Excelente texto de Michael Ignatieff: El terrorista como director de cine/M.Ignatieff, es director del Centro Carr de Política de Derechos Humanos en la Universidad de Harvard;
Fue publicado en El Pais, 28/11/2004;
Traduccion de M.L. Rodriguez Tapia.
Ultimamente, cuando uno ve los informativos de televisión, se encuentra muchas veces con un nuevo tipo de vídeo casero: unos hombres encapuchados, con cuchillos y armas de fuego, y, delante de ellos, unas figuras arrodilladas, que suplican por su vida. Ruegan, lloran, inclinan la cabeza, y luego, en general, mueren. Así ha sido desde que obligaron a Daniel Pearl a repetir: "Mi padre es judío. Mi madre es judía. Yo soy judío", antes de morir decapitado.
Gracias a los responsables de los informativos de televisión, no solemos ver casi nunca las imágenes hasta su truculenta conclusión, pero la versión completa de estas películas, reproducida en CD, se vende estupendamente en el mercado de Bagdad. Los verdugos llevan guantes. No quieren mancharse las manos con la sangre de los infieles.
Grotescas parodias Por lo visto, fueron los rebeldes chechenos los primeros en filmar estas grotescas parodias de la justicia islámica. Ahora existe un mercado dedicado a estos espectáculos tan sanguinarios, en los que las bandas de criminales proporcionan el factor fundamental: el secuestro de extranjeros en Irak para venderlos a grupos terroristas como el que dirige Abu Musab al Zarqaui, Tawhid y Yihad.
Los terroristas han entendido enseguida que la cámara tiene el poder de captar un acto atroz y convertirlo en una imagen que provoque escalofríos a todo el planeta. Con ello, han descubierto un arma nueva y fundamental.
Antes de Irak habían existido muchas rebeliones llenas de violencia -en Argelia, contra los franceses; en Kenia, contra los británicos; en Vietnam, contra los estadounidenses-, pero ninguna utilizaba la cámara como instrumento de terror. El secuestro fue el arma preferida de los grupos armados en Líbano desde los años setenta. Pero no exhibían a sus rehenes en los informativos de la noche.
Ahora nos encontramos con el terrorista como director de cine. Un hombre secuestrado hace poco en Irak contaba, al ser liberado, con qué cuidado y entusiasmo habían preparado los terroristas su aparición en vídeo: hacia dónde debían apuntar las armas, cuál tenía que ser el fondo, dónde debía arrodillarse, qué palabras debía pronunciar.
El uso de las cámaras de vídeo como arma es nuevo, pero los terroristas contemporáneos siempre han intentado explotar el poder de las imágenes. La mejor película que se ha hecho sobre terrorismo -La batalla de Argel (1965), de Gillo Pontecorvo- se rodó a instancias de un terrorista.
Saadi Yacef, líder de la célula insurgente en la kasbah de Argel que aplastaron los franceses en 1957, sobrevivió a la captura y, después de la independencia de Argelia, sugirió a Pontecorvo que hiciera una película basada en la historia de su vida.
Yacef ayudó a producir el filme e incluso se interpretó a sí mismo en la pantalla. Si por él hubiera sido, el resultado habría sido pura propaganda. Pero Pontecorvo tenía una visión más profunda, y el resultado es una obra maestra que justifica los actos terroristas y, al mismo tiempo, muestra sin contemplaciones el coste de ese terrorismo, incluso para la causa que defiende.
Yacef no fue más que el primer empresario teatral del terror. Detrás de él vino Lutiff Afif, o Isa, según le llamaban, jefe de la banda que capturó a los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972. Presumido, con sus gafas de sol y su sombrero de ala ancha, utilizó las cámaras de la televisión mundial para organizar un espectáculo del horror que obligó a todo el mundo a prestar atención a la causa palestina. En el momento de su muerte, durante el desastroso tiroteo ocurrido en un aeropuerto alemán, el terror ya estaba superado. Había logrado una victoria propagandística.
