Revista Proceso No. 1980, 11 de
octubre de 2014
El
espejo de Tlatlaya/HÉCTOR
TAJONAR
Imposible
e inadmisible minimizar la trascendencia y significación de la matanza de
Tlatlaya perpetrada por integrantes de las Fuerzas Armadas, así como los hechos
que la sucedieron. La portada de Proceso 1978 que muestra un muro de ladrillo
gris con dos impactos de bala y dos manchas de sangre es la representación
simbólica de un país en descomposición en el que la violencia ha alcanzado
niveles demenciales de crueldad, sin límites ni control, producida no sólo por
los criminales, sino también por quienes tienen la responsabilidad de velar por
la seguridad de la población. Tlatlaya es un espejo del México actual.
En
el espejo de Tlatlaya están reflejados los múltiples rostros de un país
consumido por la violencia y los vicios ancestrales del autoritarismo, que
busca renovarse a contracorriente de los avances democráticos: la ausencia de
un auténtico estado de derecho, la manipulación política de la ley, el
encubrimiento, la impunidad selectiva, la corrupción de la política, la
connivencia del crimen organizado con las autoridades, la tensa complicidad
entre el poder civil y las Fuerzas Armadas, el engaño y el control de la información
operados desde la Dirección General de Comunicación Social de la Presidencia,
la hipocresía de la “responsabilidad compartida” entre México y Estados Unidos
en el combate al narcotráfico, la apuesta al olvido del horror ya cotidiano. En
suma, la vesania del poder.
Los
hechos son conocidos para los lectores de este semanario. Es la madrugada del
30 de junio en el poblado de San Pedro Limón, municipio de Tlatlaya, Estado de
México. Un grupo de militares se enfrenta a una banda de presuntos delincuentes
que estaba dentro de una bodega vacía. El saldo: 22 muertos. La Secretaría de
la Defensa Nacional, la Procuraduría General de la República y el gobierno del
Estado de México informan que “el Ejército, en legítima defensa, abatió a los
delincuentes”. La versión oficial es desmentida por reportajes de Associated
Press, así como de Esquire México y Proceso (1977, 1978, 1979). Todo indica que
se trató de un fusilamiento extrajudicial cometido por el Ejército.
El
ocultamiento de la verdad duró casi tres meses, hasta que el 19 de septiembre
el Departamento de Estado de Estados Unidos solicitó al gobierno mexicano una
explicación acerca de los hechos sangrientos de Tlatlaya. Entre otras muy
sensibles cosas, están en juego los 148 millones de dólares aprobados por la
Cámara de Representantes el pasado 24 de junio para el combate al crimen
organizado en México que, en el marco de la Iniciativa Mérida, se deben aplicar
con total respeto a los derechos humanos. Sin esa garantía, el Senado
estadunidense podría ordenar la supresión parcial o total de dicho
financiamiento. A consecuencia de esa presión, el 25 de septiembre la Sedena
dio a conocer la consignación ante un juez militar de ocho participantes en la
acción, un teniente y siete soldados, acusados de “desobediencia” e
“indisciplina”, así como de “infracciones a deberes militares” en lo que atañe
al teniente.
No
obstante, el hermetismo y la incertidumbre siguen nublando los hechos de
Tlatlaya, al tiempo que aumenta la justificada sospecha de que hubo un intento
del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto por “enfriar” los hechos para
condenarlos al olvido. Para ello, el Ejecutivo dispone del control de las
instancias judiciales, y cuenta con la sumisión cómplice de la mayoría de los
medios informativos, empeñados en minimizar lo que las evidencias muestran como
una despiadada masacre perpetrada por militares, en clara violación de los
derechos humanos.
La
desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas ocurrida la noche del 26 de
septiembre en Iguala, Guerrero, representa una continuación de la barbarie
cotidiana que nos oprime. A diferencia del caso Tlatlaya –un acontecimiento de
orden federal que pone bajo sospecha la integridad del Ejército–, el de
Ayotzinapa involucra autoridades estatales y municipales coludidas con el
crimen organizado. Ambas atrocidades exigen investigaciones y condenas justas y
transparentes, no encubrimiento e impunidad, como empieza a ocurrir en el
primer caso.
Es
innegable la gravedad de lo ocurrido en Iguala, e indispensable que se
determine si los 28 cadáveres calcinados y fragmentados hallados en fosas
clandestinas corresponden a los 43 normalistas desaparecidos. Las autoridades
se niegan a dar cualquier información mientras no terminen los peritajes, que
podrían durar varias semanas. También es forzoso encontrar y castigar a los
culpables, así como investigar a fondo los nexos entre los presuntos
responsables, que ocupen cargos públicos tanto en el municipio de Iguala como
en el gobierno de Guerrero, con el crimen organizado. Lo que no es admisible es
que una barbarie sirva para ocultar la otra.
Como
lo ha denunciado el director para las Américas de Human Rights Watch, José
Miguel Vivanco, en lo que respecta a Tlatlaya hay dos delitos por investigar:
el de la masacre y el del encubrimiento de los responsables.
Todas
las evidencias confirman que miembros del Ejército fueron los autores
materiales de las ejecuciones extrajudiciales. Siete soldados y un teniente ya
fueron consignados por un tribunal militar. Sin embargo, la PGR tiene la
obligación de investigar la existencia de una responsabilidad jurídica e
intelectual entre los mandos superiores del Batallón 102, cuyo historial
criminal ha sido documentado en la edición 1979 de Proceso. Ya no estamos para
batallones de la muerte, pero la PGR sigue dependiendo de la Presidencia de la
República, lo que hace improbable que dicha investigación prospere.
Es
ahí donde empieza el encubrimiento: primero al interior de las Fuerzas Armadas
y, de manera paralela, con la evidente estrategia de Los Pinos de minimizar la
gravedad de los hechos al punto de ocultarlos al máximo aprovechando el impacto
mediático de los suscitados en Iguala,
que parecen haber venido como anillo al dedo al gobierno de Peña Nieto para
distraer la atención sobre Tlatlaya.
Ello
no sólo es inadmisible desde el punto de vista jurídico, político y ético, sino
que además es contrario al interés y a la buena imagen de las Fuerzas Armadas
que supuestamente se quiere resguardar. El Ejército sigue siendo la institución
de mayor respeto y credibilidad en México, pero al mismo tiempo es la que
ostenta el mayor hermetismo, lo cual ha propiciado abusos e impunidad y mina la
respetabilidad que exige su alta responsabilidad constitucional.
Ante
un hecho de tal gravedad como el ocurrido en Tlatlaya no basta con anunciar que
el Ejército Mexicano se va a integrar a las fuerzas de Paz de Naciones Unidas.
Tampoco resulta satisfactorio para la opinión pública nacional e internacional
tratar de borrar el asesinato de 22 jóvenes, sin juicio ni piedad alguna,
mediante la detención de ocho militares de bajo rango. El caso Tlatlaya reclama
que la justicia militar y la civil cumplan cabalmente con la responsabilidad
que les confiere la Constitución.
La
inercia autoritaria está actuando en contra del interés del Ejército, del
Ejecutivo y de la nación. Es preciso rectificar para poner fin a la vesania del
poder.
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