.
Su
madre reclama entre sollozos: “¿Pero por qué me lo mataron si él era buena
gente; nunca fue grosero con nadie, no tomaba, no era de parranda y, sí, a
veces iba de fiesta al pueblo, pero regresaba temprano… hasta que desapareció”.
–¿Cuándo
fue la última vez que lo vio?
–Quince
días antes de que nos dijeran que había habido una matazón por aquí cerquita.
Primero fuimos al Aurrerá y nos dijeron que hacía cinco días no iba a trabajar;
lo buscamos por todos lados… y nada. Nunca se iba lejos, había estado casado
tres años y siempre fue responsable. Pero nos dijeron que un grupo armado lo
había levantado, se lo llevó.
–¿Cómo
supieron que estaba en San Pedro Limón?
–Como
lo habíamos estado buscando, pues nos fuimos a asomar allá cuando se empezó a
hablar de una matazón grande. Agarramos la pasajera (transporte colectivo para
las rancherías) y, sí, ahí estaba la tirazón de cuerpos. Ahí estaba mi
muchacho.
“El
gobierno (así le dicen al Ejército y la Marina) no nos dejó acercarnos, te
hablaban con disparates y preguntaban molestos qué andábamos haciendo. ‘Pues
queremos saber si son nuestros hijos, señor’. ‘¡Pásenle rápido, pues! Y si
quieren ver si es su desaparecido, se van mañana a Tejupilco’, nos ordenó.
“Ya
luego nos dijeron en el Semefo que no podíamos ver los cuerpos sino por
computadora; eso fue apenas el miércoles. Yo lo reconocí porque tiene unas
cicatrices en la pierna y la espalda.”
–¿Cómo
estaban los otros cuerpos?
–Muchos
estaban como golpeados. Parecía que los habían matado a golpes, pero no
sangraron; su sangre estaba adentro de su cuerpo y estaban hinchados; había
unos que no los reconocían, otros tenían sus ojitos de fuera, se les salieron.
Cuerpos
irreconocibles
Lucio
García Adame tenía 23 años. Era de la sierra guerrerense. Allá sembraba la
milpa. Siempre bajaba al pueblo, a Arcelia, “porque le gustaba ir a jugar
pelota”, dice su jovencísima esposa, una niña de 14 años, edad a la que se casó
con Lucio. Nueve meses de matrimonio y luego su desaparición, narra la joven
cuyo nombre se omite, dada su minoría de edad.
Lucio
conoció en el campo de juego de pelota a José Guadalupe, quien a su vez le
presentó a su hermana, de quien se enamoró.
Lucio
y la hermana de José Guadalupe vivían lejos de la cabecera de Arcelia.
–¿Qué
hacía Lucio? –pregunta la reportera.
–Pues
a veces trabajaba en la milpa con mi papá y otras se iba a la sierra. La última
vez se fue dos meses pa’llá, a sembrar; yo no lo quise seguir pero luego
regresó, estuvo ocho días conmigo, se fue y ya no regresó.
“Cuando
desapareció me habló su mamá por el celular desde la sierra para preguntarme si
estaba conmigo, porque hacía días que no lo veía. Le dije que sólo estuvo ocho
días y que me dijo que se iba con ella, su padrastro y sus cinco hermanos para
trabajar la milpa. Pero ya no lo vi… hasta el miércoles que nos mostraron los
cuerpos en imagen. Yo lo reconocí porque tenía un arete.”
A
los familiares les entregaron los cuerpos –ya putrefactos– en Toluca el 3 de
julio, tres días después de los hechos en la bodega de San Pedro Limón. A
algunos, como José Norberto Pascual Domínguez, no alcanzaron a llevarlos a su
pueblo, San Miguel Totolapan. Los enterraron en Arcelia “porque el olor era
insoportable”.
“Era
pistolero”
Tiene
16 años y es la única de las cuatro viudas entrevistadas que no es espigadita;
tiene unos lindos ojos indígenas, almendrados; tez morena y bien maquillada.
Como el resto, viste a la moda, con sandalias de pedrería y curiosamente una discreta
cadena de oro.
Es
de San Francisco Mihualtepec, municipio de Donato Guerra en el Estado de
México; es una de sus apenas 593 habitantes y también por su condición de menor
de edad se omite su nombre.
Llegó
a la bodega para hablar con los reporteros de Proceso. Prefiere no entrar. “Me
da tristeza estar aquí… y coraje”, dice.
–¿Cuánto
tenías de casada?
–Apenas
tres meses, pero lo quería mucho.
–¿De
dónde era José Norberto?
–De
San Miguel Totolapan, pero lo conocí en el pueblo, en Arcelia. Al mes ya
estábamos viviendo juntos.
–¿Cuándo
lo viste por última vez?
–Tres
días antes de la matazón, porque él se iba mucho pero siempre me hablaba por el
celular, tres veces al día; me decía: “mi amor, te quiero mucho”.
–¿Qué
hacía tu marido?
–Andaba
en eso.
–¿Qué
es eso?
–Pues
de pistolero.
–¿Cómo
supiste que había muerto?
–Porque
me avisaron de su pueblo, su mamá. Él traía una camioneta blanca y dijeron que
en la bodega había una.
“Los
ejecutaron”
“Mi
hermano conocía a Érika, la muchacha que murió. Era su amigo porque la conoció
en el Cebeta (poblado cerca de la cabecera municipal de Arcelia y que debe su
nombre a que ahí está el Colegio de Bachilleres)”, dice una de las hermanas
viudas.
Marco
Antonio Salgado Burgos, de 19 años, y su hermano Juan José Salgado Burgos, de
18, son parte de la veintena de jóvenes que hallaron la muerte en la húmeda
bodega de Tlatlaya.