Además del terrorista como empresario de espectáculos, recordemos que también tenemos al torturador como artista de vídeo. Las imágenes de la cárcel de Abu Ghraib nunca estuvieron destinadas al uso privado. Algunas pretendían animar a otros torturadores. Y algunas estaban dirigidas a otros prisioneros, para advertirles de lo que les aguardaba si no cooperaban. La imagen digital -fija o en movimiento- se ha convertido en un instrumento de coacción para los interrogatorios.
En Irak, la imagen ha sustituido al argumento; incluso se puede decir que la imagen de atrocidades se ha convertido en su propio argumento. Cuando se ve una imagen horrorosa detrás de otra, da la impresión de que no sólo la sigue, sino que la justifica. De Abu Ghraib a las decapitaciones, y a la inversa, los espectadores nos vemos atrapados en un bucle, un espanto que suscita otro, en un torbellino cada vez más oscuro y sin fin.
Las viejas preguntas sobre la guerra de Irak -¿era legal?, ¿era necesaria?, ¿era un último recurso?- ya no tienen sentido. Lo importante, ahora, es saber si existe alguna forma de salir del torbellino, de esa barbarie que se alimenta sin cesar a sí misma y que no se sabe dónde acaba.
Es difícil dar una respuesta. Sabemos que estamos atrapados en el torbellino, pero ni siquiera entendemos qué es lo que nos arrastra hacia el fondo. Lo único que podemos ver claramente es nuestra complicidad embrutecedora. Los responsables de los informativos de televisión siguen cortando los peores momentos, pero, a lo largo de los últimos 25 años, nos han ido ahorrando cada vez menos cosas: ahora vemos a verdaderos seres humanos rogando por su vida.
Terrorismo pornográfico Esto es terrorismo como pornografía, y actúa igual que la pornografía: al principio, hace que el público, a su pesar, se sienta curioso y excitado; después, avergonzado, tal vez degradado y, por último, quizá indiferente. Y el público de estas crueldades es universal. Un holandés que posee una página web con imágenes violentas y sexualmente explícitas, en la que difunde las decapitaciones, dice -con un estilo inimitable- que "durante periodos de trágicos acontecimientos como las decapitaciones", en vez de las 200,000 visitas diarias que son habituales, tiene hasta 720,000.
Seguramente, la capacidad de degradación de estas imágenes no es lo más importante. Es más significativa la reflexión política que merece este nuevo tipo de reality show. Desde el punto de vista comercial, estos vídeos son auténticos carteles de reclutamiento para la insurrección iraquí. Los vídeos anuncian que el grupo que los ha realizado es el más salvaje de todos, y eso sirve para atraer nuevos miembros y para fomentar la captura de víctimas.
Además, los vídeos anuncian que, en un país ocupado, no existen los extranjeros inocentes. Las víctimas francesas, tal vez, se creían inocentes porque creían que la política de su país lo había sido; las víctimas italianas, porque no eran más que unas personas humanitarias que siempre habían estado en contra de la guerra. Las víctimas musulmanas quizá creían que eran inocentes precisamente por ser musulmanas.
Una de las víctimas más recientes, Margaret Hassan, directora de CARE International en Irak, tenía sólidos motivos para considerarse inocente. Su marido es iraquí y ella llevaba 30 años viviendo en el país, donde había construido clínicas y había creado una unidad de lesiones de columna. Los pacientes de sus clínicas salieron en silla de ruedas a la calle, con pancartas en árabe en las que pedían su liberación. Si alguien tenía derecho a lo que el Convenio de Ginebra llama "inmunidad civil", era Margaret Hassan. Pero su inocencia era precisamente la razón para secuestrarla [luego fue asesinada]. Su vídeo fue una bomba arrojada contra nuestra esperanza de que los extranjeros puedan hacer el bien en Irak. Dado que Margaret Hassan estaba casada con un iraquí, el vídeo en el que apareció suplicando por su vida era, además, una advertencia a los iraquíes que sientan la tentación de trabajar con gente decente como ella: cualquiera que se relacione con un infiel deja de ser inocente.
Los rituales de humillación que representan estos vídeos -algunos rehenes están enjaulados, otros encadenados, otros con los mismos monos naranjas que llevan los presos de Guantánamo- pretenden dar satisfacción al sector del público árabe educado en la retórica de la humillación musulmana. Esta propaganda vuelve a situar un milenio de compleja relación entre el mundo musulmán y el no musulmán en el contexto de una larga letanía de vergüenza, primero a manos de los cruzados; luego, de los imperialistas franceses y británicos, y, por último, de los israelíes y sus amos estadounidenses. El snuff movie es la revancha. La única forma de acabar con la humillación, dicen estos vídeos, es infligirla a otra persona. Un mensaje que tiene gran éxito en los bazares de Bagdad.
Es dudoso que la humillación justifique la decapitación, pero mucha gente opina que sí la explica. En One day in september, un documental que seguía al último superviviente del grupo palestino que capturó a los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich, en 1972, el decrépito terrorista quería hacernos comprender que la acción era consecuencia de las humillaciones de su infancia en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, en Líbano, y se veían las imágenes correspondientes de la triste vida del refugiado.
Humillación ¿Pero qué es lo que explica eso? Esas escenas pueden aclarar por qué se unió al grupo, pero ¿nos ayudan a comprender por qué fue capaz de observar, impávido, cómo un deportista israelí, herido en el tiroteo, se desangraba lentamente hasta morir en el suelo? ¿Explican por qué, con todos sus camaradas muertos y sin que la causa palestina haya avanzado un centímetro hacia la estatalidad, el viejo terrorista nos dice que volvería a actuar como en Múnich? Por lo visto, lo único que de verdad justifica la humillación es no tener que decir nunca lo siento.
Los nuevos vídeos de humillación retributiva y ejecuciones revanchistas y purificadoras llevan la justificación a un nivel sin precedentes. Consisten, sobre todo, en rebajar el umbral humano de repugnancia para hacer que los espectadores se sientan legitimados. Ved lo que hemos hecho, parecen decir los encapuchados: hemos decapitado a una persona en televisión. Y ahora, a ver qué podéis hacer vosotros. Los vídeos utilizan la humillación del infiel para crear una sensación de legitimidad. Después de verlos, un joven iraquí puede decirse: verdaderamente, todo está permitido.
Al llegar aquí, si es que todavía están leyendo, es posible que ya no aguanten más. ¿Por qué tenemos que comprender estas cosas?, pensarán. ¿Por qué no podemos llamar a las cosas por su nombre y comportarnos en consecuencia? Esto se llama Mal.
A muchos les molesta esta palabra, porque creen que impide comprender los agravios más profundos en los que se nutren el resentimiento y la violencia. Es verdad que sería muy útil que fuéramos capaces de comprender las raíces de la humillación musulmana, y que es difícil comprender nada si lo único que queremos es condenar. Pero conviene defender la frontera que separa la comprensión de la justificación y la explicación. Y eso es lo que hace la palabra "Mal". Defiende esa frontera.
En cualquier caso, la comprensión total es cosa de Dios. Es demasiado difícil -y, en cierto sentido, no lo suficientemente importante- comprender por qué un ser humano puede poner un cuchillo en la garganta de otro y cortarle la cabeza. Lo único que podemos decir es que los seres humanos hacen esas cosas, siempre las han hecho y siempre las harán. Como afirma un personaje de Shakespeare, el asesinato es cosa de hombres.
Decapitaciones La pregunta que sí podemos contestar es por qué la decapitación -o todos los demás instrumentos del arsenal del terrorista, como los coches bomba que se estrellan contra colas de iraquíes en busca de empleo como policías- tiene sentido desde el punta de vista político. Y lo tiene.