Sus
esposas, otro par de jovencitas, también hermanas, se habían casado con ellos
tres años antes. Juan José dejó a un niño de dos años y a una esposa de 19,
María de los Ángeles Valdepeña Modesto. Marco Antonio dejó a un bebé de meses y
a una esposa de 17 años.
“Para
mí fueron mis hijos y ahora que veo esto siento un gran dolor. No es justo lo
que les hicieron. Ellos me ayudaban mucho”, dice entre sollozos la abuela de
ambos, Hilaria Torres Burgos quien a sus 75 años se quedó sólo con su hija, la
madre de los jóvenes que los fue a reconocer al Semefo de Tejupilco y recibió
sus cuerpos en Toluca.
“Marco
Antonio era bueno, tenía tres años trabajando en la refaccionaria Elder de
Arcelia, pero en febrero de este año lo secuestraron. Un día llegaron unos
pistoleros y lo levantaron afuera del trabajo, eso nos los contó su patrón. No
lo volví a ver, aunque lo estuvimos buscando, hasta ahora en el Semefo”, dice
su esposa . No oculta su rabia. Asegura que “los ejecutaron”.
Su
hermana de 19 años cuenta que Juan José fue levantado por otro comando en
diciembre de 2013. “Lo tenían en la montaña y lo obligaban a hacer cosas, pero
en enero les cayó el gobierno y él aprovechó para escapar. Llegó a la casa y me
pidió que nos fuéramos. Sólo duró cuatro días conmigo porque al cuarto, cuando
iba a la tienda, se lo volvieron a llevar”, relata mientras lleva en brazos al
niño de ambos.
–¿Qué
cosas lo obligaban a hacer?
–Pues
a eso, a trabajar con la maña.
–¿Cómo
supieron que estaban muertos? –se les pregunta a ambas.
–Porque
mi cuñado es tránsito y nos dijo que había hartos jóvenes muertos. “Creo que es
tu marido”, me dijo, así que tomamos la pasajera y cuando pasamos lo vi; lo
reconocí por su playera negra y su pantalón de mezclilla; era flaquito y se
distinguía –dice la menor de edad.
–Pero
no nos dejaron entrar. “Van a tener que ir a Tejupilco a reconocerlos”. “¿Pero
son éstos?”, les preguntamos y les enseñamos unas fotos. “Sí, son ellos, pero
vayan para allá”, nos decían –relata una de las jóvenes esposas.
Fue
a la madre de ellos, María Elena Burgos, a quien le tocó reconocer a sus hijos
muertos.
Érika,
la joven de 15 años muerta en la bodega, es hija de un maestro de Arcelia. La
Sota, le decían, comenta el guía mientras doña Emma afirma que su cuerpo fue
recibido por sus dos medios hermanos.
Las
noveles esposas, la abuela, la madre y el hermano de esos cinco jóvenes muertos
sostienen que fueron ejecutados, y eso porque los lugareños les narraron lo
escuchado la madrugada del 30 de junio.
“Disparos
huecos”
“A
las cuatro de la mañana empezamos a oír hartitos disparos, seguiditos, y
pensamos que era algún enfrentamiento como los que seguido se dan en los
ranchitos”, relata Alma, joven que vive a 200 metros de la bodega y cuyos
apellidos se omiten, por su seguridad.
“Pasaron
como 20 minutos y otra vez disparos, pero ahora eran como huecos; el perro
empezó a ladrar y nos asomamos por la ventana. Vimos a un muchacho sin playera,
herido, que se tambaleaba; se quiso meter pero no pudo y se fue. Mi marido me
dijo que mejor nos fuéramos, porque teníamos miedo de que entrara y luego el
gobierno lo buscara aquí”, recuerda aún espantada.
De
las 4:00 a las 5:30 de la mañana lo último que escucharon los 22 jóvenes de la
bodega fueron ráfagas, primero, y luego disparos “huecos”.
Uno
de los muchachos escapó. Más tarde se sabría que llegó al lugar donde estaba su
jefe, le avisó lo ocurrido y ambos huyeron; los lugareños sostienen que eran de
La Familia, y el mayor, el comandante.
Era
el mismo hombre que un día antes les había dado el día libre y quien a lo lejos
veía cómo algunos platicaban desenfadadamente con dos mujeres de entre 16 y 18
años. “Otra como de 15 años estaba adentro de la camioneta con los otros, y fue
la que después vi en las fotos: muerta”, remata Alma.
Durante
el recorrido por la zona de Tierra Caliente, por el pueblo de San Pedro Limón,
no hubo comerciante que no dijera temer al gobierno, que dijera sentirse más
tranquilo “sabiendo que la maña” está ahí, “porque cuando aparece el gobierno,
golpea a los jóvenes, los tortura, les roba sus cosas”.
Ahora,
dice uno de los tantos comerciantes de San Pedro Limón, La Familia está aquí,
en el estado, porque el gobierno anda en Guerrero y hace rondines. Al recorrer
la zona se siente que alguien te vigila, pero los lugareños abren las puertas
de sus establecimientos, se sientan en las banquetas. “Hoy tranquilos, pero
cuando andan los del gobierno tenemos miedo”.
La
bodega, aún con sangre en las paredes, tiene la marca de sólo 48 disparos. Una
decena que entraron de frente y tienen alrededor restos de sangre. Disparos que
al colocar a las jóvenes esposas frente a ellos, les llegan justo a las alturas
de sus pechos. “Porque muchos tenían el disparo ahí, como mi esposo, que tenía
toda la panza llena de balazos y uno en el pecho”, comenta una joven esposa.
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