Un terrorista como es debido -y no hay duda de que Al Zarqaui lo es- nos conoce mejor que nosotros a él. Sabe que la única forma de forzar la retirada de Estados Unidos es influir en la voluntad política de un electorado que, ya dividido y a regañadientes, ha enviado allí a sus hijos.
Ahí es donde sus imágenes se convierten en arma de guerra, en una manera de poner a prueba -y, seguramente, destruir- la voluntad estadounidense. Cuenta con nuestra repugnancia moral y la sensación de inutilidad que sucede a la repugnancia. La repugnancia moral es el primer paso para quebrar la voluntad de continuar la lucha.
No vamos a ponernos sentimentales al hablar de la virtud o los escrúpulos de Estados Unidos. Las democracias pueden ser tan despiadadas como las sociedades autoritarias, y los estadounidenses no han sido precisamente ángeles en la guerra contra el terrorismo, como demuestran claramente las imágenes de Abu Ghraib. Ahora bien, la democracia estadounidense puede estar dispuesta a cometer atrocidades para defenderse, pero está sujeta a los límites de la repugnancia moral, que tiene sus raíces en dos siglos de instituciones libres. Esa capacidad de repugnancia fue la que sostuvo las protestas populares que acabaron obligándonos a salir de Vietnam.
Al Zarqaui se toma este aspecto con cinismo: las verdades que nosotros consideramos obvias son las que él confía en utilizar en nuestra contra. Cree que preferimos volver a casa que luchar contra el mal. ¿De verdad estamos dispuestos a descender al torbellino para derrotarle? Él apuesta a que no.
Además, calcula que, pase lo que pase, no puede perder. Si nos quedamos, también ha demostrado estar seguro -y Abu Ghraib confirma que es muy perceptivo- de que vamos a ayudarle a infligirnos una derrota ignominiosa al volvernos tan bárbaros como él. Los vídeos son una especie de suprema tentación moral, una trampa ética en la que espera que caigamos. Todo está permitido, nos dice. Si queréis vencerme, tendréis que uniros a mí.
Al final, cualquier terrorista espera que su adversario se convierta en hermano de infamia. Si sucumbimos a la tentación, habrá ganado. Pero se olvida de una cosa: la decisión no es suya, sino nuestra.
Gracias a los responsables de los informativos de televisión, no solemos ver casi nunca las imágenes hasta su truculenta conclusión, pero la versión completa de estas películas, reproducida en CD, se vende estupendamente en el mercado de Bagdad. Los verdugos llevan guantes. No quieren mancharse las manos con la sangre de los infieles.
Grotescas parodias Por lo visto, fueron los rebeldes chechenos los primeros en filmar estas grotescas parodias de la justicia islámica. Ahora existe un mercado dedicado a estos espectáculos tan sanguinarios, en los que las bandas de criminales proporcionan el factor fundamental: el secuestro de extranjeros en Irak para venderlos a grupos terroristas como el que dirige Abu Musab al Zarqaui, Tawhid y Yihad.
Los terroristas han entendido enseguida que la cámara tiene el poder de captar un acto atroz y convertirlo en una imagen que provoque escalofríos a todo el planeta. Con ello, han descubierto un arma nueva y fundamental.
Antes de Irak habían existido muchas rebeliones llenas de violencia -en Argelia, contra los franceses; en Kenia, contra los británicos; en Vietnam, contra los estadounidenses-, pero ninguna utilizaba la cámara como instrumento de terror. El secuestro fue el arma preferida de los grupos armados en Líbano desde los años setenta. Pero no exhibían a sus rehenes en los informativos de la noche.
Ahora nos encontramos con el terrorista como director de cine. Un hombre secuestrado hace poco en Irak contaba, al ser liberado, con qué cuidado y entusiasmo habían preparado los terroristas su aparición en vídeo: hacia dónde debían apuntar las armas, cuál tenía que ser el fondo, dónde debía arrodillarse, qué palabras debía pronunciar.
El uso de las cámaras de vídeo como arma es nuevo, pero los terroristas contemporáneos siempre han intentado explotar el poder de las imágenes. La mejor película que se ha hecho sobre terrorismo -La batalla de Argel (1965), de Gillo Pontecorvo- se rodó a instancias de un terrorista.
Saadi Yacef, líder de la célula insurgente en la kasbah de Argel que aplastaron los franceses en 1957, sobrevivió a la captura y, después de la independencia de Argelia, sugirió a Pontecorvo que hiciera una película basada en la historia de su vida.
Yacef ayudó a producir el filme e incluso se interpretó a sí mismo en la pantalla. Si por él hubiera sido, el resultado habría sido pura propaganda. Pero Pontecorvo tenía una visión más profunda, y el resultado es una obra maestra que justifica los actos terroristas y, al mismo tiempo, muestra sin contemplaciones el coste de ese terrorismo, incluso para la causa que defiende.
Yacef no fue más que el primer empresario teatral del terror. Detrás de él vino Lutiff Afif, o Isa, según le llamaban, jefe de la banda que capturó a los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972. Presumido, con sus gafas de sol y su sombrero de ala ancha, utilizó las cámaras de la televisión mundial para organizar un espectáculo del horror que obligó a todo el mundo a prestar atención a la causa palestina. En el momento de su muerte, durante el desastroso tiroteo ocurrido en un aeropuerto alemán, el terror ya estaba superado. Había logrado una victoria propagandística.
Además del terrorista como empresario de espectáculos, recordemos que también tenemos al torturador como artista de vídeo. Las imágenes de la cárcel de Abu Ghraib nunca estuvieron destinadas al uso privado. Algunas pretendían animar a otros torturadores. Y algunas estaban dirigidas a otros prisioneros, para advertirles de lo que les aguardaba si no cooperaban. La imagen digital -fija o en movimiento- se ha convertido en un instrumento de coacción para los interrogatorios.
En Irak, la imagen ha sustituido al argumento; incluso se puede decir que la imagen de atrocidades se ha convertido en su propio argumento. Cuando se ve una imagen horrorosa detrás de otra, da la impresión de que no sólo la sigue, sino que la justifica. De Abu Ghraib a las decapitaciones, y a la inversa, los espectadores nos vemos atrapados en un bucle, un espanto que suscita otro, en un torbellino cada vez más oscuro y sin fin.
Las viejas preguntas sobre la guerra de Irak -¿era legal?, ¿era necesaria?, ¿era un último recurso?- ya no tienen sentido. Lo importante, ahora, es saber si existe alguna forma de salir del torbellino, de esa barbarie que se alimenta sin cesar a sí misma y que no se sabe dónde acaba.
Es difícil dar una respuesta. Sabemos que estamos atrapados en el torbellino, pero ni siquiera entendemos qué es lo que nos arrastra hacia el fondo. Lo único que podemos ver claramente es nuestra complicidad embrutecedora. Los responsables de los informativos de televisión siguen cortando los peores momentos, pero, a lo largo de los últimos 25 años, nos han ido ahorrando cada vez menos cosas: ahora vemos a verdaderos seres humanos rogando por su vida.
Terrorismo pornográfico Esto es terrorismo como pornografía, y actúa igual que la pornografía: al principio, hace que el público, a su pesar, se sienta curioso y excitado; después, avergonzado, tal vez degradado y, por último, quizá indiferente. Y el público de estas crueldades es universal. Un holandés que posee una página web con imágenes violentas y sexualmente explícitas, en la que difunde las decapitaciones, dice -con un estilo inimitable- que "durante periodos de trágicos acontecimientos como las decapitaciones", en vez de las 200,000 visitas diarias que son habituales, tiene hasta 720,000.
Seguramente, la capacidad de degradación de estas imágenes no es lo más importante. Es más significativa la reflexión política que merece este nuevo tipo de reality show. Desde el punto de vista comercial, estos vídeos son auténticos carteles de reclutamiento para la insurrección iraquí. Los vídeos anuncian que el grupo que los ha realizado es el más salvaje de todos, y eso sirve para atraer nuevos miembros y para fomentar la captura de víctimas.
Además, los vídeos anuncian que, en un país ocupado, no existen los extranjeros inocentes. Las víctimas francesas, tal vez, se creían inocentes porque creían que la política de su país lo había sido; las víctimas italianas, porque no eran más que unas personas humanitarias que siempre habían estado en contra de la guerra. Las víctimas musulmanas quizá creían que eran inocentes precisamente por ser musulmanas.
Una de las víctimas más recientes, Margaret Hassan, directora de CARE International en Irak, tenía sólidos motivos para considerarse inocente. Su marido es iraquí y ella llevaba 30 años viviendo en el país, donde había construido clínicas y había creado una unidad de lesiones de columna. Los pacientes de sus clínicas salieron en silla de ruedas a la calle, con pancartas en árabe en las que pedían su liberación. Si alguien tenía derecho a lo que el Convenio de Ginebra llama "inmunidad civil", era Margaret Hassan. Pero su inocencia era precisamente la razón para secuestrarla [luego fue asesinada]. Su vídeo fue una bomba arrojada contra nuestra esperanza de que los extranjeros puedan hacer el bien en Irak. Dado que Margaret Hassan estaba casada con un iraquí, el vídeo en el que apareció suplicando por su vida era, además, una advertencia a los iraquíes que sientan la tentación de trabajar con gente decente como ella: cualquiera que se relacione con un infiel deja de ser inocente.
Los rituales de humillación que representan estos vídeos -algunos rehenes están enjaulados, otros encadenados, otros con los mismos monos naranjas que llevan los presos de Guantánamo- pretenden dar satisfacción al sector del público árabe educado en la retórica de la humillación musulmana. Esta propaganda vuelve a situar un milenio de compleja relación entre el mundo musulmán y el no musulmán en el contexto de una larga letanía de vergüenza, primero a manos de los cruzados; luego, de los imperialistas franceses y británicos, y, por último, de los israelíes y sus amos estadounidenses. El snuff movie es la revancha. La única forma de acabar con la humillación, dicen estos vídeos, es infligirla a otra persona. Un mensaje que tiene gran éxito en los bazares de Bagdad.
Es dudoso que la humillación justifique la decapitación, pero mucha gente opina que sí la explica. En One day in september, un documental que seguía al último superviviente del grupo palestino que capturó a los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich, en 1972, el decrépito terrorista quería hacernos comprender que la acción era consecuencia de las humillaciones de su infancia en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, en Líbano, y se veían las imágenes correspondientes de la triste vida del refugiado.
Humillación ¿Pero qué es lo que explica eso? Esas escenas pueden aclarar por qué se unió al grupo, pero ¿nos ayudan a comprender por qué fue capaz de observar, impávido, cómo un deportista israelí, herido en el tiroteo, se desangraba lentamente hasta morir en el suelo? ¿Explican por qué, con todos sus camaradas muertos y sin que la causa palestina haya avanzado un centímetro hacia la estatalidad, el viejo terrorista nos dice que volvería a actuar como en Múnich? Por lo visto, lo único que de verdad justifica la humillación es no tener que decir nunca lo siento.
Los nuevos vídeos de humillación retributiva y ejecuciones revanchistas y purificadoras llevan la justificación a un nivel sin precedentes. Consisten, sobre todo, en rebajar el umbral humano de repugnancia para hacer que los espectadores se sientan legitimados. Ved lo que hemos hecho, parecen decir los encapuchados: hemos decapitado a una persona en televisión. Y ahora, a ver qué podéis hacer vosotros. Los vídeos utilizan la humillación del infiel para crear una sensación de legitimidad. Después de verlos, un joven iraquí puede decirse: verdaderamente, todo está permitido.
Al llegar aquí, si es que todavía están leyendo, es posible que ya no aguanten más. ¿Por qué tenemos que comprender estas cosas?, pensarán. ¿Por qué no podemos llamar a las cosas por su nombre y comportarnos en consecuencia? Esto se llama Mal.
A muchos les molesta esta palabra, porque creen que impide comprender los agravios más profundos en los que se nutren el resentimiento y la violencia. Es verdad que sería muy útil que fuéramos capaces de comprender las raíces de la humillación musulmana, y que es difícil comprender nada si lo único que queremos es condenar. Pero conviene defender la frontera que separa la comprensión de la justificación y la explicación. Y eso es lo que hace la palabra "Mal". Defiende esa frontera.
En cualquier caso, la comprensión total es cosa de Dios. Es demasiado difícil -y, en cierto sentido, no lo suficientemente importante- comprender por qué un ser humano puede poner un cuchillo en la garganta de otro y cortarle la cabeza. Lo único que podemos decir es que los seres humanos hacen esas cosas, siempre las han hecho y siempre las harán. Como afirma un personaje de Shakespeare, el asesinato es cosa de hombres.
Decapitaciones La pregunta que sí podemos contestar es por qué la decapitación -o todos los demás instrumentos del arsenal del terrorista, como los coches bomba que se estrellan contra colas de iraquíes en busca de empleo como policías- tiene sentido desde el punta de vista político. Y lo tiene.
Un terrorista como es debido -y no hay duda de que Al Zarqaui lo es- nos conoce mejor que nosotros a él. Sabe que la única forma de forzar la retirada de Estados Unidos es influir en la voluntad política de un electorado que, ya dividido y a regañadientes, ha enviado allí a sus hijos.
Ahí es donde sus imágenes se convierten en arma de guerra, en una manera de poner a prueba -y, seguramente, destruir- la voluntad estadounidense. Cuenta con nuestra repugnancia moral y la sensación de inutilidad que sucede a la repugnancia. La repugnancia moral es el primer paso para quebrar la voluntad de continuar la lucha.
No vamos a ponernos sentimentales al hablar de la virtud o los escrúpulos de Estados Unidos. Las democracias pueden ser tan despiadadas como las sociedades autoritarias, y los estadounidenses no han sido precisamente ángeles en la guerra contra el terrorismo, como demuestran claramente las imágenes de Abu Ghraib. Ahora bien, la democracia estadounidense puede estar dispuesta a cometer atrocidades para defenderse, pero está sujeta a los límites de la repugnancia moral, que tiene sus raíces en dos siglos de instituciones libres. Esa capacidad de repugnancia fue la que sostuvo las protestas populares que acabaron obligándonos a salir de Vietnam.
Al Zarqaui se toma este aspecto con cinismo: las verdades que nosotros consideramos obvias son las que él confía en utilizar en nuestra contra. Cree que preferimos volver a casa que luchar contra el mal. ¿De verdad estamos dispuestos a descender al torbellino para derrotarle? Él apuesta a que no.
Además, calcula que, pase lo que pase, no puede perder. Si nos quedamos, también ha demostrado estar seguro -y Abu Ghraib confirma que es muy perceptivo- de que vamos a ayudarle a infligirnos una derrota ignominiosa al volvernos tan bárbaros como él. Los vídeos son una especie de suprema tentación moral, una trampa ética en la que espera que caigamos. Todo está permitido, nos dice. Si queréis vencerme, tendréis que uniros a mí.
Al final, cualquier terrorista espera que su adversario se convierta en hermano de infamia. Si sucumbimos a la tentación, habrá ganado. Pero se olvida de una cosa: la decisión no es suya, sino nuestra.
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